"España", marca revalorizada por Carlos Carnicero

Carlos Carnicero
Carlos Carnicero

La sorpresa no forma parte del equipaje: el turista quiere conocer con detalle lo que va a encontrar en su destino. Explorar es sólo un ejercicio de simulación, un enigma enlatado con etiquetas precisas. El marketing y la propaganda construyen una realidad a medida de los viajeros para que se acomode a lo que pretenden, sin invertir la regla mediante la sorpresa. Los reclamos no son de naturaleza misteriosa. Las modas de los destinos se rigen por parámetros parecidos a los de la ropa o los automóviles. La uniformidad se impone en lo que se conoce.

Hubo un tiempo en que las Exposiciones Universales eran un señuelo eficaz, casi el único. Se viajaba para conocer los inventos y las novedades que tardarían años en llegar a los lugares de residencia de los visitantes.

Ocurrió con las exposiciones de Barcelona, París y Sevilla (Iberoamericana) a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El anzuelo continúa, pero en Shanghai se espera que los visitantes acudan por la atracción del diseño de los arquitectos más que por los objetos expuestos. Todo se puede conocer por Internet y ya no tendrían sentido las grandes exposiciones si pretendieran la presentación de ensoñaciones; lo real, lo que queda, es la utilidad que puedan tener los edificios si son inteligentemente delineados porque modificarán y enriquecerán las ciudades.

Muchos turistas noveles no quieren sorpresas. Afirman siempre que "como en casa no se está en ningún sitio"; en ocasiones, el objetivo verdadero del viaje es poder contar que se ha hecho. Viví algunos años en Madrid encima de un acreditado restaurante japonés, en una calle trasera de la Gran Vía. No salía de mi asombro cuando cada noche por lo menos un autobús depositaba a una comitiva de turistas japoneses para satisfacer sus sabores habituales. Los norteamericanos quieren un hotel gemelo al de sus ciudades y visitan las cadenas de hamburguesas con la carne procesada según unos protocolos estrictos para que sean iguales en todo el mundo.

Hay una tradición nórdica, dentro de los países europeos, que me produce mucho respeto. Un sueco, un finlandés o un noruego elegirán cuidadosamente un producto artesanal como regalo a quienes tienen estima. Merece la pena el comercio de las ciudades del norte de Europa por su amor a la diferencia y su respeto a la creatividad.

España ha conocido los impulsos de la publicidad apoyada en acontecimientos de masas. En los tiempos modernos, además del efímero resultado del Mundial de Fútbol de 1982, lo más sobresaliente sin duda fue la confluencia de los Juegos Olímpicos, la Exposición Universal de Sevilla y el V Centenario del Descubrimiento. El 92 fue un aldabonazo al mundo sobre el esfuerzo de modernización que estaba desarrollando España. Y sus resultados en el incremento de un turismo que no busca sólo sol y playa -con todo respeto para este renglón de la economía- fue definitivo.

Ahora, la Copa del Mundo de fútbol ha catapultado una imagen de España con una fuerza que ninguna campaña de publicidad lo podría hacer. Pero, más que la victoria, lo interesante ha sido la imagen de calidad ligada a la marca España: 23 jóvenes jugadores excepcionales y un entrenador extraordinariamente prudente han dado una imagen de trabajo bien hecho, de búsqueda de la excelencia y de la cohesión en equipo, en donde el juego limpio y el conjunto era mucho más fuerte que la suma de las individualidades. A partir de ahora, el reto consistirá en que la realidad se acomode al reclamo que se ha producido. Y esto obliga a revisar todos los parámetros de calidad de nuestra industria turística, con todos sus déficit. Porque el que venga al calor del éxito en la Copa del Mundo esperará que le sirvan el café con leche con la misma exquisitez y dedicación con la que Andrés Iniesta marcó el gol de la victoria.

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