Regreso al santuario de Biarritz, por Carlos Carnicero

El asentamiento de tanto buen gusto permite en Biarritz esa mixtura deliciosa entre la nostalgia y el deseo.

Regreso al santuario de Biarritz, por Carlos Carnicero
Regreso al santuario de Biarritz, por Carlos Carnicero / Ximena Maier

Todo cambia al traspasar la muga, la ya inexistente frontera que separa Euskadi del País Vasco francés. Esa línea tenía un carácter mágico en los últimos años del franquismo. Puerta y ventana de libertad, en un sentido tan amplio que permitía comprar Le Monde, ver El último tango en París y reunirse con la oposición al franquismo. Sigue en pie la librería que se sitúa delante del Casino, a donde acudía yo a comprar Le Monde y a rebuscar libros prohibidos en aquella España del franquismo. Otras han desaparecido, como la de mi amigo Fermín Elizari, carnicero navarro que sustituyó las chuletas por los libros cuando tuvo que huir de España.

Muchas cosas permanecen en Biarritz, pero sobre todo el carácter de ciudad burguesa, balneario de gente tranquila, agitada sin sobresaltos por los fanáticos del Surf. Palacito era entonces y es ahora, remozado con tintes modernos, el hotel de paso para esperar una entrevista secreta. El hotel Plaza, más exquisito sin pretender en absoluto dar sobra al hotel por excelencia, Le Palais; hay que rebuscar para encontrar diferencias en el tiempo transcurrido. La ciudad y su entorno conservan el glamour de aquella época y la renovación de la ciudad ha sido sosegada, respetando el entorno y el urbanismo.

La rue Gambetta es el eje desde donde se aborda la ciudad, pendiente siempre del Mar Cantábrico y de la playa omnipresente. Subiendo la pequeña loma que conduce esta calle hacia la salida de la ciudad está Les Halles de Biarritz, una joyería de pescados, frutas, carnes y embutidos. Las merluzas reposan con cariño en el mostrador, como si fueran una colección de Cartier. En esta iglesia del abastecimiento, cada producto es tratado como si fuera el último ejemplar de su especie.

Biarritz duerme temprano, como buena ciudad francesa. Las gentes son amables, elegantes y discretas. Las viejas pastelerías y las tiendas de diseño no han sido desplazadas por entidades financieras. Y el asentamiento de tanto buen gusto permite esa mixtura deliciosa entre la nostalgia y el deseo. Todo lo que fue, permanece. Y las innovaciones se han establecido pidiendo permiso a la ciudad para no desarticular su naturaleza.

Ahora los templetes vascos del placer están a tiro de piedra por la autopista, de tal forma que la mejor gastronomía vasca está al alcance de la mano. Visitar San Juan de Luz y Hondarribia, al otro lado de la muga inexistente, es un buen preludio para acudir a Zuberoa, una estrella Michelin que merecería ser tres.

Hilario Arbelaitz gobierna los fogones desde la conciencia de que la materia prima no debe ser escondida en recetas sofisticadas. Quizá su respeto por el producto y su empeño en manejar las viejas recetas de abuela con las evoluciones que las mejoran sea la clave de mi preferencia por el trato de este cocinero memorable y de su hermano Eusebio, que gobierna la sala. Volver a Biarritz después de esta visita resulta ser el acomodo de los sentidos para estabilizar la experiencia.

Soy polígamo de residencias imposibles. Tengo rincones donde desearía hacerme viejo si lo logro. En mi obsesión por tener varias vidas simultáneas, no decido una ubicación de preferencia. Asomarme al Cantábrico desde un pequeño rincón, al abrigo de las lluvias que son el precio de este paisaje delicioso, es un sueño que no es posible solo porque mi bolsillo no lo permite. Biarritz es mi santuario, encorvado entre nostalgias que no abruman y deseos que se disparan. No perdamos la esperanza.

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