Las pandemias (como la peste bubónica y la gripe española) y las situaciones de coyuntura (como la gran depresión económica de 1929 y las guerras mundiales), han existido a lo largo de la historia de la humanidad (Rapoport, 2020; Snowden, 2019). A finales de 2019 se detectaron una serie de casos de un padecimiento que resultó ser una nueva enfermedad, altamente contagiosa y mortal. Así, nos encontramos de nueva cuenta como especie, frente a un evento complejo que significó un rompimiento con la normalidad en la mayoría de los ámbitos de la estructura social y originando una diversidad de respuestas para evitar la propagación de la enfermedad. A partir de marzo del 2020, y ante la declaración de una pandemia mundial causada por la enfermedad del COVID-19, los países adoptaron una serie de medidas para evitar la propagación de la enfermedad y mitigar los efectos entre la población. De las principales medidas implementadas, destacó la suspensión de clases presenciales en la totalidad de los diversos niveles de los sistemas educativos. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura [UNESCO], 2020), los sistemas educativos de la región concentraron las estrategias en “… tres campos de acción principales: el despliegue de modalidades de aprendizaje a distancia, mediante la utilización de una diversidad de formatos y plataformas (con o sin uso de tecnología); el apoyo y la movilización del personal y las comunidades educativas, y la atención a la salud y el bienestar integral de las y los estudiantes.”( UNESCO, 2020).
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