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Resumen de La crisis de la Unión Monetaria Europea: causas institucionales

Emilio J. González

  • La crisis de la Unión Monetaria Europea tiene elementos institucionales explicativos propios que se relacionan con el hecho de que constituye un sistema federal incompleto que, a diferencia de los países constituidos como federaciones, le impide satisfacer algunos de los criterios organizativos básicos para el buen funcionamiento de una unión monetaria. De esta forma, mientras en las federaciones el Gobierno central tiene capacidad plena para la toma de decisiones en todo lo referente a crisis financieras, de deuda y bancarias, así como su prevención, en el caso de la Unión Europea no existe una institución o gobierno económico del euro con dicha capacidad, de la misma forma que tampoco hay un Tesoro europeo capaz de emitir y gestionar deuda pública a nivel comunitario, ni un presupuesto capaz de cumplir con las funciones propias del mismo, simplemente porque la UE carece de competencias en esos terrenos. Por ello, la primera respuesta de la Unión Europea a la crisis financiera internacional fue una respuesta descoordinada, de carácter nacional, hasta que, viendo que se ponía en peligro la estabilidad financiera del conjunto de la zona euro las autoridades comunitarias empezaron a promover respuestas coordinadas y conjuntas. Después, cuando la crisis se transformó en una crisis de la zona euro, que exigía respuestas conjuntas, ésta evidenció las limitaciones de una arquitectura institucional que carece de instituciones de gobierno económico propiamente dichas, más allá del Banco Central Europeo, y que obliga a tomar decisiones de forma coordinada y consensuada entre todos los estados miembros de la Unión Monetaria Europea, lo cual, por lo que ha demostrado la experiencia, es un método lento y poco eficiente para afrontar una situación de crisis, porque los intereses nacionales en muchas ocasiones chocan frontalmente con los comunitarios. Pero, fundamentalmente, lo que la crisis puso de manifiesto fue la necesidad de completar el marco institucional de la zona euro con instituciones supranacionales de supervisión financiera y, sobre todo, con una institución capaz de gestionar crisis financieras a escala de la unión y de aportar a las mismas no solo fondos para ayudar a sanear las entidades crediticias en crisis, sino también soluciones de mercado para las mismas.

    El origen de estas deficiencias en la arquitectura institucional de la Unión Monetaria Europea se encuentra en el proceso de integración monetaria europea, que se ha caracterizado permanentemente por la resistencia a la cesión de soberanía nacional, lo que ha llevado a crear reglas en vez de instituciones. Desde el primer momento de vida de la Comunidad Económica Europea, luego transformada en la Unión Europea, se puso de manifiesto la necesidad de una unión monetaria para consolidar y permitir el buen funcionamiento del Mercado Único, tal y como recoge el Informe Van Campen de 1962. Sin embargo, y pese a que los estudios del Parlamento Europeo y de la Comisión pusieron siempre de manifiesto esta necesidad, los estados miembros siempre rechazaron avanzar en la integración monetaria por lo que ello suponía de cesión de soberanía nacional. Por ello, en la década de los 60 se contentaron con mantener el sistema de tipos de cambio fijos de Bretton Woods y cuando éste se vino abajo, optaron por el modelo de integración monetaria en el que tenían que transferir menos soberanía nacional: la `serpiente monetaria¿. Lo mismo sucedió cuando, tras el fracaso de la `serpiente¿, se creó el Sistema Monetario Europeo en 1979. Tanto el sistema de Bretton Woods, como la `serpiente¿ y el SME, en el fondo, son reglas de comportamiento en relación con los tipos de cambio. Esta es otra tendencia que ha aflorado en todo el proceso de integración monetaria europea, la de sustituir la creación de instituciones por el establecimiento de reglas.

    Solo cuando se produjo la confluencia de los intereses políticos en contra del dominio financiero que ejercía Alemania sobre el resto de la UE a través del Sistema Monetario Europeo, con la constatación de que, con la liberalización de los movimientos de capitales que entró en vigor en 1993, el mantenimiento del Mercado Único solo podría conseguirse a través de una unión monetaria real, los estados miembros se decidieron a dar el paso definitivo y crear la Unión Monetaria Europea, con lo que ello implicaba de cesión de soberanía nacional. No obstante, dicha cesión se limitó a las cuestiones de naturaleza estrictamente monetaria y no se reprodujo en relación con los demás elementos institucionales necesarios para el buen funcionamiento de una unión monetaria, como la integración fiscal, la supervisión financiera a escala de la unión y la necesidad de una institución para gestionar crisis que pongan en peligro la estabilidad financiera de la zona euro. Por el contrario, los estados miembros de la zona euro continuaron con su tendencia a establecer reglas en vez de instituciones. De esta forma, en lugar de crear una autoridad fiscal para la zona euro, se limitaron a aprobar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.

    El Pacto de Estabilidad y Crecimiento es un conjunto de reglas fiscales por el cual se obliga a los países miembros de la Unión Monetaria a mantener el déficit público dentro de unos límites, a alcanzar el equilibrio presupuestario y a reducir los niveles de endeudamiento público. El Pacto ha funcionado en el sentido de que, al estallar la crisis financiera internacional, los países que lo cumplieron se encontraron con margen para poder aplicar políticas presupuestarias de estabilización macroeconómica y de saneamiento de sus sistemas financieros. Sin embargo, el Pacto falló en el sentido de que, cuando hubo que aplicar su contenido a Alemania y Francia, ambos países optaron por cambiar las reglas del mismo en su beneficio, dando lugar a un problema añadido para la Unión Monetaria Europea: la estabilidad de las normas y credibilidad de las normas que la regulan. De esta forma, la pérdida de credibilidad del Pacto de Estabilidad y crecimiento se tradujo, con posterioridad, en la falta de credibilidad de la cláusula de no rescate de países que establece el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Los mercados, con aquel precedente, no creyeron que no se fuera a aplicar dicha cláusula y dieron lugar a que la prima de riesgo de los países que estaban acumulando importantes desequilibrios macroeconómicos antes de la crisis no recogiera dichos factores. Solo a partir de la quiebra de Lehman Brothers, los mercados empezaron a fijarse en las circunstancias específicas de cada país y a incorporarlas en la prima de riesgo, reaccionando al respecto de forma abrupta y dando lugar a la crisis de deuda soberana de la zona euro, en cuyo estallido tuvo mucho que ver también el descubrimiento de que Grecia había falseado sus cuentas públicas. Este hecho puso de manifiesto otro de los grandes fallos de la arquitectura institucional de la Unión Monetaria Europea, el de la supervisión multilateral de los presupuestos de los estados miembros.

    En el ámbito de la política monetaria también se produjeron fallos muy importantes que dieron lugar a la crisis de deuda soberana. En particular, el Banco Central Europeo no actuó para frenar el elevado crecimiento del crédito interno en la zona euro, el cual dio lugar a la formación de las burbujas inmobiliarias de Irlanda y España, cuyo estallido explica, en gran medida, la crisis fiscal de ambos países. El Sistema Europeo de Bancos Centrales, por su parte, tampoco supo sacar partido a las posibilidades que ofrece su organización federal para actuar contra la formación de dichas burbujas en Irlanda y España, aprovechando que la supervisión del sistema financiero sigue siendo una competencia nacional. En este sentido, el SEBC podía haber incrementado los coeficientes de caja y solvencia en dichos países, haber actuado mediante un sistema de provisiones dinámicas y, desde luego, ante la concentración de riesgos derivados de los créditos hipotecarios y los préstamos a promotores inmobiliarios en la cartera de las entidades financieras, haber aplicado con intensidad todos los instrumentos necesarios para reducir dichos riesgos y garantizar la solvencia de dichas entidades. Las directivas europeas en materia de supervisión del sistema financiero se lo permiten, porque son directivas de mínimos. Sin embargo, ni el SEBC actuó como cabría esperar de él, ni hubo indicación alguna al respecto por parte del Banco Central Europeo.

    El BCE también falló en su respuesta inicial a la crisis, no sabiendo adaptar de forma inmediata los tipos de interés a la misma, si bien esto lo corrigió pronto, y aunque actuó perfectamente proporcionando liquidez al mercado interbancario cuando surgieron tensiones en el mismo, la visión estrecha sobre la misión de un banco central que caracteriza a la normativa que lo regula le impidió llevar a cabo a tiempo otras actuaciones que la Reserva Federal estadounidense, libre de esas restricciones, pudo poner en marcha desde el primer momento, en especial los mecanismos de apoyo a los países con graves problemas presupuestarios.

    De la misma forma, todo el entramado institucional relacionado con la supervisión financiera falló de forma estrepitosa. No hubo colaboración entre supervisores, por falta de voluntad política, y, por tanto, no circuló la información con la fluidez necesaria para poder haber atajado a tiempo el desarrollo de la crisis financiera en la zona euro. Asimismo, la falta de un mecanismo que garantizase la estabilidad financiera de la zona euro y que gestionase la crisis financiera supuso otro fallo institucional, en tanto en cuanto los estados miembros tuvieron que hacerse cargo de los problemas relacionados con sus respectivos sistemas crediticios a costa del empeoramiento de su situación fiscal, lo que agravó sus ya de por sí serias dificultades presupuestarias y de deuda.

    Lo que sí ha funcionado, de forma relativa, ha sido la integración financiera. Gracias a ella, los países que experimentaron importantes desequilibrios de balanza de pagos, más en concreto Irlanda y España, pudieron financiar los mismos en los mercados de capitales de la zona euro. Sin embargo, faltaron los estímulos necesarios para que dichos países llevaran a cabo los ajustes necesarios en sus economías para resolver sus problemas de la balanza por cuenta corriente. De la misma forma, el sistema de diversificación de riesgos a través de los mercados financieros ha funcionado, pero no con la intensidad que cabría esperar de él debido al fuerte sesgo nacional que todavía caracteriza a las carteras de los inversores de la zona euro. Por último, la segmentación que todavía existe en el sector de banca minorista impide que, en caso de crisis bancarias, se puedan articular soluciones de mercado que sobrepasen las fronteras nacionales.

    Los fallos del entramado institucional de la Unión Monetaria Europea se extienden, también, a todo lo referente a la integración fiscal. La ausencia de una autoridad fiscal para la zona euro ha obligado a los estados miembros a tener que ser ellos quienes acometan las necesarias políticas de estabilización macroeconómica, con la restricción de tener que avanzar rápidamente hacia el equilibrio presupuestario. En Estados Unidos, en cambio, la utilización del presupuesto federal ha permitido a los estados verse libres de parte de esa carga, que ha sido asumida por el gobierno federal. En la zona euro, en cambio, al no poder contar con ese instrumento, se ha producido una crisis de deuda soberana que ha puesto en tela de juicio la viabilidad de la misma. Además, el presupuesto de la Unión Europea, por sus propias características, carece de la capacidad de poder asumir esa función, debido tanto al bajo nivel de gasto comunitario como a la normativa sobre el procedimiento presupuestario, los ingresos y los gastos, que impiden que la UE pueda incurrir en déficit, emitir deuda o financiar cualquier actuación que no tenga que ver con la política agrícola común o la política de cohesión. El presupuesto comunitario no contempla la posibilidad de realizar otro tipo de transferencias, en especial las relacionadas con situaciones de crisis fiscal de uno o varios estados miembros porque carece de la capacidad para ello y porque, además, el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea lo prohíbe de forma específica.

    El proceso de integración monetaria europea ha ido avanzando a golpe de crisis. Mientras los estados miembros se encontraron cómodos con el sistema de Bretton Woods, no quisieron caminar hacia la unión monetaria. Cuando éste estalló, la UE creó la `serpiente monetaria¿ y cuando ésta no funcionó, aprendió de aquellos errores y puso en marcha el Sistema Monetario Europeo, basado en la `serpiente¿ pero con nuevos mecanismos institucionales que evitaran que la historia volviera a repetirse. De la ruptura del SME en 1992 la UE también obtuvo enseñanzas que aplicó después a la Unión Monetaria Europea, en concreto, la necesidad de coordinar las políticas presupuestarias a través del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. De esta crisis también han surgido nuevas lecciones y las enseñanzas de las mismas se han reflejado en la nuevas normas y la nueva arquitectura del sistema europeo de supervisión financiera, en los nuevos mecanismos de supervisión multilateral de la política fiscal, en especial el semestre europeo y las normas sobre presupuestos nacionales, y en la creación de mecanismos de gestión de crisis, como el Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera y el Fondo Europeo de Estabilidad Financiera, que se integrarán en el nuevo Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera en cuanto éste entre en vigor. Con ello se pretende no solo que la zona euro esté mejor preparada para afrontar situaciones de crisis en el futuro, sino también para prevenirlas.

    El problema que subyace en todas estas medidas es que, aunque suponen avances en relación con la situación previa a la crisis, su génesis sigue inspirada por los mismos principios que dieron lugar a las deficiencias en el entramado institucional de la Unión Monetaria Europea que han provocado su crisis. De entrada, toda la carga de la política de estabilización macroeconómica y de saneamiento de los sistemas financieros en crisis sigue recayendo de forma íntegra sobre los estados miembros. Los nuevos mecanismos de gestión de crisis suponen una ayuda en el sentido de proporcionar recursos, pero lo hacen a través de créditos condicionados, como en los programas de rescate del Fondo Monetario Internacional, que computan como déficit y deuda, en lugar de emplear un sistema de transferencias a través de un presupuesto federal, como en Estados Unidos y establecer una entidad de gestión de crisis bancarias que aporte soluciones de mercado como el Liquiditatis Konsortiobank alemán. Esto se debe a la negativa a crear una autoridad fiscal para la zona euro, por lo que ello implica de nuevas cesiones de soberanía nacional. Igualmente, aunque se ha reforzado la arquitectura institucional del sistema europeo de supervisión financiera, ésta sigue recayendo, fundamentalmente, en los estados miembros, con lo cual nada garantiza que en el futuro se vaya a producir la colaboración entre supervisores que no ha habido durante la génesis de la crisis. También se ha reforzado el sistema de supervisión multilateral de las finanzas públicas nacionales, pero eso no impide que, en tiempos de crisis, un Parlamento nacional soberano opte por desplegar políticas fiscales contrarias a las nuevas disposiciones en materia de estabilidad presupuestaria. De la misma forma, también se va a prestar atención a la evolución de otros indicadores económicos distintos a los fiscales, cuyo deterioro puede poner en peligro la estabilidad macroeconómica de un país y generar una crisis que pudiera afectar al conjunto de la unión monetaria, lo cual supone un avance. Por último, aunque el Banco Central Europeo ha asumido la necesidad de vigilar la evolución de los precios de los activos, para evitar la formación de burbujas, y de actuar contra tendencia si llega el caso, lo que no se ha producido es una flexibilización de la normativa que regula sus actividades que le permita poder actuar con más rapidez y precisión, en caso de futuras crisis financieras, manteniendo siempre la vista puesta en su objetivo de estabilidad de precios, sin tener que esperar a contar con el plácet del Consejo y del Parlamento Europeo para tomar, de forma automática, las medidas que considere necesarias.


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