Cada sociedad y cada periodo histórico ha padecido una enfermedad que ha simbolizado negativamente su época. Lo fue la lepra en la Antigüedad y la peste en la Edad Media; en la época de los Descubrimientos, siglos XV-XVI la sífilis y durante el Romanticismo -en el siglo XIX- la tuberculosis. El SIDA y el Cáncer constituyen las dos formas de enfermar más frecuentes de este milenio ya extinto y supondrán, con toda probabilidad, el doble desafío de la salud en el siglo XXI.
En cuanto fenómeno biomédico la irrupción de esta enfermedad ha sido de tal envergadura que su presencia ha hecho despertar a la Medicina del sueño de treinta años de "pax antibiótica". La sociedad y todas sus estructuras se han visto arrostradas por un acontecimiento de gran magnitud que ha llevado a la medicina a reflexionar sobre sus fines, bienes y roles y la humanidad se ha visto inmersa, por añadidura, en un debate ético que abarcaba de igual manera derechos individuales o colectivos e ineludibles obligaciones sociales.
El hombre cada vez más cerca de traspasar la barrera del conocimiento se encuentra afrontando en la recta final de este segundo milenio un nuevo desafío: un virus de efectos devastadores y de difícil control, una enfermedad desconcertante de azarosas consecuencias sociales.
Si para los más débiles constituye una amenaza constante de retroceso en el desarrollo personal y social, su propagación en otras áreas más favorecidas tampoco se ha visto atajada de una manera contundente lo que ha obligado a alzar la guardia a toda la sociedad, incluidos todos aquellos que se creían a salvo de su contagio.
Tras más de veinte años de expansión, la realidad nos advierte de que el virus sigue presente y propagándose por el planeta. Lejos de decrecer su dispersión se introduce, en contra de las mejores previsiones, en comunidades no preocupadas hasta la fecha por su existencia. Puede afirmarse que es ya la causa principal de muerte en adultos entre 15 y 49 años. Basta recordar las cifras de ONUDISA para saber que cada minuto, cinco jóvenes menores de 25 años se infectan por el VIH en el mundo y que son ya treinta millones los afectados en el mundo.
Trágico balance el que arroja esta enfermedad al cabo de más de dos décadas de expansión, una patología de síntomas mutantes y trastornos múltiples a los que acompaña un importante trasfondo social.
¿Cómo han transcurrido estos años desde su irrupción? ¿De qué forma han actuado las reglas del juego social? ¿Han sufrido menoscabo las relaciones humanas de quienes se han visto atrapados por la enfermedad? ¿Acaso se han producido cambios en las estructuras sociales? ¿Los comportamientos individuales se han modificado? ¿Hacia donde se ha dirigido el poder institucional? ¿Qué papel han jugado las organizaciones, el movimiento asociacionista? ¿Se ha mantenido el marco normativo de referencia o por el contrario han sido necesarias revisiones? Múltiples interrogantes y una sola cuestión: la responsabilidad social frente al sida. Un deber general que, en rigor, debería afectarnos a todos sin exclusión. Un compromiso personal del que nadie debería sustraerse. Y sin embargo, aún hoy, y tras varios años de convivencia, los afectados siguen sintiéndose individuos "ultrajados" por la enfermedad.
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