Las personas religiosas han sentido a menudo cierta desazón cuando escuchaban el nombre de Darwin. Su memoria evoca un universo muy diferente del nuestro, del que hemos aprendido en la tradición bíblica y la catequesis, una imagen empobrecida de los humanos, demasiado cercana a los simios, y un mundo donde Dios parece desvanecerse, cuando la ciencia puede explicar todo sin recurrir a la intervención divina. Invitar a los cristianos a celebrar a Darwin a los 200 años de su nacimiento puede parecer una provocación, sobre todo para los creyentes más rigurosos y los literalistas bíblicos.
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