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Resumen de Algo supuestamente aburrido que nunca dejaré de hacer.

Tatiana Escobar

  • No es de extrañar que la fotografía artística haya encontrado en el arte de viajar una fuente inagotable de inspiración. Lugares remotos, grandes urbes, atracciones turísticas, prácticas, costumbres y personas luciendo tejidos hawaianos en las más descabelladas situaciones forman parte de este nutrido repertorio de motivos. Y es que fotografía y viaje comparten una misma obsesión: la seducción de la imagen, el deseo del ojo, el afán de perseguir y registrar epifanías. Cuando viajo, me gusta sentir ese bombardeo sensorial que afina la percepción: cuando veo una mariposa que me recuerda a alguien, cuando me parece oír que un pájaro desafina en la rama, cuando me pierdo en los olores de un mercado popular, cuando prefiero comer que visitar monumentos o me sorprendo acariciando un papel tapiz, me dejo llevar por un remolino de estímulos capaz de darle sentido a cuanto percibo y que, a la larga, hace que viajar sea como vivirlo todo por primera vez y a la vez estar ausentes, jugando al forastero invisible. Convertirnos súbitamente en extraños, experimentar con el espacio y recobrar la sensibilidad del movimiento puede ser una experiencia transformadora, en la medida en que todos nuestros recursos, limitaciones y prejuicios se ven constantemente amenazados, burlados o en entredicho.

    Para mí el mayor placer de viajar es esa sensación de mariposeo en el estómago que precede al hallazgo y al encuentro, la indescriptible alegría que me depara estar fuera de contexto, presa de la sorpresa, la admiración y el desconcierto, da igual si ocurre frente a un vendedor de encendedores con motivos eróticos en el aeropuerto de Panamá o en un pintoresco bar de Hossegor donde hasta Britney Spears canta en francés, cada una de las estampas que voy encontrando a mi paso me propone o revela un nuevo enigma en el registro de lo humano. Como dice el mismo Theroux en Las columnas de Hércules: ¿Cuando esta sensación no existía y todo era previsible, me daban ganas de irme a casa¿. Más que la diversidad de los paisajes encontrados, es su particular modo de percibir lo que define al viajero y lo que hace posible que, con los años, viajar nos dé un ojo para contemplar el mundo. Cuando Julio Verne nos presenta a Phileas Fogg, el intrépido protagonista de La vuelta al mundo en 80 días, lo describe así: ¿...casi siempre sus palabras parecían haber sido inspiradas por el don de una profunda mirada... el hombre habría debido viajar por todas partes, mentalmente cuando menos.¿ Tal y como apunta Verne, no es imperativo recorrer largas distancias ni acumular cuantos sellos sea posible en el pasaporte. El camino que conduce de Williamsburg al aeropuerto JFK de Nueva York puede ser más enriquecedor que una aventura en Tokio o que la estadía en un hotelito coquetísimo de Playa Waikiki.

    Dominicana, en una playa privada de Zanzíbar o acampando en el parque del barrio, la exclusividad está en el que mira, en saber que esa Luna, ese olor a tierra, esa campanada a medianoche y esa hoja cayendo y mecida por el viento son sólo suyas y dejarán de existir cuando ya no las vea. Jugar a descifrar el mundo mientras viajamos es aprender a estar entre los otros, un progresivo ejercicio para convertirnos en sensibles actores y espectadores, capaces de devolverle la humanidad que, cada verano, pierden los destinos más recónditos del planeta. El viaje es, pues, un doble aprendizaje, que empieza con el entorno y acaba con uno mismo, como bien saben los habitantes de las grandes capitales del mundo y los miembros de las tribus más lejanas: todos somos postales potenciales. En el camino, nos volvemos conscientes del lugar que ocupamos y de hasta qué punto son heredadas nuestras limitaciones. Por eso el acto de viajar es un acto de coraje, no sólo porque el cuerpo debe estar dispuesto a tolerar los esfuerzos del desplazamiento sino porque el alma debe abrirse a la transformación. Aunque parezca un poco romántico y trasnochado, el viaje visto no como fuga, sino como aprendizaje, es el clímax de las capacidades exploratorias del hombre. Como dice el viajero holandés Cees Nooteboom: ¿Quien huye de la realidad es el que se queda en casa sometido a la rutina de la vida diaria porque no puede soportar la amarga sabiduría que proporciona el viaje¿. Por amarga que sea, el buen viajero vuelve ¿más vacío... pero con palabras¿. (¿)


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