Desde el fatídico 11-S muchas de las democracias de más solera se han lanzado a una guerra preventiva contra el terrorismo y las tiranías, contra los regímenes del terror. El equilibrio entre la seguridad y la libertad, imprescindible para mantener la paz y la democracia, se hace cada vez más precario por la búsqueda, a toda costa, del orden total. El vocabulario se llena de conceptos grandilocuentes y totalizadores: justicia infinita, paz perpetua, tolerancia cero, eje del mal, etc. Sin embargo, las instituciones creadas tras la segunda guerra mundial para conseguir la paz mundial ceden su protagonismo a la arrogancia de las superpotencias y su deseo de imponer normas que ellos mismos eluden al resto de la humanidad. Muchos de los defensores de la guerra preventiva se llaman liberales, y valoran la violencia a la que nos arrojan como un mal menor en el camino de la paz perpetua. Fundamentan una parte de sus argumentos en Kant y su ética del deber, en un concepto de la política básicamente providencialista al que arrojan la paz del presente por el anhelo de una paz que nunca llega y que cada vez se hace más distante, por el cementerio de una guerra permanente.
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