Alfonso Levy, un hombre en constante amanecer, es apasionado y excesivo. Se le intuye amante del amor, entregado al vivir, al fluir por el mundo saboreando con fruición de todos los detalles, de todos los instantes, ya sean buenos o malos. Una persona capaz de generar continuidades llenas de embrujo. Un alquimista del siglo XXI que destila palabras cotidianas y logra crear sensaciones primerizas en quien lo escucha.
Pausado en los movimientos, selecciona los términos con delicadeza. Su pericia es la ternura, su aroma la sinceridad, su gesto la comprensión y con este combinado alcanza el arte de agitar al otro sin perturbarlo, ni arrebatarle el sosiego. Escuchándole, uno se pierde por el paraíso que son sus relatos, mientras en esa dimensión secreta de lo indecible, se encarna el deseo de que éstos nunca acaben.
Sería fácil atribuirle el don de hacerse escuchar, pero probablemente también sería injusto. La vida nos suele regalar nada. Lo suyo no es un vuelo fortuito. Huele a conquista, a esfuerzo personal, a años de trabajo con la materia prima de su esencia. Su visión, especialmente positiva, ofrece una iconografía distinta, por no decir contraria ala que una mayoría de los medios de comunicación, entorno en donde él se desenvuelve desde hace más de veinte años, trasladan a oyentes, espectadores o lectores.
Multitud de azares se han encadenado y dado cita permitiendo realizar esta entrevista, dejando atrás el mundo de las intenciones. Su ciencia es la filología y de su mano vamos a reposar y nutrirnos del oasis de las palabras.
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