Si Caravaggio hubiera muerto 400 años más tarde, lo habría hecho con una sonrisa. En el cuarto centenario de su fallecimiento, miles de personas esperaron en fila desde la medianoche hasta el amanecer para contemplar seis pinturas del maestro expuestas en el museo Borghese de Roma. En 1610, en una noche similar, el pintor había muerto solo y enfermo, oyendo como único aplauso las olas del mar y aferrado con fuerza al único lienzo que aún no le habían robado.
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