Se llamaba Digit y nos había dejado. El cuerpo mutilado, con la cabeza y las manos cortadas como macabros trofeos, yacía inerte en el sotobosque como un saco ensangrentado. Ian Redmond y un rastreador nativo se llevaron la dolorosa sorpresa al toparse con el cuerpo destrozado al final de una fila de trampas para antílopes colocadas por cazadores furtivos. Aturdido por el pesar y por el horror, Ian intentó serenarse y fue en mi busca a través del bosque. Era un excelente estudiante de doctorado que compartía conmigo el propósito de combinar la investigación con la protección del gorila de montaña, que yo estudiaba desde mi campamento base en los montes Virunga de Ruanda, en el centro de África. Para mí, esa muerte fue probablemente el suceso más triste de todos los años en que compartí la vida cotidiana de los gorilas de montaña, reducidos ahora a tan sólo unos 220 ejemplares, la mitad de los que había hace apenas 20 años. Entre los gorilas habituados a mi presencia, Digit era uno de mis favoritos. De hecho, no me avergonzaba referirme a él como «mi amado Digit».
© 2001-2024 Fundación Dialnet · Todos los derechos reservados