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William Eggleston. Paradoja

  • Autores: Thomas Weski
  • Localización: Exit: imagen y cultura, ISSN 1577-2721, Nº. 11 (Agosto/Octubre), 2003 (Ejemplar dedicado a: Objetos cotidianos), pág. 50
  • Idioma: español
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • ¿Por qué algunas fotografías nos pueden fascinar durante un buen rato, mientras que otras instantáneas las olvidamos tras un rápido vistazo? Aunque en ambos casos se trata de resultados plásticos del mismo medio técnico, en nosotros provocan reacciones totalmente distintas. Las fotografías que se apoyan en lo espectacular o que distorsionan lo cotidiano nos pueden impresionar un momento, pero su permanencia visual es escasa. Conocemos este fenómeno por la fotografía publicitaria y periodística, en la que se deben presentar procesos complejos de forma comprimida para que funcionen en su contexto de eficacia. Pero recortar el contenido de una imagen significa también reducir la complejidad del mensaje. El resultado son fotografías que funcionan como puntos de exclamación, y que se consumen como estrellas fugaces: al día siguiente sólo recordamos unas pocas imágenes de este tipo. Por lo tanto las fotografías, para que nos acompañen durante más tiempo, necesitan una calidad distinta de la que simplemente nos asombra.

      Cuando me encontré con William Eggleston por primera vez, al principio me asombré por la timidez de esa leyenda de la fotografía. Contestaba amablemente las preguntas que se le hacían con la suave melodía lingüística del sureño aparentemente ensimismado. Vestido con formalidad y con excelentes maneras, Eggleston tenía más bien el aspecto de un hombre de negocios de éxito y no el de uno de los artistas más importantes de la actualidad. Sensible, nervioso, parecía casi frágil este hombre, ya de 64 años de edad, sobre el que se cuentan tantas historias salvajes que a primera vista difícilmente encajan con este señor de aspecto aristocrático. Pero las cualidades paradójicas son típicas de Eggleston y de su obra.

      Cuando en 1976 se inauguró en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, que se sigue considerando en todo el mundo la institución más importante para la fotografía, la primera exposición individual con fotografías en color, el artista no compareció en la recepción, sino que prefirió quedarse en el hotel. La exposición de William Eggleston estaba constituida por 75 fotografías en color y se convirtió en un escándalo. En parte porque en aquella época los fotógrafos serios con pretensiones artísticas no fotografiaban en color, sino que se sometían al dogma imperante de la copia en blanco y negro hecha personalmente. Por lo regular, la fotografía en color se reservaba a los colegas de la publicidad y el periodismo, cuyos clientes tenían suficiente dinero para el laboratorio. El famoso fotógrafo americano Walker Evans había tildado de vulgar el color en el contexto de la fotografía artística. Pero quien leyera con atención la afirmación de Evans, podía darse cuenta de que Evans limitaba su proscripción y declaraba que el color era un medio estilístico adecuado cuando la fotografía en color se dedicaba a reflejar lo artificial de nuestra vida.

      Por otro lado, las fotografías de Eggleston mostraban el entorno inmediato del fotógrafo. Casualmente Eggleston vivía en Memphis, Tennessee, y por eso muchas de sus fotos mostraban motivos de los estados sureños de los Estados Unidos, que a los observadores estadounidenses les parecían a primera vista banales y sin contenido. A finales de los años cincuenta Eggleston había empezado a interesarse por la fotografía y, como sucede muchas veces en la historia de este medio, los estímulos artísticos proceden de los que están fuera o los que llegan de rondón. En Memphis no había una escena fotográfica como en Nueva York, y por eso Eggleston aprendía de los libros: sobre todo tenía en gran estima The Decisive Moment del fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson. Éste había establecido una filosofía del momento adecuado para captar fotográficamente un objeto, según la cual existe un momento casi óptimo para el disparo, que reúne ejemplarmente todo el proceso en un momento. De hecho, sus fotos en blanco y negro son obras maestras de una determinada época de una forma humanista de la fotografía, que hoy sigue teniendo éxito entre su público en la presentación anecdótica de las escenas reproducidas. Sus imágenes siempre glorifican un poco en su perfección formal el mundo no perfecto y, así, lo hacen más soportable.

      Eggleston procede de una de las más antiguas familias de América y sus antecesores, que siempre se fueron trasladando cada vez más al oeste, finalmente se detuvieron junto al Mississippi. La familia alcanzó el bienestar con plantaciones de algodón y hasta ahora William Eggleston no ha necesitado en su vida de un trabajo remunerado para subsistir. Fue educado a la europea, está versado en historia de la arquitectura y el arte, ama la música clásica, venera a Bach y es un buen pianista. Desde hace cuatro décadas está casado con su mujer, Rosa, y tienen tres hijos. Pero también es un compañero impredecible, un loco por las armas, amigo del alcohol, un donjuan. En algún momento en este hombre se debió romper algo, pues su visión del mundo es romántica, moral y desesperada.

      Cuando a comienzos de los años 60 le preguntó a un amigo qué es lo que debía fotografiar, aquel le aconsejó que se ocupase de un mundo de objetos que no le gustasen. A Eggleston le pareció una buena idea y, de hecho, esta recomendación es el detonador de la obra estilística en la fotografía que surge a continuación. Eggleston, con una película en color en la cámara, visitó uno de los primeros shopping malls en Memphis e hizo la primera foto de un joven empleado de un supermercado que a la luz del atardecer empuja un carrito de la compra, explorando lo cotidiano en busca de lo extraordinario que oculta. La cálida luz le da a la imagen la nota reconciliadora, mientras que al mismo tiempo lanza una mirada despierta al sueño americano y a sus condiciones de vida. (...)


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