En lo más profundo del Pirineo aragonés late una historia marcada por la desilusión y el desencanto. Es la historia aún inacabada de la estación de Canfranc, un edificio modernista que se inauguró en 1928 con pretensiones internacionales y que hoy sólo acoge a un tren cansado procedente de Zaragoza. La amplitud de los andenes, la elegante arquitectura del conjunto y hasta el paisaje de cumbres afiladas que rodean la localidad permiten intuir fácilmente un pasado de viajeros distinguidos con destino a Europa, con baúles repartidos bajo los ventanales de época, voces en distintos idiomas, tertulias de damas elegantes y locomotoras enormes y humeantes. Es la estación que habrá imaginado cualquier lector de Thomas Mann. Sin embargo, no hubo tal pasado. Canfranc es, en el fondo, el relato de un fracaso. Su presencia sigue alimentando hoy la nostalgia, pero es la nostalgia de algo que ni siquiera existió.
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