En España existe la generalizada convicción de que disponer de una buena red de contactos es un patrimonio que puede generar beneficios en todos los ámbitos, incluido, por supuesto, el de las relaciones con la Administración. Por ello, a nadie extraña que, cada vez que se descubre un nuevo caso de corrupción, se formule de modo casi sistemático acusación por tráfico de influencias. Lo que produce sorpresa es el contraste entre la profusión de acusaciones por este delito y la práctica total ausencia de condenas por el mismo. En este artículo, se reflexiona acerca del motivo del escaso número de condenas y la preocupante asimilación práctica de este tipo a la inducción a la prevaricación.
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