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Resumen de Un nuevo capítulo en la negociación UE-Turquía: un paso necesario, pero insuficiente

Eduard Soler i Lecha

  • Eppur si muove Aunque algo se mueve en las relaciones entre Turquía y la Unión Europea, son pasos tan modestos que, por ahora, no cambian la impresión general de que esta pareja continúa en crisis. Uno de estos movimientos ha sido el anuncio la apertura, el 5 de noviembre de 2013, de un nuevo capítulo en las negociaciones de adhesión. Se trata del capítulo 22 que aborda la política regional. Si las negociaciones entre Turquía y la UE fueran un proceso homologable, una decisión de este tipo pasaría desapercibida. Pero Turquía no es un candidato a la adhesión como los demás, ni las negociaciones con este país se desarrollan en un clima de normalidad.

    Turquía lleva llamando a las puertas de Europa más de medio siglo; de hecho, en 2013 se celebra el 50 aniversario de la firma del Tratado de Ankara, en el que se acordó la asociación de Turquía a la entonces joven Comunidad Económica Europea y que afirmaba que la razón última de esta asociación era preparar el camino para la integración de Turquía en el mercado común. Con sus 74 millones de habitantes y un PIB per cápita que se sitúa en la mitad de la media de la UE, supone por sí sola un reto tan importante como la entrada en 2004 de 10 nuevos países. Por este motivo pero también por el intenso debate sobre la identidad europea y los límites de Europa, su candidatura genera profundas divisiones en la UE, con países, fuerzas políticas y una parte importante de la opinión pública que, de forma más o menos explícita, rechazan su adhesión por motivos políticos, económicos y culturales. Simplificando, para estas voces Turquía es demasiado grande, demasiado pobre y demasiado musulmana.

    El sentimiento de exclusión, de humillación y de discriminación que sienten tanto las elites como buena parte de la opinión pública en Turquía ha llevado el país a uno de los niveles más bajos de apoyo y confianza en la UE. En las calles y en los despachos de Ankara o de Estambul no es nada sorprendente que los interlocutores confiesen, con cierta amargura, que hace una década habían albergado grandes esperanzas en el proceso de adhesión a la UE pero que ahora se ven obligados a pensar su futuro fuera de la UE.

    Esta frustración se ha hecho algo más llevadera gracias a la recuperación de la confianza en su propio país. Turquía se presenta, interna y externamente, como una economía emergente que aspira, en cuestión de una década, a estar entre las diez primeras economías del mundo. Se celebran con orgullo mega-proyectos como el Maramaray, el primer enlace ferroviario subacuático que atravesando el Bósforo y une dos continentes y que fue inaugurado en octubre de 2013. Se presume de las tasas de crecimiento de la última década (un 5% de media anual, llegando al 9% en algunos momentos), de su resistencia a la crisis global, de la salud de su sistema financiero, o de unos niveles razonables de paro e inflación. Enfatizando estas cifras se intenta minimizar que se trata de una economía vulnerable ante un repentino cambio en los flujos de inversión a corto plazo, que el país tiene unos altísimos y preocupantes niveles de desigualdad social y territorial, un abultado déficit por cuenta corriente, y una dependencia energética que condiciona amplios sectores de la economía.

    Cierto, la economía no lo es todo y la perspectiva de adhesión a la Unión Europea ha supuesto durante muchos años uno de los principales incentivos para llevar a cabo reformas políticas ambiciosas: la abolición de la pena de muerte, apertura de espacios para lenguas minoritarias, la subordinación del ejército al poder civil, entre otros. Todavía queda mucho por hacer, especialmente en temas vinculados a la libertad de prensa y manifestación, pero también en esto hay un debate abierto sobre si Turquía puede acometer estas reformas sin necesidad de contar con la perspectiva europea o si la UE debe seguir desempeñando el papel de “gran reformador externo”.


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