Hace meses que no llueve. Las únicas nubes son las que acompañan las tormentas de arena que azotan el desierto. Pero mientras el río Amarillo serpentea en los yermos del centro-norte de China, un paisaje increíble brilla en el horizonte: arrozales verde esmeralda, hectáreas de girasoles y fértiles campos de maíz, trigo y cerezos goji florecen bajo un cielo despiadado. No es un espejismo. El vasto oasis del norte de la provincia de Ningxia, situado hacia la mitad del curso que el río Amarillo recorre desde la meseta del Tibet hasta el golfo de Bo Hai a lo largo de 5.460 kilómetros, ha sobrevivido más de 2.000 años, desde que el emperador Qin ordenó a un ejército de campesinos-ingenieros construir canales y cultivar la tierra para abastecer a los soldados que defendían la Gran Muralla. Shen Xuexiang intenta perpetuar esa tradición. Atraído hasta aquí hace 30 años por un suministro de agua aparentemente inagotable, este agricultor de 55 años cultiva maíz en los campos que se extienden entre las ruinas de la Gran Muralla y las cenagosas aguas del río Amarillo. Shen contempla las verdes extensiones y se maravilla ante el poder del río: «Siempre he pensado que éste es el lugar más hermoso bajo el cielo». Pero este paraíso terrenal está desapareciendo deprisa. La proliferación de fábricas, granjas y ciudades, resultado del espectacular auge económico de China, está secando el río Amarillo, y la poca agua que queda se está volviendo tóxica. Desde el margen de un canal de riego, Shen señala otro inverosímil destello de color: vertidos químicos rojo sangre que manan de un desagüe, tiñendo el agua de un encendido color púrpura
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