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Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía

Imagen de portada del libro Un arte medio

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Índice



  • Contenidos:



    Prólogo a la presente edición por Antoni Estradé 9



    Prefacio por Phillipe de Vendeuvre 35



    Introducción por Pierre Bourdieu 37





    Primera parte

    1. Culto de la unidad y diferencias cultivadas 51

    Pierre Bourdieu

    La fotografía, índice e instrumento de integración 56

    Ocasiones de práctica y prácticas de ocasión 69

    ¿Devotos o transgresores? 80

    Distinciones de clase y clase distinguida 87

    2. La definición social de la fotografía 135

    Pierre Bourdieu

    Un arte que imita al arte 135

    El "gusto bárbaro" 139

    La jerarquía de las legitimidades 162



    Segunda parte

    1. Ambición estética y aspiraciones sociales 175
     
    Robert Castel y Dominique Schnapper

    La impaciencia de los límites 178

    Las paciencias del oficio 189

    2. La retórica de la figura 207
     
    Luc Boltanski

    El periódico y la instantánea 208

    Alusión y elipse 216

    La ostentación de la objetividad 221

    3. Efectismo y engaño 235
     
    Gérard Lagneau

    Un género de compromiso 236

    Los dobles juegos 242

    El mensaje codificado 247

    4. Arte mecánico, arte salvaje 257
     
    Jean-Claude Chamboredon

    Situación excepcional y lugares comunes 258

    Una creación indecisa y una estética de decisiones 261

    Reminiscencia estética y pertenencia social 270

    5. Hombres de oficio y hombres de calidad 285

    Luc Boltanski y Jean-Claude Chamboredon

    La expectativa de la profesión y las expectativas de los profesionales 285

    Las buenas maneras: los fotógrafos y el éxito 298



    Conclusiones


     
    Imágenes y fantasmas 331
     
    Robert Castel
     


    Un símbolo sobrevalorado 334

    Fantasmas latentes e imágenes manifiestas 346

    Exorcismo y sublimación 359



    Cronología de las investigaciones utilizadas 379



    Apéndice 383
     
    El cuestionario 401
     
    Índice de nombres y temas 407
     
    Lista de ilustraciones 413


Descripción principal

  • Contra la creencia general, Pierre Bordieu nos indica que la "fotografía corriente", practicada por los sectores populares, tiene muy poco de actividad improvisada o espontánea. Nada hay, afirma, que esté más sometido a reglas y que resulte más convencional. Que estas normas estén generalmente poco articuladas, que permanezcan la mayor parte de las veces en un estado implícito, inconsciente o semiconsciente, no quiere decir que no existan o que no rijan los comportamientos. Esta es la principal aportación de Un arte medio, donde, a través de una inversión de perspectiva, Bordieu hace asomar todo el trasfondo social de actos tan supuestamente intranscendentes como tomar fotografías. "Comprender adecuadamente una fotografía", añade Bordieu, "no es solamente recuperar las significaciones que proclama, es también descifrar el excedente de significación que revela, en la medida que participa de la simbólica de una época, de una clase o de un grupo artístico". Un arte medio es un libro apasionante e inteligente. Como la fotografía, que es su objeto, procede por observación. Registra y, además, revela y suministra una visión ajustada no sólo de la fotografía, sino también, y a través de ella, del mundo social en que se halla inserta. Retrata el paisaje humano del que formamos parte y nos ayuda a explicarnos a nosotros mismos. No sólo nos informa: nos conforma, es decir, deja huella.

Extracto del libro

  • Introducción (extracto)
    Pierre Bourdieu

    ¿Pueden y deben la práctica de la fotografía y la significación de la imagen fotográfica proporcionar material para la sociología? La reflexión weberiana ha consagrado la idea de que el valor de un objeto de investigación depende de los intereses del investigador. Este relativismo desalentador deja subsistir al menos la ilusión de que hay un encuentro selectivo entre el investigador y su objeto. De hecho, las técnicas más rudimentarias de la sociología del conocimiento mostrarían que existe, en cada sociedad, en cada momento, una jerarquía de objetos de estudio considerados legítimos. Heredera de una tradición de filosofía política y de acción social, la sociología ¿debe abandonar a otras ciencias el proyecto antropológico? Y, tomando por objeto exclusivo el estudio de las condiciones más generales y abstractas de la experiencia y de la acción, ¿puede sumir en el orden de lo insignificante las conductas que no esgrimen la evidencia inmediata de su importancia histórica?

    Pero no basta hacer sociología de la sociología para explicar que, con demasiada frecuencia bajo grandes ambiciones disimula una inmensa renuncia. Es, sin duda, la misma intención fundamental que aparece cuando la ciencia proscribe ciertos objetos por considerarlos insignificantes y excluye, bajo el pretexto de la objetividad, la experiencia de aquéllos que la producen y de aquéllos que son su objeto.



    Es demasiado fácil desacreditar todos los esfuerzos por reintroducir la experiencia de los agentes en una descripción objetiva, identificando esta exigencia metodológica con las peticiones de principio que algunos defensores de los derechos sagrados de la subjetividad oponen a las ciencias sociales, sin ver que éstas deben a la decisión metodológica de "tratar los hechos sociales como cosas" sus progresos más decisivos.



    Por otra parte, es demasiado tentador rechazar la idea de una antropología total porque esta idea reguladora está condenada a aparecer como un ideal inaccesible: el punto recula, en efecto, indefinidamente; ese punto a partir del cual el sociólogo podría abrazar, en la unidad de una aprehensión total, las relaciones objetivas que sólo puede captar al precio de una construcción abstracta y de la experiencia en la que esas relaciones arraigan y cobran significado.



    El intuicionismo subjetivista, que pretende buscar el sentido en la inmediatez de lo vivido, no merecería que nos detuviéramos un solo instante en él, si no sirviera de coartada al objetivismo que se limita a establecer relaciones regulares y a experimentar su significación estadística sin descifrar esa significación, y que sigue siendo un nominalismo abstracto y formal en la medida en que no aparece como un momento necesario, sino prescindible, del trabajo científico. Pero sí es cierto que ese rodeo por el establecimiento de regularidades estadísticas y por la formalización es el precio que hay que pagar para romper con la familiaridad ingenua y con la ilusión de una comprensión inmediata. Sería renegar de la vocación propiamente antropológica, entendida como esfuerzo por reconquistar las significaciones reificadas, el reificar las significaciones apenas reconquistadas en la opacidad de la abstracción.



    La sociología supone, por su existencia misma, la superación de la oposición ficticia que subjetivistas y objetivistas hacen surgir arbitrariamente. Si la sociología como ciencia objetiva es posible, es porque existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales y, si se quiere, inconscientes (en el sentido de que no se revelan por la simple reflexión), que sólo pueden ser captadas por medio del subterfugio de la observación y la experimentación objetivas. Dicho de otro modo, puesto que los sujetos no guardan toda la significación de sus comportamientos como un dato inmediato de la conciencia y que sus conductas encierran siempre más sentido del que pueden conocer y querer, la sociología no puede ser una ciencia puramente reflexiva que accede a la certeza absoluta sólo por el retorno sobre la experiencia subjetiva, y puede constituirse, por ello mismo, como una ciencia objetiva de lo objetivo (y de lo subjetivo), es decir, como una ciencia experimental, siendo la experiencia, como dice Claude Bernard, la "única mediación entre lo objetivo y lo subjetivo".1

    "El experimentador que se encuentra frente a fenómenos naturales -continúa Claude Bernard- se parece a un espectador que observa escenas mudas. De alguna manera es el juez de instrucción de la naturaleza; sólo que, en lugar de tener que ver con hombres que tratan de engañarlo por medio de confesiones mentirosas o de falsos testimonios, tiene que ocuparse de los fenómenos naturales que son para él personajes cuyo lenguaje y costumbres ni siquiera conoce y que viven en circunstancias que ignora, pero cuyas intenciones quiere sin embargo descubrir. Para ello, emplea todos los medios que están en su poder. Observa sus acciones, su marcha, sus manifestaciones y trata de discernir en todo ello la causa, mediante tentativas diversas llamadas experiencias. Emplea todos los artificios imaginables y, como se dice vulgarmente, hace de mentira verdad y presta a la naturaleza sus propias ideas. Hace suposiciones sobre la causa de los actos que se producen ante él y, para saber si la hipótesis que sirve de base a su interpretación es acertada, se las arregla para hacer aparecer hechos que, lógicamente, podrían ser la confirmación o la negación de la idea que ha concebido". 2

    Esta descripción de los pasos que sigue el experimentador, situado frente al mundo natural como el etnólogo frente a una sociedad cuya cultura ignora, vale en líneas generales para la investigación sociológica. Ya sea que se esfuerce por captar "intenciones" (en el sentido mismo de Claude Bernard, es decir, intenciones objetivas) mediante indicadores objetivos, o bien que, haciendo de mentira verdad, trate de obtener, a través de preguntas indirectas, la respuesta a los interrogantes que se plantea y que los sujetos 'llevados a engañarse más que a engañar' pueden contestar únicamente sin saberlo y de manera indirecta, o también, que descifre la significación encerrada en las regularidades que le ofrece la estadística en estado bruto, el sociólogo trabaja para recuperar un sentido objetivado, producto de la objetivación de la subjetividad, que no se ofrece nunca inmediatamente, ni a los que están comprometidos con la práctica ni a quien los observa desde afuera.



    Pero, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, una antropología total no puede limitarse a una construcción de relaciones objetivas, porque la experiencia de las significaciones forma parte de la significación total de la experiencia: la sociología menos sospechosa de subjetivismo recurre a conceptos intermediarios y mediadores entre lo subjetivo y lo objetivo, tales como alienación, actitud o ethos. Le corresponde, en efecto, construir el sistema de relaciones que engloba y el sentido objetivo de las conductas organizadas según las regularidades mensurables y las relaciones singulares que mantienen los sujetos con las condiciones objetivas de su existencia y con el sentido objetivo de sus conductas, sentido que los posee, en la medida en que están desposeídos de él.



    En otras palabras, la descripción de la subjetividad objetivada remite a la de la interiorización de la objetividad. Los tres momentos del proceso científico son, por lo tanto, inseparables: lo vivido inmediato, captado a través de expresiones que velan el sentido objetivo al mismo tiempo que lo desvelan, remite al análisis de las significaciones objetivas y de las condiciones sociales de posibilidad de esas significaciones; y este análisis apela a la construcción de la relación entre los agentes y la significación objetiva de sus conductas.



    Basta un ejemplo para convencernos de que no se trata de peticiones de principio, sino de una exigencia metodológica fundada en la teoría. La estadística establece objetivamente el sistema de probabilidades ligadas a la pertenencia a una categoría social dada, ya se trate de las probabilidades de acceder a un empleo permanente para un subproletario argelino desprovisto de cualificación y de instrucción, o de las de entrar en la facultad de Derecho o de Medicina para una hija de obreros. Semejante estadística será abstracta e irreal mientras se ignore hasta qué punto esa verdad objetiva (jamás aprehendida directamente como tal) se actualiza en la práctica de los sujetos: aun cuando a primera vista el comportamiento y el discurso parecen desmentir el futuro inscrito en las condiciones objetivas, éstos no revelan toda su significación hasta que no se percibe que implican la referencia práctica de ese futuro. De tal modo, los subproletarios pueden forjarse esperanzas mágicas y fantásticas que no contradicen más que aparentemente la verdad objetiva de su condición, puesto que caracterizan la visión del futuro propia de quienes no tienen futuro objetivo. De la misma manera, la hija de obreros o campesinos, sobre quien la estadística muestra que ha tenido que pagar con su relegamiento a la facultad de Letras su acceso a la enseñanza superior, puede vivir sus estudios como el cumplimiento de una "vocación" plenamente positiva, aunque su actitud revele, especialmente en su caso, una referencia práctica a la verdad objetiva de su condición y de su futuro.3 Las costumbres de clase no son sino esa experiencia (en su sentido más común) que permite percibir inmediatamente tal esperanza o ambición como razonable o insensata, tal bien de consumo como accesible o inaccesible, tal conducta como conveniente o inconveniente. En una palabra, una antropología total debe culminar en el análisis del proceso según el cual la objetividad arraiga en y por la experiencia subjetiva; debe superar, englobándolo, el momento del objetivismo, y fundarlo en una teoría de la exteriorización de la interioridad y de la interiorización de la exterioridad.



    Ocurre entonces que el alcance oscuro de las condiciones objetivas parece extenderse siempre sobre la conciencia: la referencia infraconsciente a los determinismos objetivos forma parte de los determinismos que gravitan sobre la práctica y que siempre deben una parte importante de su eficacia a la complicidad de una subjetividad marcada por su sello y determinada por su dominio. De tal modo, la ciencia de las regularidades objetivas todavía sigue siendo abstracta, en la medida en que no engloba la ciencia del proceso de interiorización de la objetividad que conduce a la constitución de esos sistemas de disposiciones inconscientes y perdurables que son las costumbres y el ethos de clase; sigue siendo abstracta, en la medida en que no trabaja para establecer de qué manera las mil "pequeñas percepciones" cotidianas y las repetidas sanciones del universo económico y social constituyen imperceptiblemente, desde la infancia y a lo largo de toda la vida, mediante continuas apelaciones, ese "inconsciente" que se define paradójicamente como referencia práctica a las condiciones objetivas.



    Ha llegado el momento de que las ciencias humanas dejen a la filosofía la falaz alternativa entre un subjetivismo obstinado en encontrar el origen puro de una acción creadora 'irreductible a los determinismos estructurales' y un panestructuralismo objetivista que pretende engendrar directamente las estructuras a partir de ellas mismas, mediante una suerte de partenogénesis teórica, y que nunca traiciona más su verdad que cuando se transforma en un idealismo de las leyes generales de la ideología, ocultando, bajo una terminología materialista, el rechazo a relacionar las expresiones simbólicas con las condiciones sociales de su producción. El momento del objetivismo metódico, momento inevitable pero todavía abstracto, exige su propia superación: sacrificar a la construcción de relaciones objetivas la construcción de conexiones entre los agentes y esas relaciones objetivas o ignorar la cuestión del vínculo entre esos dos tipos de relaciones es consagrarse al realismo de la estructura, el cual, ocupando el lugar conquistado al realismo del elemento, hipostasia los sistemas de relaciones objetivas en totalidades ya constituidas fuera de la historia del individuo o del grupo. Recordar que las relaciones objetivas no existirían ni se producirían realmente de no ser por esa interiorización de las condiciones objetivas que es el sistema de disposiciones no quiere decir que se caiga de nuevo en la ingenuidad de un subjetivismo o de un "personalismo". Entre el sistema de las regularidades objetivas y el de las conductas directamente observables siempre se interpone la mediación de los hábitos, lugar geométrico de los determinismos y de una determinación, de las probabilidades calculables y de las esperanzas vividas, del futuro objetivo y del proyecto subjetivo. De tal manera, los hábitos de clases, entendidos como sistema de disposiciones orgánicas o mentales y de esquemas inconscientes de pensamiento, de percepción y de acción, es lo que hace que los agentes puedan engendrar, con la ilusión bien fundada de la creación de una novedad imprevisible y de la improvisación libre, todos los pensamientos, las percepciones y las acciones conformes a las regularidades objetivas, puesto que él mismo ha sido engendrado en y por las condiciones objetivamente definidas por esas regularidades. Solamente una representación mecanicista de las conexiones entre las relaciones objetivas y los agentes que éstas determinan puede hacer olvidar que el hábito, producto de los condicionamientos, es la condición de la producción de pensamientos, percepciones y acciones que no son ellas mismas consecuencia directa de los condicionamientos, aunque no sean inteligibles una vez producidas, sino a partir del conocimiento de aquéllos o, mejor dicho, del principio productor que éstos han realizado. En una palabra, en tanto principio de una praxis estructurada pero no estructural, el hábito, interiorización de la exterioridad, encierra la razón de toda objetivación de la subjetividad.



    Podría decirse de la fotografía lo que Hegel decía de la filosofía: "Ningún otro arte, ninguna otra ciencia, está expuesto a ese supremo grado de desprecio según el cual cada uno cree poseerlo en seguida".4 A diferencia de actividades culturales más exigentes, como el dibujo, la pintura o la práctica de un instrumento musical, a diferencia incluso de la visita a museos o de la asistencia a conciertos, la fotografía no supone ni la cultura trasmitida por la escuela, ni los aprendizajes y el "oficio" que confieren su precio a los consumos y a las prácticas culturales habitualmente consideradas como las más nobles, prohibidas a un recién llegado.5

    Nada se opone más directamente a la imagen corriente de la creación artística que la actividad del fotógrafo aficionado, quien a menudo exige a la cámara fotográfica hacer en su lugar el mayor número posible de operaciones, identificando el grado de perfección del aparato que utiliza con su grado de automatismo.6 Sin embargo, aun cuando la producción de la imagen sea enteramente adjudicada al automatismo de la máquina, su toma sigue dependiendo de una elección que involucra valores estéticos y éticos: si, de manera abstracta, la naturaleza y los progresos de la técnica fotográfica hacen que todas las cosas sean objetivamente "fotografiables", de hecho, de la infinidad teórica de las fotografías técnicamente posibles, cada grupo selecciona una gama finita y definida de sujetos, géneros y composiciones. "El artista -dice Nietzsche- elige sus sujetos: ésa es su manera de alabar".7 Puesto que es una "elección que alaba" y cuya intención es fijar, es decir, solemnizar y eternizar, la fotografía no puede quedar entregada a los azares de la fantasía individual y, por la mediación del ethos -interiorización de regularidades objetivas y comunes-, el grupo subordina esta práctica a la regla colectiva, de modo que la fotografía más insignificante expresa, además de las intenciones explícitas de quien la ha hecho, el sistema de los esquemas de percepción, de pensamiento y de apreciación común a todo un grupo.


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