En la primavera del año 714 los musulmanes, que tres años antes habían desembarcado en Gibraltar y acabado de un plumazo con el ejército visigodo, llegaron al valle del Ebro. Los tres únicos centros que tras la caída del imperio Romano de occidente habían mantenido una cierta vida urbana gracias a su condición de sedes episcopales, Zaragoza, Huesca y Tarazona, se entregaron a los nuevos señores sin la menor resistencia. Anquilosadas por las crisis políticas, económicas y sociales que asolaron occidente entre los siglos III y VIII, las escasas urbes que había sobrevivido a la desaparición del imperio Romano y a las invasiones se debatían en una lánguida agonía en la que sólo las más importantes, Zaragoza entre ellas, merecían el apelativo de ciudades.
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