El rey marabú por Luis Pancorbo

Hoy lo más visible en las ruinas de Cartago es una estatua de San Luis, rey de Francia, con su melenita y su aire risueño.

Luis Pancorbo

Luis Pancorbo.

Basta que haga sol, y no suele fallar, y el golfo de Túnez es un juego de blancos y azules en olas, casas y cielos, un señor paisaje. Por si fuera poco, pisas las ruinas de Cartago y se pone en marcha otro tipo de tiempo, el que se mete entre los pliegues de las eras. Siempre es mejor lo que no se ve a simple vista. Las ruinas cartaginesas han dejado su hueco a las columnas rotas de Roma. Mientras la catedral de San Luis, desconsagrada en el año 1956, es un gran pastel de color crema que simboliza cuanto no ha arraigado en Cartago, que es casi todo.

Lunas blancas y azules que pasan, y más en el mes de los difuntos. En los antiguos colegios españoles se dividía a los alumnos en romanos y cartagineses. Aníbal tenía admiradores, lo mismo que Escipión. Ni palabra en cambio de un personaje como Luis IX, rey de Francia, que murió de disentería en Túnez cuando iba a la última Cruzada. En tiempos del monarca Louis-Philippe I se erigió en Cartago una Capilla de San Luis sobre los restos de un templo de Esculapio. Hoy lo más visible en la colina Byrsa, el cogollo de las ruinas de Cartago, resulta ser una estatua del santo galo con su melenita y su aire suave y risueño de rey que se hace perdonar el alma guerrera.

En 1835 sir Granville Temple fue el primer viajero occidental en hacerse eco de la historia paralela de Cartago. Se resume en que San Luis, rey de Francia, se convirtió al final de sus días en Sidi Bou Said, el santón sufí que dio su nombre al bello pueblo al otro extremo del golfo de Túnez. Luis IX estaba harto del peso del poder y de la espada y alguien le ayudó a liberarse poniendo sus ropas a un moribundo que se le parecía. Así las cosas, el viejo cruzado, el que sería San Luis, no murió en 1270 sino que empezó una nueva vida: adoptó ropajes árabes, se convirtió al Islam, se casó con una princesa árabe y vivió sus últimos años como Sidi Bou Said, que significa "padre de la felicidad" (según otras versiones, viene de bou-sid, "padre de los leones"). La leyenda del renegado San Luis hizo fortuna, pues la recogieron 30 escritores viajeros occidentales entre los años 1833 y 1978. Todos ellos comentaron la irresistible conversión del rey francés, paladín de las Cruzadas, en Sidi Bou Said, un marabú sufí, uno que veía la vida en blanco y azul. Para rematar la leyenda, el rey marabú fue enterrado en la colina de El Manar, o el Faro, bajo la cúpula de un morabito, teniendo a su derecha la tumba de su amigo Sidi Drift y, a la izquierda, la de la princesa Chérifa, tal vez su amor. De los tres se contó que vivieron largo tiempo en buenas migas. "Son marabús extraordinariamente venerados", escribía Myriam Harry en 1906.

Lo cierto (o casi) es que en 1270 los restos del San Luis muerto en Cartago fueron divididos. Sus entrañas fueron a parar a la catedral de Monreale, en Sicilia, y huesos y corazón a la basílica Saint Denis de París. Con el tiempo y las guerras de religión sólo quedó un dedo del santo. Y otras reliquias hicieron el camino inverso, de Sicilia a la catedral de Cartago, y de ahí, tras la independencia de Túnez, otra vez a París (a la Sainte Chapelle, en la isla del Sena). Es lo que tienen los huesos santos, que no son los huesos dulces de esta época; éstos al menos tienen un final seguro.

Para postre, el santo marabú, de origen marroquí, llamado Abou Saïd Khalef at Tamini al Begi, y apodado Sidi Bou Said, murió en 1231, es decir, casi 40 años antes que el rey francés. No importa. En Cartago la docilidad del clima y el paisaje permite sueños ecuménicos, bondades como mazapanes. Un cuento amable trata de borrar la sangre, el conflicto, inventando el rey marabú. El que da su nombre a un pueblo blanco y azul, al otro lado del golfo de Túnez, donde por costumbre y ley no se puede pintar nada de otro color. Su belleza fue captada por Paul Klee y André Gide. Ahora es otro cantar. Una dama francesa, de piel alba y lozana a su edad, y con unos ojos celestes de los que han visto muchas jugarretas de la vida, triunfando a menudo sobre ellas, me decía impresionada por las masas turísticas que atiborran las callejuelas del pueblo: "Esto es una mezcla de Sacré Coeur y de Mont Sain Michel en hora punta".

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