Hay algo predatorio en el acto de registrar una imagen. Transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente. Fotografiar a alguien es cometer un asesinato sublimado. Todas las fotografías son momentos de muerte. Tomar una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad porque seccionan un momento y lo congela, todas las fotografías atestiguan el paso decapitado del tiempo.
La imagen busca exorcizar al discurso que podría fijar lo real. La fotografía es así una estrategia de inclusiones inexorables, en la cual la distancia entre unos y otros se va horadando. A tal punto que el sujeto fotográfico ya no es el personaje, ni el fotógrafo ni el espectador: no hay otro en la foto, hay un heterónimo; esto es, un sujeto hecho de tres personas distintas cuya suma es imaginaria. La prueba del gran fotógrafo es evidente: no busca ilustrarnos o escandalizarnos, no nos hace meramente boyeritas. Nos da una función configurativa del escenario: no estamos en la foto, estamos en su grafía.
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