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Resumen de La política salvaje: una arqueología de la accidentalidad del Estado

Jordi A. López Lillo

  • INTRODUCCIÓN Esta investigación parte de las necesidades teóricas planteadas en el marco del proyecto del Plan Nacional de I+D «Lectura arqueológica del uso social del espacio: Análisis transversal de la protohistoria al medievo en el Mediterráneo occidental» (HAR2009-11441), cuya amplia horquilla cronológica perseguía precisamente, entre otras cosas, abordar la interpretación de las recurrentes tanto similitudes como diferencias registradas en los patrones habitacionales domésticos a lo largo de un periodo significativamente marcado por la irrupción y el colapso del Estado romano (Gutiérrez Lloret y Grau Mira, 2013; Gutiérrez Lloret, 2012; Grau Mira, 2011; 2007). A fin de cuentas, si la mayor parte de la experiencia humana se resuelve en la de aquellos a quienes, parafraseando a Eric R. Wolf, podríamos llamar «la gente sin Historia», la posición disciplinar de la Arqueología para rescatar e incorporar ese acervo experiencial a nuestras propias reflexiones sobre la humanidad resulta inmejorable. De ello da buena cuenta la fuerza con la cual se han abierto camino en los últimos años –también en la academia española– revisiones críticas desde la Arqueología de la domesticidad, la teoría feminista, poscolonial o, en resumidas cuentas, desde los intentos sistemáticos por ponderar la agencia de las mayorías sociales a lo largo de la historia (vid. i. a. Cruz Berrocal, García Sanjuán y Gilman, 2013). Y no obstante lo anterior, lo cierto es que la abrumadora mayoría de las teorías aplicadas al registro material continúan fundándose en mayor o en menor medida, advertida o inadvertidamente pero, sin lugar a dudas, de una manera determinante, sobre los «discursos del orden» que legitiman la política de nuestras sociedades, de los cuales probablemente el de la razón económica sea a la vez el más ubicuo y penetrante. Los problemas que de aquí se derivan para el análisis general de las culturas, sociedades e historias humanas irán quedando de manifiesto a medida que avance la investigación, dotándola en consecuencia de un carácter exploratorio enfocado a la formulación de un utillaje conceptual más parsimonioso con lo que sabemos a día de hoy sobre el comportamiento de nuestra especie, alejado por igual tanto de las limitaciones del paradigma economicista como de la deriva narrativista en que con demasiada frecuencia va a agotarse el siempre mal llamado postmodernismo.

    DESARROLLO TEÓRICO El punto de partida era por tanto la definición de la «situación doméstica». Si desde la perspectiva de la Arqueología, ya desde los primeros textos de Richard Wilk y William L. Rathje (1982; cf. Vaquer, 2007; Bermejo Tirado, 2014b) quedaba claro que ese nuevo objeto de estudio que incluso en castellano se referirá a menudo como «household» se perfilaba como un nodo de elementos sociales –la demografía del grupo, su número, sus relaciones–, materiales –la vivienda, las áreas de actividad, los artefactos– y conductuales –las prácticas desarrolladas en su seno–, como sucede con su correlato antropológico, cada vez ha tendido más a focalizarse en el estudio de los aspectos económicos de ese «vivir en común»; quizá menos como un desinterés o un cuestionamiento de los evidentes lazos parentelares que como una oportuna maniobra de evitación de un debate antiguo, complejo, y políticamente sensible, cuando sucede que las más de las veces basta con dejarlos suspendidos entre las potentes ambigüedades que permiten su definición en la base de la reproducción de la sociedad en la cotidianeidad (vid. Grau Rebollo, 2006). En cualquier caso, esto conducía directamente a abordar la definición del «trabajo doméstico» y a descubrir en el fondo, a través del análisis de trabajos como los de Christine Delphy (1982a; 1982b; 1982c) o Martine Segalen (2004; Burguière et al., 1988), una determinación cultural difícil de conciliar con la interpretación social de otras tradiciones humanas, e incluso de la nuestra, más allá de determinadas agendas políticas (vid. i. a. González Echeverría, 2009; López Lillo, 2013b). De hecho, en virtud de la usual disrupción de las funciones domésticas, entre la producción y el «mero» consumo que se asocia a tales situaciones sociales a partir de la industrialización, esos mismos instrumentos se llevaron al análisis de la inserción del capitalismo en el mundo colonial, con la llamada «economía dual» (Boeke, 1953; Lewis, 1954; Meillassoux, 1964; 1999); y esto otro, sobre comenzar a remitirnos a debates mayores y a autores tan clásicos como Ferdinand Tönnies o Karl Polanyi, conducía a su vez a la «lógica económica campesina» formulada por Alexander V. Chayánov en los convulsos años de la Revolución rusa (Chayánov, 1981; 1985). El problema que se le planteaba entonces a este agrónomo era claro: las previsiones de Smith, de Ricardo, o de Marx, no se cumplían en la práctica de las comunas rurales registrada desde la abolición de la servidumbre, en 1861-1864; su reformulación teórica también lo era: acicateados por las necesidades concretas de su consumo, aquellos campesinos trabajaban más guiados por la minimización de su «autoexplotación» que por la maximización de unos beneficios abstractos, trazando una curva productiva cuyo equilibrio recordaba más bien a las ideas de los marginalistas a proposito del «valor» –en este caso, del valor de su trabajo; o si se quiere, de su tiempo–.

    Llegados a este punto la investigación no podía sino abrirse a una «arqueología» de la Economía, en sentido foucaultiano, que ocupará ya toda la primera parte de la disertación. Una genealogía o una deconstrucción que parte, en el segundo capítulo, de algunos recovecos en la conformación de los Peasant Studies, tales como sus antecedentes en el Departamento de Sociología de la Universidad de Chicago y la historia de las «folk societies» de Robert Redfield (1940; 1947; 1953; 1973a; 1973b), el muy anterior Methodenstreit desde el cual se refunda la concepción liberal de la Economía (Schumpeter, 1994; Menger, 2013), las disquisiciones de Carlos Marx sobre la circulación mercantilista simple y la capitalista (Marx, 1992), las de Vilfredo Pareto sobre las «acciones no lógicas» (Pareto, 1987; cf. Haidt, 2001) o las de James C. Scott sobre la dimensión moral de todo esto (Scott, 1976), para llegar, en el tercero, al estudio de las reflexiones aristotélicas a propósito de la «oikonomía» y el dinero, las cuales Polanyi, dando inicio al debate formalismo-sustantivismo que marcaría el desarrollo teórico de la Antropología por casi tres décadas, llegó a considerar el mismísimo «descubrimiento» de la economía tal cual la conocemos a día de hoy (Polanyi, 1976; 2003). Se cuestiona aquí el carácter «campesino» de aquella lógica chayanoviana para concluir que no se trataba ya sólo de un rasgo «doméstico» general sino, dado que la propia definición de la «campesinidad» parece esclarecerse a la postre en su asociación al fenómeno del Estado, siendo su opuesto polar la «tribalidad» (Scott, 2009; cf. Wolf, 1955; 1982; Dalton, 1967; 1971; Durremberger, 1984), como un rasgo contraestático.

    Los capítulos cuarto y quinto forman una unidad con sentido propio la cual, tras el primer intermedio verdaderamente propositivo con que se cerró el comentario del «corpus aristotelicum», a propósito del uso de las nociones de poder y autoridad, comienza anunciando la necesidad de superar el debate formalismo-sustantivismo y acaba con la necesidad de descartar definitivamente la economía como punto de partida del análisis social. Suponen, así, la parte fundamental de las conclusiones a que arribará la investigación a este respecto; y casi permiten una lectura independiente; con piezas argumentales tan importantes como la «surpluss controversy» (Pearson, 1976; Dalton, 1960; Harris, 1959), el comentatio crítico de la Economía de la Edad de Piedra de Marshall Sahlins (1983) o de las «geometrías» compuestas por él mismo, por Polanyi (2009; 2014a) o, más recientemente, por David Graeber (2011b) al hilo de las relaciones económicas y, especialmente, de la «reciprocidad» (Malinowski, 1986b; Bateson, 1935; Gouldner, 1960; Benveniste, 1966; 1983). Por ese camino, se repasarán de un lado los debates en torno a la intensificación política de la Modalidad Doméstica de la Producción –especialmente centrados en la etnografía de las «jefaturas» oceánicas (vid. i. a. Strathern, 1969; 1971a; Lederman, 1986; Weiner, 1980; 1985)– que en la Antropología supusieron el abandono de los postulados materialistas de uno de sus otrora más acérrimos defensores, Maurice Godelier (1986; 1998; 2011; 2014), y en la Arqueología, la formulación de la fructífera Teoría procesual-dual (Blanton y Taylor, 1995; Blanton et al. 1996). Del otro lado, se repasará la teoría de Robert Carneiro sobre el «atasco del entorno» en tales intensificaciones (Carneiro, 1960; 1970b; 1988; 2004; cf. Boserup, 1974; 1984; Harris, 1978; Chagnon, 2006), la cual bien podría considerarse el colofón del planteamiento ecologicista que habían sostenido, entre otros, autores como Roy A. Rappaport (1987), Mervyn J. Meggitt (1967; 1972; 1974; 1977) o Robert McC. Netting (1973; 1974). Todo junto remite a una comprensión de la historia humana marcada por periodos arrítmicos de sístoles y diástoles de nuestras sociedades, como en un proceso de retroalimentación positiva que se mueve sinusoidalmente en adaptación al medio, en los cuales se alternan las estrategias corporativas y reticulares en pos de la autoridad, y en los cuales eventualmente los discursos políticos «pinzan» determinadas prácticas relacionadas con lo que en nuestra cultura llamamos «economía». Sin embargo, este planteamiento requería todavía de una profundización en las lógicas de tales discursos que incluyera, de hecho, uno de los artefactos más determinantes en esa economía nuestra: el dinero; y en este sentido, probablemente el mejor punto de partida lo constituían las reflexiones sobre las «esferas de intercambio» lanzadas por Paul Bohannan desde su experiencia con las poblaciones tiv de la llanura del Benue, en Nigeria (Bohannan, 1955a; 1959; cf. Du Bois, 1936; Parry y Bloch, 1988). Es a través de los casos de estudio africanos –pero no sólo; y se comentarán asimismo casos tan paradigmáticos como la norteamericana Costa Noroeste (de Laguna, 1952; 1972; Donald, 1997; Testart, 1999; 2002)– que primero se establece el vínculo íntimo entre el dinero y la deuda de vida en el contexto de las dinámicas de una jerarquización en disputa; cuya mejor sistematización vendría sin duda de la noción de «englobamiento del contrario» (Dumont, 1979; 1987; Bourdieu, 2012); y cuyo contexto, paradójicamente, no es el interior de la sociedad, sino sus márgenes. El origen del dinero se vislumbra entonces no como el clásico facilitador del trueque, sino como un signo del «poder-consumir» (Baudrillard, 1976; 2009; Bataille, 2009; Théret, 2008; 2009) jugado sobre la vida social entre «nosotros» y «los otros» (cf. Todorov, 1998; 2007). Y así, las razones de los «discursos del orden» que fundan todas las sociedades humanas, incluida nuestra economía, apuntan hacia las dos mismas claves: la identidad y la trascendencia.

    Descartada por tanto la economía como base de los porqués sociales, la segunda parte de la investigación se conceptuará como una «arqueología» de la política ocupada, fundamentalmente, en las condiciones de la emergencia del Estado. A fin de cuentas «economía» y «Estado» son sin duda alguna los fenómenos que mejor resumen la organización de nuestras sociedades, y era preciso entenderlos o «desenfocarlos» no sólo para remontar la de las demás en los registros etnográfico e histórico, sino para esquivar la tradicional idealización de unas y otras en relación de exclusión mutua –sociedades con Estado frente a sociedades sin Estado; bandas, tribus, jefaturas: «salvajes»–; idealización a la que coadyuvan incluso las herramientas conceptuales que fundan la antropología anarquista de Pierre Clastres (2001b; 2010; cf. i. a. Campagno, 2006; 2009; 2014), a la sazón un autor que irá progresivamente revelándose cardinal para lo que nos ocupa. Y sin embargo, pese a converger en la ordenación del espacio político, «economía» y «Estado» se presentan como fenómenos hasta cierto punto independientes. O mejor: independientes en las lógicas que los originan. Mutaciones que atañen a diferentes dispositivos de la reproducción social humana, y al contrario de lo asumido habitualmente, no son necesariamente siempre explicables o reducibles el otro al otro. Así, redirigidos los intereses de la investigación hacia la comprensión del «poder» y lo que lo rodea, tal como sugirió ya, entre otros, Bertrand Russell (2013), en los capítulos sexto y séptimo se repasan algunos episodios históricos a propósito de la colonización europea de la Melanesia –el «estado de gracia» del cazador de cabezas (Needham, 1976; Dureau, 2000), la mímesis misional (Knauft, 1994; Mclean, 1998; cf. Métraux, 1967; Wilde, 2009), los llamados «cultos del cargamento» (McDowell, 1988; Kaplan, 1990; 2004; Lindstrom, 1984; 1990; Schwoerer, 2014)– tratando de aislar los puntos del orden político indígena que interceptan efectivamente los invasores en el curso de la integración a sus Estados. Las noticias sobre la recurrente identificación de los europeos como fantasmas o ancestros (vid. i. a. Strathern, 1985; 1992; Strathern, 1989; Hirsh, 2001; 2003) adquirirá en este marco un sentido muy diferente al de la muchas veces pretendida ingenuidad salvaje, y a la luz de los discursos religiosos melanesios (Lawrence y Meggitt, 1965), nos empieza a informar consistentemente de la activación empírica de un tipo de poder que las sociedades salvajes venían asociado a una posición ontológica «otra» (Görlich, 1999), inalcanzable para sus propios agentes políticos, como una forma de prevenir estructuralmente la dominación del «nosotros» social. Algo muy diferente al concepto genérico de «dominancia» tal y como es empleado por la Etología en el análisis de otras sociedades animales (vid. i. a. de Waal, 2007b; Drews, 1993) Como sucede con el tercer capítulo, el octavo vuelve a ser de algún modo un capítulo bisagra que, dando un paso a un lado, busca asentar las bases para acometer la parte final de la investigación a través del comentario crítico de las enseñanzas de Max Weber sobre dos cuestiones centrales: la teoría de la historia y la sociología de la dominación (Weber, 1956; 1975; 1978; 2012; Bendix, 2012). La primera de ellas permite reconectar los debates que, tanto en el mundo germanófono primero como, después, en Francia, enfrentaron a holistas e individualistas metodológicos a caballo de los ss. XIX-XX (Menger, 2013; Tarde, 2011; Lazzarato, 2006; 2008; Nocera, 2008) con las modernas «teorías de la práctica» (Giddens, 1992; 2002; Latour y Lépinay, 2009; Bourdieu, 2008; 2012; Magni Berton, 2008; Noguera Ferrer, 2003; Sahlins, 2008; Nogués Pedregal, 1990), para acabar bocetando lo que podríamos llamar una praxeología dialógica acorde con las ideas de la Biología sobre el «equilibrio puntuado». La segunda cuestión nos devuelve definitivamente a la conceptuación de «poder» y «autoridad» partiendo de una de las formulaciones –la «Herrschaft» weberiana– de mayor predicamento; problematizando su aplicación a la práctica; y, más adelante, presentando puntos de vista alternativos desde la propia Sociología (Simmel, 1950) o la Filosofía social (Kojève, 2005; de Jouvenel, 2011; Arendt, 1961; Bertolo, 2005; Strahele, 2015). De hecho, serán los problemas de casación empírica de los tipos ideales descritos por Weber –y en especial la distinción entre las «dominaciones» legal y tradicional, es decir: entre sus formas «estables» o cotidianas– los que nos conducirán hasta la Antropología jurídica en el noveno capítulo, de la mano de los trabajos seminales de Bronislaw Malinowski (1986a), A. R. Radcliffe-Brown (1986), E. Adamson Hoebel (2006), Max Gluckman (1961; 1963; 1965; 1973) o Lucy Mair (1961; 2001) y, con ellos, a los casos de estudio del África central (vid. i. a. Komma, 1992; LeVine, 1960; O'Brien, 1983; Maxon, 1981; 1989; Shadle, 2002; 2008; Robinson y Scaglion, 1987), que apenas se habían sobrevolado rastreando la relación significativa entre el dinero y la esclavitud al final de la primera parte de la investigación. Sin duda éste es el «locus typicus» para la figura del «rey divino» que fuera asociada a la violencia sacrificial, en un mismo principio, ya por James J. Frazer (2005; cf. Evans-Pritchard 2011; Lienhardt, 1985; 1997); una asociación que ha sido posteriormente revisada buscando, en el cuerpo de estos «agentes marginales» prisioneros de sus sociedades, las condiciones de posibilidad del Estado (de Heusch 1987; 1997; 2007; Graeber, 2011a; cf. Simonse, 2005; 2006). El cometido del décimo y último capítulo será, por tanto, el de indicar el camino por el cual comienzan a reunirse todas estas problemáticas. Una tarea en buena medida vehiculada por las reflexiones que concitaron para Giorgio Agamben, su vinculación del «poder soberano y la nuda vida» y, en fin, su definición del Estado como «estado de excepción» (Agamben, 2002a; 2002b), las intersecciones en el pensamiento de dos autores tan diversos como Michel Foucault (2009; 2012) y Carl Schmitt (2002; 2009).

    CONCLUSIÓN Como decíamos, el primer aporte propositivo de esta investigación consiste en la delimitación de «poder» y «autoridad» como fenómenos radicalmente diferentes aunque vinculados y, es más, hasta cierto punto retroalimentados: aquél como una capacidad del «agente potencial», expresable en multitud de aspectos y prácticas; ésta como una especie de gravitación social que interfiere influyendo, determinando o decidiendo la acción del sujeto según la «masa» que se le reconozca culturalmente. De un lado, esto permitía definir la «dominación» como una autoridad específicamente coercitiva, en la intersección entre la determinación autoritativa y la amenaza de la violencia intracomunitaria, y separarla así, cautelarmente, del resto de «dominancias» sociales. Del otro, los discursos del «poder-consumir» que íbamos a descubrir detrás de la economía, pero no solamente allí, nos empezaban a informar de la construcción general de la «autoridad» en base a la trascendencia. La sociedad de los «verdaderos» humanos aparece entonces discursivamente ordenada a través de la fijación de «nosotros» –los agentes políticos protagónicos– en un «universo social» mucho más amplio, en el cual se cohabita e interactúa con otros agentes humanos y no humanos, empíricos y no empíricos, dentro y fuera de los límites de esa sociedad. La razón práctica de todo ello no es la economía, sino la identidad, en la medida en que es ella la que permite orientar –percibir-clasificar– las acciones e interacciones de cada individuo en ese universo. Llegados de tal modo a este punto de la investigación resulta más fácil dotar de forma instrumental, en el apartado de conclusiones, a los principios de «legitimidad» y «legalidad», respectivamente como los límites distal y proximal del «espacio de la indeterminación» que separa la sociedad del resto del universo social, permitiéndonos trazar a su través los varios «movimientos típicos» en que se resumen tales interacciones. Y sucede entonces que los mismos dispositivos que evitan estructuralmente la emergencia de la dominación entre «nosotros», los «verdaderos» humanos, se descubren reproduciendo eventualmente la excepción que supone la sociedad de Estado en determinados escenarios clataclísmicos, donde un atasco espacial o temporal del entorno conduce al accidente de la política salvaje. Donde se disuelve el «hiato naturaleza-cultura» que ordena la conducta salvaje y se confunde e invierte en sus propias narrativas lo que es central y lo que es marginal a la humanidad. En esa luz adquieren mayor sentido las intuiciones clastreanas sobre las dinámicas contraestáticas de las sociedades de nuestra especie, que de hecho continúan funcionando por todas partes también en el desastre, aunque lo hagan intervenidas y desorganizadas por el estatismo en determinadas instituciones y prácticas característicamente «históricas». Pero sobre todo la adquiere la urgencia de pugnar por la reincorporación de esa otra agencia «perihistórica», las racionalidades y lógicas operativas que disponen en la cotidianeidad, en el análisis general de las sociedades, culturas e historias de nuestra especie.


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