Abunda hoy el viajante de medio pelo, y circuito enlatado, con la firme convicción de acumular conocimiento por el hecho de que traslada sus kilos de una frontera a otra (y no hace falta ser un turista recalcitrante: en este mismo viaje, un marino orgulloso me aseguró ¿¡tres veces!¿ que él era ¿muy culto¿, porque había pasado la vida navegando¿). A ese tipo de viajante le será dicho que Tailandia es una democracia consolidada, monarquía constitucional de hecho (¿nunca más divina¿); que es el país de la tolerancia, y que la suya ¿la budista, la que practica el 95% de los tais¿ es la religión más antigua y popular del mundo. El viajante, de partida, asentirá a todo, y después ¿si acaso ya en el lugar de origen¿aplicará el discernimiento en rápidas conversaciones bajo la autoridad del ¿yo estuve allí¿. Con ese mismo argumento los interlocutores del país que se visita son irrebatibles: ¿Ellos están allí¿. Eso, unido a una ignorancia grande acerca de lo propio, lleva a pasar por alto algunos detalles: que esa democracia probablemente no pueda ni llevar tal nombre, que la tolerancia tiene apartados tan negros como la inexorable pena de muerte, y que la religión presenta pocas ¿quizá ninguna¿ de las semejanzas con el cristianismo que el avezado viajante detecta tan f ácilmente. Qué te voy a contar yo a estas alturas. Ya sabes lo del último golpe de estado; y te puedes imaginar que, a pesar de esa infinita sonrisa y tolerancia (¡sawasdee!), allí tampoco se permite fumar en ningún sitio¿; acerca del budismo (y de la comunicación), ahí van algunas reflexiones.
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