Los guardias reales, ligeramente encorvados, iban tocados con salacots. Permanecían de pie con la vista baja, por lo que sus rostros desaparecían bajo las alas de los sombreros. Uno movía una bota, barriendo la grava del suelo, como si debajo pudiera haber alguna explicación oculta. «Lo siento ¿dijo¿, quizá tarde un poco.» Esa misma mañana, el príncipe heredero de Tonga me había mandado recado de que me concedía una audiencia. Ahora el sol estaba alto en el cielo y todos sudábamos en el real camino de acceso, carraspeando de vez en cuando y haciendo crujir la grava bajo nuestros pies. La mansión del príncipe está en lo alto de una colina que domina gran parte del reino. La suya es la última monarquía auténtica del Pacífico, y una de las últimas del mundo. Unas semanas antes, en verano, el amado y anciano rey había ingresado en un hospital de Nueva Zelanda. Ahora, su nada amado hijo, el príncipe, se preparaba para acceder al trono. El príncipe Tupouto¿a podría vivir en el palacio real junto al mar, pero prefiere su enorme reducto de la colina, un edificio al que los tonganos llaman «la villa». Se trata de una construcción neoclásica, con columnas de mármol y un estanque donde el príncipe juega a veces con barcos en miniatura.
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