Pocos casos existen en la literatura -y no sólo en la española- tan precisos y meditados como el del jesuita aragonés Baltasar Gracián y Morales (Belmonte de Calatayud -hoy de Gracián-, 1601-Tarazona, 1658), cuyas obras configuran todo un proyecto de escritura pensado y perfectamente medido de antemano; un proyecto nunca acabado, pero diseñado desde sus primeras obras y constantemente corregido. No son muchas las obras que dejó escritas: apenas siete, de las cuales tres son pequeños tratados y dos, verdaderos laberintos. Literariamente, habría que considerar sobre todo sólo una de ellas -una novela alegórica, cuyo marbete quedaría corto, El Criticón, publicada en tres partes en los años 1651, 1653 y 1658 -, aunque otra tenga mucha relación con la literatura de su tiempo -Arte de ingenio, 1642, se convirtió en su segunda redacción en Agudeza y arte de ingenio, 1648-, obra en la que centraremos estas líneas. Sin embargo, toda su obra, por su estilo, supone una de las cumbres de la prosa del siglo XVII.
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