Esta cuestión de los personajes en la narración es una cuestión moderna y está ligada, como va de suyo, a la situación misma del narrar a finales del XIX, y en las primeras décadas del siglo XX. Es decir, cuando ya el hombre mismo estaba quedando tan aligerado en su humanidad y convertido en puro útil, que muy poco después Walter Benjarnin comenzó a quejarse de que ya no había nada que contar; y, desde luego, quienes narran «ya no crean un mundo verdaderamente humano, sino que sólo analizan embrollos intelectuales, reacciones psíquicas y circunstancias sociales», como comprueba Lowith. Y la razón es clara: porque los hombres no importan sencillamente, y el hombre de «cultura media» -el horror de los horrores, mantenido por las educaciones estatales y cuya proliferación enfurecía a Goethe como la gran desgracia- no tolera ya que se cuenten historias. No tiene interés en ellas, le resultan molestas y hasta odiosas.
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