En 1964, en Montevideo, Ramón J. Sender ponía el final de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre1 con estas palabras: «Ahora, cuatro siglos después, cuando en las noches se levantan de las llanuras y pantanos de Barquisimeto, Valencia y lugares de la costa de Burburata, fuegos de luz fosfórica que vagan y se agitan a los caprichos del viento, los campesinos cuentan a sus hijos que allí está el alma errante de Lope de Aguirre el Peregrino que no encuentra dicha ni reposo en el mundo»
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