En nuestro día a día nos encontramos constantemente con alguien que quiere que actuemos de determinada manera; podemos encontrarnos inducidos tanto por el Estado, como por nuestros hijos, por nuestros socios de toda la vida o por el nuevo cliente que acabamos de conocer. Y lo mismo hacemos con los demás. La actividad judicial no escapa a esta circunstancia: intentamos lograr que el juez actúe de determinada manera, es decir, haciendo lugar a nuestra pretensión. Ahora bien, ¿hay diferencias en el modo de lograrlo?, ¿qué tipo de argumentos tienen prioridad, los lógicos o los falaces?, ¿qué nos trae mejores resultados, apelar al raciocinio o al sentimiento? En este trabajo se intenta explicar que, en algunas circunstancias, cuando creemos que apelamos a la racionalidad en realidad nos movemos por sentimientos y que, a su vez, cuando apelamos a los sentimientos lo hacemos racionalmente.
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