Marraquech, la puerta del gran sur marroquí

El clima, la hospitalidad, los hoteles de lujo o los pintorescos zocos han convertido a esta ciudad marroquí, la perla del sur que aparece eterna e imponente como las nieves del Atlas, en uno de los destinos favoritos del turismo internacional.

Marraquech, la medina del Atlas
Marraquech, la medina del Atlas

Marraquech, la puerta del gran sur marroquí, es una urbe mítica para los viajeros. A su condición de ciudad imperial une su privilegiada situación cerca de las nevadas estribaciones del Alto Atlas. Al margen de su historia, sus monumentos y ruinas, Marraquech es una ciudad viva, un hormiguero de gentes que deambulan por el laberinto de la medina, y que se reúnen al atardecer en la famosa plaza Djema el Fna, su centro neurálgico.

Djema el Fna, la plaza donde antaño se ejecutaban las penas de muerte, concentra en sí misma todos los Marraquech posibles. De día levanta un decorado para el turista: ahí están los monos amaestrados, los acróbatas, las videntes, los encantadores de serpientes, los cuentacuentos... De noche, sin embargo, se desnuda y se muestra como un punto de encuentro donde abundan los restaurantes móviles y los puestos de venta de caracoles o frutas.

Algo importante a tener en cuenta para conocer a fondo Marraquech es nuestra vestimenta: habrá que llevar ropa cómoda y fresca, calzado adecuado para las largas caminatas y una gorra para protegerse del cálido sol. En Marraquech, sin embargo, muchos de los hombres visten las típicas chilabas, largas vestiduras que les llegan hasta los tobillos, con unos turbantes de lana que hacen resaltar sus oscuras teces. Las mujeres visten caftanes corrientes que acentúan la elegancia de sus andares, y muchas de ellas se protegen con el velo. Por todas partes pueden observarse animadas escenas sacadas de Las mil y una noches en Marraquech, una ciudad que fue convertida en capital del imperio por los fieros caballeros del desierto.

En el siglo XI, los almorávides bajaron con sus rebaños desde los riscos del Atlas hasta las llanuras de pan del Magreb y del Andalus. Así nació, en su abanico de palmeras, la fortaleza de Marraquech. Los señores feudales del sur jugaron al amor y la guerra en sus jardines, construyeron sus palacios de agua y mármol, rezaron las cinco oraciones en sus olivares... Los almohades, pastores de las montañas, contemplaban con recelo aquella vida refinada, de placer y ocio. Y, alentados por Ibn Tourmert, saquearon aquellos palacios y convirtieron Marraquech en una urbe monacal, de mercado y de piedra, de estudio y de plegaria. Fueron éstos quienes construyeron nuevos palacios, majestuosas arquitecturas de espacio vacío, jardines abiertos, minaretes y giraldas de una geométrica elegancia. Hoy, Marraquech sigue destacando por sus espacios abiertos, por sus jardines, por sus murallas de barro...

Los santos y sultanes que fundaron la ciudad tenían el corazón apasionado y la mente lúcida. Eligieron esta frontera del Atlas nevado, en una encrucijada que comunica las orillas del desierto con las llanuras atlánticas, porque las horas invernales de luz son más largas en la latitud de Marraquech; mientras que los ardientes días de verano son más cortos. Pero la luminosa primavera es la estación divina de Marraquech, una ciudad de grandiosas perspectivas y de ordenado conjunto urbano. La mayor parte de la población vive hacinada en el laberinto de la medina, un espacio delimitado por 12 kilómetros de muralla, con más de 200 torres y diez puertas monumentales, que tiene su centro histórico en la mezquita de Ben Youssef y su plaza mayor en Djema el Fna. En el interior de este recinto amurallado se encuentra la mezquita, la escuela coránica, el molino, los hornos de pan, los baños y el zoco, con sus pintorescas callejas.

Marraquech tiene un amanecer fascinante. Al despuntar el alba, la ciudad despierta alegre y atareada. Las misteriosas mujeres surgen por las esquina del zoco envueltas en sus albornoces azules; algunas llevan un niño atado a su espalda; otras cargan sus alfombras para venderlas en el mercado. Los hombres -arropados en sus chilabas- se dirigen al trabajo. Las tiendas se abren, los puestos de fritura humean, las motocicletas atruenan la paz de la plegaria... La medina despierta. Una riada de personas penetra entonces por las mil calles del zoco. Desde Djema el Fna, unos se dirigen hacia los bazares, deteniéndose en los puestos donde venden limones, aceitunas y las hojas perfumadas de hierbabuena. Otros corren hacia el zoco de los alfareros, donde se exponen algunos curiosos objetos. Los barberos atienden, en plena calle, a sus clientes, chirrían las sierras de los ebanistas, cantan los martillos en las fraguas, vibran monótonas las máquinas de coser...

Los zocos de Marraquech son los mejor provistos de Marruecos. Rebuscando un poco se pueden hacer las compras más impresionantes y encontrar todo lo que se busca: chilabas, espejos con marco de cobre repujado, puñales con forro preciosamente cincelado, pipas, bordados, bandejas, mantas, alfombras, babuchas, joyas... Hay que practicar el arte cortés, pero firme, del regateo, tomarse su tiempo... Todos los oficios se dan cita allí: hojalateros, herreros, tejedores, curtidores. Los tintoreros suspenden las lanas multicolores bajo las cañas que tamizan la luz. El calor sería insoportable si no fuera por las rejillas de madera colgadas entre los techos de las casas, que proporcionan oasis de sombra. Las franjas de oscuridad se alternan con barras de una luz cegadora, en cuyo interior las motas de polvo se mueven lenta y caóticamente.

El zoco es un laberinto interminable donde siempre conviene ir acompañado por un guía o por alguno de esos simpáticos muchachos que, dicen, hablan todos los idiomas y se ofrecen, a cambio de una propina, a guiar al turista. Como contrapartida, el viajero debe aceptar que el guía le conduzca a un bazar o a una tienda de alfombras donde el lazarillo se gana sus comisiones. Si el establecimiento no está invadido de turistas, merece la pena soportar el discurso del vendedor que mostrará sus mejores piezas.

En Marraquech hay más de 300 mezquitas repartidas por la ciudad. La mayoría, sin embargo, no tiene gran valor artístico, pero el histórico templo de Ben Youseff, mil veces restaurado, conserva su barroca decoración interior.La mezquita de la Koutoubia, construida en el siglo XII por los almohades, es más sencilla. Su minarete se levanta entre las palmeras y los cipreses, como un delirio vertical de esta ciudad de grandes horizontes.

Al recorrido monumental hay que añadir el mausoleo de los sultanes saadíes, los sepulcros de una dinastía que dominó en Marruecos entre 1554 y 1669 y que fue derrotada por la dinastía de los alauitas, que ha conservado el poder hasta el día de hoy; la madrasa de Ben Youssef, escuela coránica construida en el siglo XIV por la dinastía de los benimerines; el Palacio Imperial; los melancólicos restos de El-Badi, que fue el más bello palacio árabe del siglo XVI, una sucesión continua de habitaciones y patios reales, fresca penumbra y luminosidad deslumbrante; y el palacio Bahia, levantado a finales del XIX por el gran visir, un esclavo que gobernó la ciudad con extrema crueldad.

Pero Marraquech es también una ciudad de grandiosos jardines. El más hermoso es el de la Menara, un espacio que fue creado a lo largo del siglo XII para regar la gran cantidad de olivos que aún hoy pueden contemplarse en esta zona. Precisamente en este jardín es fácil toparse durante los días festivos con grupos de jóvenes improvisando la más reconocible tradición de Marraquech: dacca marracxía, canciones y piezas musicales con doble sentido que se acompañan con bailes y palmeos.

Otro jardin que no tiene desperdicio se encuentra en Guéliz, la ciudad nueva creada bajo el protectorado francés. Una pequeña joya en este barrio es el jardín Majorelle, un encantador rincón poblado de palmeras y cocoteros ideado en los años 20 por el pintor francés Jacques Majorelle; su estudio -pintado en azul vivo- alberga un pequeño museo de arte islámico y algunos grabados del pintor.

Antes de que el sol se ponga sobre la ciudad, antes de que se oiga la voz del muecín llamado a la oración, hay que regresar a Djema el Fna. Esta plaza constituye el mayor teatro del mundo. No uno, sino varios encantadores de serpientes y sus dóciles cobras se exhiben sobre pequeñas alfombras colocadas en el suelo; los cantadores ambulantes, que recitan sus historias con una gran intensidad dramática, están rodeados por una multitud de oyentes atentos y participativos; también hay un dentista que hace propaganda de sus habilidades exhibiendo todos los aperos de su oficio y una bandeja llena de dientes.

En cada esquina hay algo que atrae la atención: unos acróbatas construyendo una pirámide de cuerpos humanos, unos bailarines saltando y revoloteando, unos monos amaestrados trepando sobre la espalda de los paseantes. Mil arroyuelos de música árabe brotan de diversos corrillos y cada uno de los músicos que los emiten, completamente absorto en sí mismo, no se preocupa lo más mínimo del competidor, que hace lo mismo que él a pocos metros.

La noche cae en la ciudad. El humo de las frituras invade la plaza Djema el Fna. El espectáculo continúa. Marraquech tiene todas las seducciones imaginables.

Síguele la pista

  • Lo último