Vicente Manuel Zapata Hernández
La memoria comienza a flaquear, puesto que el tiempo transcurrido va desfigurando la intensa experiencia compartida. Ya han pasado cuatro años desde el inicio de la erupción del volcán Tajogaite en las estribaciones de la Cumbre Vieja palmera, también de la amplísima movilización social que provocó la catástrofe, tanto de las personas que acudieron a socorrer la emergencia, como de las más directamente afectadas. Las que, pese a la excepcionalidad de la situación compartida, se involucraron en las dinámicas de trabajo que pretendieron incentivar su imprescindible participación en los distintos procesos de recomposición que se impulsaron, tal y como recomienda la literatura internacional relativa a la recuperación de desastres (PNUD, 2011; Curato, 2018; Osario et al., 2021). Se habla a menudo del volcán y de sus terribles repercusiones, pero poco se recuerda del proceso participativo que facilitó la interlocución entre los diferentes actores intervinientes (Zapata y Del Rosario, 2023).
Proceso inédito, dado que, si algo ha puesto de manifiesto el evento volcánico que ha trastocado la normalidad insular, es la ausencia de una robusta estructura participativa en La Palma que vaya más allá de cuestiones específicas o locales. No existe una arraigada cultura de la participación social y menos aún con mirada comunitaria, aquélla que pretende conjugar la acción institucional con las esferas técnico-profesional y ciudadana. Cuesta encontrar espacios de participación consolidados en los que no haya una estructuración jerarquizada, donde no continúe interponiéndose una separación, más o menos clara, entre las personas que tienen la responsabilidad de gobernar y las que han delegado dicha responsabilidad. La paradoja es que cuando se promueven, parecen funcionar, sobre todo sí contribuyen a la mejora de las circunstancias de las personas que intervienen.
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