En algún momento entre 2003 y 2004, el mundo dejó de preguntarse si China se había convertido o no una gran potencia; abiertamente se le empezó a tratar como tal. Se asumió que la República Popular no era sólo un gigante demográfico cuya economía llevaba dos décadas y media creciendo a un alto ritmo sostenido. Ya no podía obviarse por más tiempo que ese crecimiento tenía unas implicaciones internacionales. El extraordinario grado de apertura de su economía al exterior y la adhesión a la Organización Mundial de Comercio aceleraron la integración de China en la economía global y le dieron en 2004 el cuarto mayor PIB del planeta (convertido ya en el tercero en 2007).
El impacto global del ascenso chino no es, sin embargo, sólo económico. Por las mismas fechas Pekín ejercía un activismo diplomático desconocido hasta entonces que revelaba su decisión de ejercer una mayor influencia política. De Sudán a Irán, de América Latina a Corea del Norte, China se ha convertido en un actor con el que ya no se puede dejar de contar. Esa creciente proyección política se ve reforzada asimismo por la mejora de las capacidades militares chinas, cuya finalidad inquieta tanto a sus vecinos como a Estados Unidos. Por lo demás, en su nueva estrategia internacional Pekín tampoco ha olvidado la dimensión cultural y de ¿soft power¿, demostrando un buen conocimiento de las fuerzas globales.
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