A pesar de haber sido la primera ciudad española en dotarse de un catálogo de patrimonio arquitectónico, Barcelona ha perdido mucha parte de su legado histórico por una escasa y poco eficaz protección de sus tejidos más antiguos. Sin embargo, una creciente sensibilidad ciudadana ha generado las condiciones para que la administración municipal haya emprendido un camino novedoso y valiente para que las inevitables transformaciones urbanas de la metrópoli catalana no sigan exigiendo el sacrificio de barrios, edificios e incluso monumentos. El artículo propone una reconstrucción de cómo se están desarrollando las nuevas políticas patrimoniales de la ciudad condal, pasada de las poderosas demoliciones postolímpicas a la reciente decisión de someter cada derribo a un régimen de licencia que quiere revertir la tradicional prioridad de lo nuevo sobre lo existente. La explicación pone en relieve como esta reflexión tiene sus raíces en la emergencia climática, que requiere un diferente uso del suelo, y en la lucha a la masificación turística, sufrida de forma exponencial en los últimos años en la capital catalana.
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