Sorprendente y, en cierto modo, desalentador resulta para el historiador actual el ejercicio de reconstruir la imagen que ofrecía Salamanca hace apenas un siglo. Comprobar que, a finales de la centuria pasada, en sus dos últimas décadas, el plano urbanístico de la ciudad conservaba, casi en su integridad, los mismos trazos que en los dos siglos anteriores, sin duda provocará asombro y, de alguna manera, añoranza al ciudadano que hoy se lamenta del deterioro urbano de la Salamanca presente. Pero esta extrañeza adquiere rasgos de desconcierto ante la constatación de que la erosión urbanística que soporta en la actualidad es fruto exclusivo de este siglo y no un saldo negativo que deba consignarse en la lista de pérdidas que las centurias pretéritas nos han legado como herencia. Hacia los años ochenta del XIX, una población de algo más de 22.000 habitantes vivía �según expresión de Sánchez Estevan� en «una ciudad cerrada (...) por murallas ». Fuera de ellas, apenas nada, sólo campo, dominio que se veía reducido por la presencia de algunos arrabales que servían, en realidad, para destacar aún más la insularidad urbana de Salamanca como centro del espacio rural que la ahogaba.
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