Cuando en la década de los setenta yo hacía ‘la mili’, y por primera vez tuve que encargarme durante una semana de la compañía en la que estaba encuadrado, me encontré que en la orden del día que enviaba la oficina del general aparecía una nota que especificaba que la piscina del cuartel y un perro de la compañía estaban arrestados. La primera porque en ella, el verano anterior, se había ahogado un soldado, y el perro por haber mordido a un recluta. Aquello me parecía una broma, pero era pura realidad, aunque anacrónica. La piscina y el perro habían sido condenados por incumplimiento de obligaciones, resultado de considerar que la piscina y el perro, una cosa y un animal, también tenían deberes, como las personas
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