La vida humana está atravesada por prácticas de evaluación que, con distintos fines y modalidades, nos acompañan a lo largo de toda nuestra existencia. Evaluamos y somos evaluados.
La batería de rutinas de evaluación instituyó unas relaciones entre profesores y alumnos caracterizadas por la inautenticidad, el temor y el ocultamiento. En el binomio aprender/ acreditar, la preocupación se centró en este último concepto. La calificación fue el centro sobre el que giró la actividad del profesor y la preocupación del alumno.
Por sobre todo, el estudiante debió demostrar que sabía.
Paradójicamente las prácticas de evaluación, centradas en el acierto del producto final, condujeron a un ocultamiento de los procesos de aprendizaje que dejaban al desnudo el no saber, convirtiendo a los alumnos en expertos ocultadores. Tanto se castigó el error con la calificación, que el alumno terminó por ocultar sus dificultades.
La lógica de esta conducta radica en que exponer la ignorancia no lo ha ayudado hasta ahora, y es razonable que desconfíe de la ayuda que el profesor le ofrece.
Las relaciones entre profesores y alumnos quedaron transidas de inautenticidad. Tal vez en ninguna otra época como en la actual, los seres humanos hayan estado tan expuestos a la comunicación ficticia que parece real. Producciones mediáticas como los reality show, o los chat en Internet crean una pseudo comunicación, en la cual absolutamente todo puede decirse, dejando fuera la identidad y, consecuentemente, el compromiso de quien dice, condición esencial de los actos de habla.
En la búsqueda de la buena enseñanza serán fundamentales los esfuerzos por romper el círculo de ocultamiento e inautenticidad reinante en el aula, propiciando relaciones más humanas, en las que preguntar no sea un riesgo y aprender del error sea válido y deseable.
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