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Intermittent revolutions = Aldizkako iraultzak = Revoluciones intermitentes

  • Autores: Brian Holmes
  • Localización: Zehar: revista de Arteleku-ko aldizkaria, ISSN 1133-844X, Nº. 51, 2003, págs. 18-27
  • Idioma: varios idiomas
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • BRIAN HOLMES Revoluciones intermitentes ¿Cómo concebir la práctica artística en las sociedades capitalistas del siglo XXI? Para el autor, se trata de combinar la autonomía artística con la solidaridad política, de convertir la experiencia artística radical en experiencia compartida, y es ahí donde el arte se vuelve apasionantemente atractivo.

      En el momento en que escribo estas líneas, se está desplegando en Francia un movimiento social excepcional. Los trabajadores temporales del teatro están en huelga.

      Utilizando su creatividad, su sentido del drama y su maestría técnica, están organizando manifestaciones, ocupando teatros, forzando la cancelación de festivales de verano de nutrida asistencia, y ganándose la solidaridad del público, junto con la de ciertos directores-estrella, que recuerdan las dificultades de sus comienzos. Estos actores y técnicos a tiempo parcial están luchando por todo un modo de vida. Pero también a favor de un ideal de lo que podría ser una ¿sociedad avanzada¿.

      Fue en 1969, como resultado de las luchas sociales del 68, cuando los artistas y sus auxiliares técnicos consiguieron acceder al régimen de desempleo de los intermittents du spectacle, creado originalmente para la industria cinematográfica. Esta cobertura proporciona doce meses de salario mínimo a quienes consiguen trabajar al menos 507 horas al año sobre el escenario o en torno a él. De esta manera inscribe la inseguridad fundamental de la práctica artística en la realidad económica. Para unos 60.000 actores, cantantes, directores, diseñadores de escena y técnicos especializados, que tienen que sacar tiempo constantemente para aguzar sus talentos individualizados y buscar inspiración, que reciben tradicionalmente salarios modestos y trabajan a menudo como voluntarios en proyectos espontáneos, esta renta mensual garantizada es vital para poder llevar al menos una existencia artística precaria. Y para una sociedad que adora el detalle artístico, el apoyo a esos artistas empleados a tiempo parcial es un precio aceptable a pagar. Pero este estatuto excepcional, que pensadores alternativos de toda Europa han visto como posible solución a los problemas de trabajo temporal en la economía postindustrial, es precisamente lo que el sindicato de empresarios francés quiere destruir ahora, a fin de reemplazar el estado de bienestar (welfare) por un sistema de trabajo forzoso (workfare) ¿ y los valores múltiples del arte por la regla única del beneficio.

      Un movimiento como éste refleja el conflicto central que ha motivado todo mi trabajo como crítico, teórico y activista durante los últimos diez años. Y adquiere a su vez la forma que más me interesa: la representación pública, el teatro político en la calle. Porque no es exactamente el arte, en el sentido ¿propio¿ de la palabra, lo que me parece tan apasionantemente atractivo. En las instituciones contemporáneas, las artes visuales -como la música, la danza o el teatro- se entienden habitualmente como una búsqueda competitiva de excelencia, repleta de narcisismo, de prestigio en la alta sociedad, de egos hinchados. Poco importa que los criterios para lograr el éxito sean arbitrarios, establecidos por los dictados de la moda, al servicio de redes de enterados. No son más que las reglas del juego habituales en el mundo artístico. Pero lo que es emocionante, fuente de inspiración e imposible de encontrar en galerías o museos, son los momentos en que la experimentación radical se convierte en experiencia compartida. Momento en los que la realidad da brincos y rebota sobre una multitud en la calle, transformando, multiplicando, perdiendo sus orígenes en beneficio de sus futuros. Son los momentos de carnaval político, cuando la vida misma parece bella, y peligrosa para el orden establecido. El arte que se apodera de la calle abre nuevos espacios para el debate democrático, en íntima relación con la experiencia personal.

      Por supuesto, el arte y la vida jamás son tan simples, y nunca pueden garantizarse resultados positivos. La mera existencia de unos momentos tan amenazantes es la razón por la que tantas formas sociales contemporáneas se muestren como dispositivos de captura, suturas extrañamente seductoras o tejidos cicatrizantes sobre los estallidos de expresión colectiva. No es casualidad que después de la agitación de mayo del 68 surgiera una institución cultural masivamente y públicamente subvencionada en Francia y, en mayor o menor medida, en todas las socialdemocracias. Y la cultura institucionalizada no es más que la prima pobre y pasada de moda de la producción de conciencia profesional, que incluye las invenciones del consumo dentro de su bucle retroalimentador en permanente expansión. Cuando se produce un invento, cuando nace una sensación y un deseo, los diseñadores de mentes se disponen inmediatamente a realizar modelos, prototipos ¿artísticos¿ de los gestos populares que pronto regresarán a nosotros en forma de bienes de consumo, logos, modas; objetos-fetiche cuya posesión y uso se convierten en nuestro pasaporte para el mundo de la subjetividad-para-la-pantalla.

      Mediante una inversión paradójica, el arte de la calle también puede convertirse en instrumento de un nuevo statu quo en el mercado.

      La innovación cultural, o la invención de sensaciones y relaciones, ha sido una de las claves del crecimiento económico durante los últimos veinte años. Debido a dos razones.

      La primera es que lo que la gente desea con mayor intensidad es un mundo de sensaciones y relaciones. Fue lo único que pudo superar la crisis provocada por el descenso de motivación que cayó como una plaga sobre las sociedades mecanizadas de la producción fabril fordista durante los años 70. Pero la segunda es que la transformación de una economía industrial en una economía cultural e informativa demostró ser la manera perfecta de captar una rebelión generalizada en los países sobredesarrollados, y de canalizar sus energías desbordantes hacia la producción de máscaras estimulantes y centelleantes que podrían encubrir la reinstalación del sistema productivo capitalista en todo el mundo.

      ¿Cómo enfrentarse a la integración de la práctica artística dentro de una máquina ideológica? Las estrategias de infiltración, derivadas de la obra de artistas como Félix González-Torres a finales de los 80 ¿y posteriormente promocionada bajo la etiqueta de ¿arte relacional¿ ¿ estaban en este sentido condenadas al fracaso. La idea era que se podía dar un giro individual a los productos mediáticos estandarizados y a los marcos institucionales normalizados, abriendo espacios dentro de la cultura de masas para la recepción creativa. Pero lo que podía haber sido subversivo en los años 60 y 70 se había convertido ahora en una función del sistema dominante. El toque personal es onmipresente en nuestras economías de servicios postindustriales. Las ¿exfiltraciones¿ de los músicos techno y rave en busca de ¿zonas autónomas temporales¿ resultaron ser mucho más efectivas. Huyendo de los circuitos comerciales y rechazando arquitecturas de control, los creadores de rave escenificaron estallidos de libertad colectiva, con independencia de la sociedad al uso. Durante mucho tiempo, la propia distancia que los separaba de la norma los hizo parecer inocuos, irrelevantes. Pero cuando su capacidad de provocar acontecimientos urbanos autónomos se vio imbuida de intereses políticos por parte de grupos como Tute Bianche o Reclaim the Streets, es entonces cuando comenzó el carnaval transgresor. Las solidaridades transnacionales reunieron como en un torbellino a grupos de manifestantes muy distantes entre sí. El consenso mediático que se había construido sobre la base de la globalización capitalista se había roto finalmente. La creación se unía una vez más a la resistencia.

      Autonomía artística, solidaridad política: he ahí la combinación más potente. La invención de nuevos comportamientos deja de ser simple moda cuando se funde con las luchas colectivas, cuya existencia es necesariamente más duradera. Un estilo radicalmente nuevo de performance pública ¿como la Marcha Rosa & Plata inventada en Praga durante las reuniones del Banco Mundial/FMI en septiembre de 2000¿ adquiere profundidad y significado para cada persona implicada cuando el ¿despliegue¿ provocativo no es sino parte de una confrontación más amplia, cuyos envites van más allá de la autonomía temporal o de la expresión individual. A pesar del nivel relativamente superficial e inmediato donde se tienen lugar, estas demostraciones estéticas son las que sirven para romper el consenso, ya que dirigen ademanes significativos a aquellos que permanecen fuera de la lucha. La irreverencia y abstracción formal de los procedimientos artísticos abren una brecha subjetiva dentro de la desalentadora gravedad del compromiso político, que de otro modo sería insoportable para mucha gente. Lo que se personifica y lo que se esparce entre la muchedumbre es un nuevo tipo de oscilación vibrante entre la expresividad improvisada y la colaboración paciente a largo plazo. El experimento artístico se vuelve entonces transversal, se desarrolla simultáneamente entre los grupos sociales y los une en medio de sus diferencias crecientes.

      En el curso de unos pocos años ¿digamos que desde el primer Día de Acción Global en la primavera de 1998, hasta la masiva confrontación de Génova en verano de 2001¿, esta confluencia entre la creación artística y la resistencia política volvió a convertirse en realidad familiar para una nueva generación naciente. Pero Francia, el país donde resido, estuvo sorprendentemente tranquila durante aquel periodo; y cuando examinaba el panorama artístico, a menudo me preguntaba por el valor de ciertas innovaciones del estado de bienestar, como el estatuto especial que disfrutaban los intermittents du spectacle. Aquel precursor de un posible ¿salario social¿ o ¿renta garantizada de ciudadanía¿, que los intelectuales de izquierda vieron como una especie de infraestructura económica para la emergencia de las multitudes, ¿hizo realmente algo, aparte de alentar la complacencia individual y el esteticismo en el sentido más tradicional? Naturalmente, la respuesta varía dependiendo de la gente implicada. Pero parece que una paradoja domina en las sociedades contemporáneas: las cosas por las que luchamos, y que a veces obtenemos, realmente sólo importan cuando la lucha se renueva en otros terrenos. Como si la forma transversal de los movimientos sociales, que atraviesan categorías económicas y culturales, fuera de hecho su contenido más importante.

      Los temas habituales e incluso el estilo de las manifestaciones contra la globalización se han dejado ver en las acciones de los trabajadores temporales de teatro, que respondían a un deseo intenso de compromiso político renovado en la sociedad francesa, de manera especial entre la gente joven. Pero a diferencia del periodo que terminó en septiembre de 2001, ahora nos enfrentamos a una resistencia fuerte y violenta de la derecha en prácticamente todos los países desarrollados. La sociedad, dicen, hay que gestionarla como un negocio, con ayuda de la policía y el ejército, si hace falta. Ante esta nueva situación, la mera interrupción del consenso mediático ya no es suficiente para permitir ni siquiera la esperanza de cambios sustanciales. El problema consiste en abordar cuestiones específicas de manera concreta (por ejemplo, cuestiones del estado de bienestar) sin perder la fuerza transversal de los movimientos. A medida que los conflictos aumentan, aquellos que están implicados en el arte podrían llegar a desempeñar un papel importante.

      Eso conllevaría el rechazo de una mera estética de protesta, y, en su lugar, una contribución a la formación de solidaridades efectivas, de una nueva resistencia política, mientras que mantendría paralelamente espacios abiertos para los múltiples valores del arte: los espacios frágiles y vitalmente necesarios de las revoluciones intermitentes.

      BRIAN HOLMES crítico de arte, activista y traductor. Ha trabajado con varios grupos de arte política, cómo el colectivo multidisciplinar Ne pas plier o más recientemente, el grupo de artistas-cartógrafos Bureau d'études. Sus ensayos se publican en las revistas Multitudes, Springerin, Parachute o Brumaría, y es autor del libro Hieroglyphs of the Future: art & politics in a networked era (Zagreb: Arkzin/WHW, 2003).


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