México ha vivido en una democracia formal desde hace muchos años. No fue sino hasta el año 2000 en que el arribo a la presidencia de la República, de un partido de oposición tradicional, pareció marcar no sólo el despliegue de una democracia plena sino la posibilidad de una alternancia que cambiara las características del sistema político mexicano. A una década de aquel momento, el balance es poco optimista: la desigualdad, la pobreza y una nueva época de privilegios desmedidos de las oligarquías, públicas y privadas, desalientan a la sociedad mexicana sobre los beneficios del sistema democrático que adicionalmente se encuentra perseguido por un nuevo fantasma: el de la inseguridad y la violencia.
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