La agenda pública de la Argentina se encuentra desbordada por una serie de cuestiones que vienen acumulándose en forma más o menos lenta, pero ciertamente sin pausa, desde hace algunos años. Desempleo, recesión, integración regional, educación, crisis social –entre tantos otros problemas públicos– tienen un espacio ganado en la agenda pública. No obstante, en los últimos años, y más precisamente durante la segunda mitad de los noventa, una cuestión novedosa fue apareciendo en el primer nivel de la atención pública: la seguridad. En efecto, en un país donde los estándares de seguridad eran similares o aun mejores al de muchas sociedades europeas, la inseguridad como problema público que reclame una política específica por parte del Estado para resolverlo era algo ajeno y hasta desconocido. En el pasado reciente, la violencia y el desorden público tenían que ver más con cuestiones políticas, y menos con fenómenos criminales. Ello explica en buena medida que el diseño de la intervención estatal en la materia –tributario del modelo europeo– tenga un sesgo en ese sentido: la seguridad como producto del control sobre la población y de la represión de los agentes perturbadores del orden público. No en balde el ministro político –Ministro del Interior– era la instancia de conducción política de dicha intervención. El modelo de intervención en seguridad derivaba del esquema de relación Estado-Sociedad que primó hasta entonces.
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