Desde que en 1957 Pio XII afirmó que la determinación de la muerte era competencia de médicos especialistas, la Iglesia católica ha seguido con atención el debate sobre la muerte cerebral, especialemente a través de la Pontificia Academia de las Ciencias. De hecho, la muerte cerebral, entendida como un método para el diagnóstico precoz de la condición de cadáver de un sujeto sometido a reanimación, es éticamente aceptable a condición de que los parámetros aprobados sean aplicados con extremo rigor y profesionalidad.
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