Si el agua fuese considerada como un bien económico, es decir, como una mercancía que se negociara libremente, bastaría con erigir mercados de ese líquido cuyos consecuentes precios racionalizaran su uso y adjudicaran su disponibilidad. Solís pasa revista a la experiencia internacional a fin de conocer de qué manera se ha encarado esa cuestión en otras latitudes para de ahí extraer inferencias para el caso mexicano.
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