«Tanto el título del libro como el subtítulo que lo completa, Tratado imaginario, esconden una declaración de intenciones que se evidencia en las primeras páginas y que no pudo pasar inadvertida para quienes ya estaban iniciados en los postulados de su autor»

POR MIGUEL BARRERO

Fuente: wikicommons

No gozan de excesiva reputación los libros escritos por encargo, considerados casi siempre —y hay ejemplos abundantes para ratificar la percepción— como obras meramente alimenticias en las que sus autores ponen más oficio que talento, espoleados por el objetivo de cumplir con el encargo en el plazo previsto y cobrar los emolumentos preceptivos y no por la vocación de dar a imprenta un texto susceptible de aportar un nuevo hito a su trayectoria. Y aunque, como ocurre siempre, haya excepciones que contradicen la norma y existan en la larga historia de la literatura ejemplos de necesidades editoriales que dieron como fruto volúmenes estimables, es cierto que rara vez se terminan convirtiendo este tipo de encomiendas no ya en piezas irrenunciables dentro de la bibliografía de sus firmantes, sino en frutos dignos de interpretarse como hitos de un lugar y un tiempo y, en consecuencia, elementos merecedores de ocupar un puesto destacado en los anaqueles de la posteridad.

No sé si el lector medio español tiene en la cabeza el nombre de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937-París, 2005) cuando se trata de pensar en la literatura hispanoamericana reciente, por más que Martín Kohan lo considere el escritor más relevante de Argentina después de Borges; o que Ricardo Pigilia lo situase, junto a Manuel Puig y Rodolfo Walsh, como uno de los más firmes exponentes de las vanguardias que fueron viendo la luz en el país sudamericano tras la irrupción del todopoderoso y omnipresente autor de El Aleph. Los medios y la crítica situaron su figura en los márgenes menos accesibles del boom y tampoco contó con una gran editorial que respaldara el conjunto de su obra ni erigiera su nombre sobre el pedestal en el que ya iban brillando algunos de sus contemporáneos más recurrentes. Su primer libro, En la zona, apareció en 1960. Era un volumen de relatos de resultado irregular, pero en el que ya se presagiaba el gran escritor que terminaría siendo, y concluía con una pieza, «Algo se aproxima», que al cabo del tiempo se revelaría como el elemento seminal de un proyecto narrativo que quizá en aquel tiempo ni él mismo vislumbraba. Los títulos que fue publicando posteriormente —entre ellos, las novelas Cicatrices, El limonero real y, sobre todo, Nadie nada nunca, que partía de los preceptos propios del género negro para embarcarse en un experimento multiperspectivista con el telón de fondo de la dictadura militar argentina— le granjearon respeto y reputación, pero no celebridad. Tal y como recuerda Alan Pauls, a mediados de la década de 1980 su obra gozaba de una solidez que quedaba fuera de toda duda y contaba con las bendiciones de los prescriptores académicos —los planes de estudio universitarios contemplaban la lectura de sus narraciones—, pero no era el suyo un nombre que circulara entre una gran masa de lectores. Por norma general, ese grupo informe y heterogéneo que para abreviar denominamos «el público» ignoraba su existencia. En esa época Saer andaba a punto de alcanzar el medio siglo y ni siquiera había contado con un sello que confiara en él tanto como para publicarle más de un libro. Fue en ese momento cuando encontró en España un balón de oxígeno que se concretó en la obtención del premio Nadal con La ocasión —una novela ambientada en la Pampa en la que se entremezclaban la supuesta locura de su protagonista con la fiebre patriótica que origina el nacimiento de una nación— y en la amistad con el editor Alberto Díaz, que gobernaba entonces el timón de Alianza y era, además, uno de sus lectores más devotos.

Movido acaso por la vocación de demostrar la fiabilidad del compromiso, de exhibir su voluntad de comenzar a abrir juntos un camino consistente que partiera de los predios ya explorados para aventurarse en busca de lo que pudiese estar por venir, Díaz encargó a Saer que escribiera un libro. No uno cualquiera, sino un ensayo en torno a lo que en el corpus saerano, y en atención a lo que permitía vaticinar su primer libro, se denominaba «la zona» y venía a delimitar ese espacio en el que el autor venía ambientando el grueso de su obra narrativa, un universo medio real y medio imaginado en el que se fundían detalles evidentes de su provincia natal con otros inventados que, de algún modo, explicaban la naturaleza de la localización mejor que aquéllos que le pertenecían por derecho. Ese propósito original, sin embargo, sufrió una variación que quizá no influyó de manera determinante en el fondo —luego explicaremos por qué—, pero que sí revestía un tono ciertamente drástico en el aspecto puramente formal, entendiendo como tal lo que atañe no al contenido de la obra, sino a su envoltorio. El éxito en aquellas fechas de ciertos libros que versaban en torno a ríos, y entre los que brillaba con especial fulgor El Danubio de Claudio Magris —epítome de la literatura europea entendida no como la que se escribe en el ámbito geográfico del continente, sino la que se eleva sobre las diversas idiosincrasias nacionales y sociales para encontrar en esa amalgama una suerte de ámbito intelectual común—, provocó que la encomienda se alejara de su medianamente abstracto propósito inicial para orientarse hacia un fin más concreto: un ensayo que se ocupara del Río de la Plata y explorara —eso sí, desde la óptica que Saer tuviera a bien emplear— cuanto pudieran dar de sí su cauce y su caudal, sus flora y su fauna, sus límites y sus meandros.

No resulta baladí el hecho de que tanto este propósito con el que nació el libro como el modo en que él decidió abordarlo constituyan, en ejemplo, la muestra más acabada de la convicción que orientó toda su obra y que se basaba en la carencia de una actitud dogmática en cuanto a las convenciones genéricas: un texto narrativo es un todo orgánico en el que cabe todo aquello que el texto precise para encontrar su rumbo y encauzarse; una narración se parece, en resumidas cuentas, a un río, y debe comportarse como tal y perder el miedo a arrastrar en su caudal cuantas impurezas aparezcan en las orillas, firme e irredento en su objetivo de verterse en el mar

Seguramente el editor fue consciente desde el primer momento de que Saer no se atendría a lo pactado, o al menos de que abordaría el tema desde un punto de vista lo suficientemente singular como para conjurar el riesgo de que el encargo terminara convirtiéndose en una especie de guía turística trufada de elementos más o menos literarios que justificaran su razón de ser. Incapaz de acomodarse a los reglamentos que se dictaban desde los estamentos eruditos para dictaminar las lindes de los géneros —tuvo incluso la humorada de poner como título El arte de narrar a su único libro de poemas—, y por más que adoptara frente al reto una metodología original en él que quizá tuvo tintes preventivos —lo escribió directamente a máquina, cuando lo normal era que pergeñara a mano la primera versión antes de pasarla él mismo a limpio—, el escritor encontró en el contrato por el que se comprometió a terminar el libro una coartada para coartar su cartografía íntima y se embarcó en un proceso de escritura que ni se atuvo a parámetros prefijados ni evitó las osadías.

De hecho, tanto el título del libro como el subtítulo que lo completa, Tratado imaginario, esconden una declaración de intenciones que se evidencia en las primeras páginas y que no pudo pasar inadvertida para quienes ya estaban iniciados en los postulados de su autor. El Río de la Plata, que nace en la confluencia del Paraná y el Uruguay, viene a ser en realidad un estuario o golfo —un «no río», en definitiva— al que Domingo Faustino Sarmiento llegó a definir como «un río sin ribera». La referencia no es gratuita. Además de político, militar, profesor y periodista, Sarmiento fue un escritor excelente que en 1845 publicó un libro, Faustino, en el que convertía su exploración de la figura del caudillo riojano Faustino Quiroga en una suerte de tratado totalizador sobre la Argentina y sus diversas idiosincrasias. Saer viene a tomar esa obra como modelo para trasladar, a su modo, el mismo espíritu a las páginas que se trae entre manos: si en la personalidad de Quiroga, en sus miserias y sus gestas, cabía un relato capaz de condensar las esencias más definitorias de una nación poliédrica desde su mismo origen, también el Río de la Plata se puede erigir en eje vertebrador de una teoría tan peculiar que evita los apriorismos y carece del menor empeño por hallar una conclusión definitiva; un periplo en pos de un punto de fuga que quizá no exista y en el que lo personal se funde con lo colectivo y la imaginación o las elucubraciones están legitimadas para llegar a todo aquello que se escabulle de la percepción de lo real.

No es un viaje literal lo que Saer propone en El río sin orillas, y tampoco nos hallamos ante una inmersión teórica en los conceptos que, desde la geografía o la sociología o la política, podrían explicar las razones por las que el Río de la Plata es susceptible de constituir un resumen o un esquema o un epítome de la Argentina en su conjunto. En el terreno literario, a ese recurso cuyo fundamento radica en tomar la parte por el todo se le da el nombre de sinécdoque, y es una gran sinécdoque la que, línea a línea, va pergeñando Saer a través de un viaje en el que lo que reviste trascendencia no es su sentido estricto —me refiero a la narración de los desplazamientos físicos del escritor en torno al, llamémosle así, objeto de su estudio—, sino el ejercicio introspectivo que transforma el periplo en reflexión, un trance divagatorio que se presenta como casual pero en verdad se imbrica con el propósito último con el que a partir de cierto momento parece el escritor guiar su empeño: convertir el Río de la Plata, y con él la Argentina al completo, en una exposición de su poética.

La apariencia, de hecho, es la de un relato, único modo de abordar lo que a fin de cuentas no es otra cosa que la historia de un territorio sin historia. Un relato que se escribe en primera persona del singular y aúna la experiencia personal con los hechos del pasado que han quedado inscritos en los libros y los testimonios orales que dan cuenta de rumorologías y leyendas. Una combinación de elementos no ficticios que arrojan como resultado, claro, una ficción que el propio Saer se apresura a calificar como involuntaria, por más que su querencia a los juegos de espejos dé que pensar que esa disculpa no pedida encierra, como suele ocurrir, una autoacusación manifiesta. No resulta baladí el hecho de que tanto este propósito con el que nació el libro como el modo en que él decidió abordarlo constituyan, en ejemplo, la muestra más acabada de la convicción que orientó toda su obra y que se basaba en la carencia de una actitud dogmática en cuanto a las convenciones genéricas: un texto narrativo es un todo orgánico en el que cabe todo aquello que el texto precise para encontrar su rumbo y encauzarse; una narración se parece, en resumidas cuentas, a un río, y debe comportarse como tal y perder el miedo a arrastrar en su caudal cuantas impurezas aparezcan en las orillas, firme e irredento en su objetivo de verterse en el mar. De ese modo, la narración imbrica toda suerte de componentes autobiográficos, geográficos, históricos, indagatorios, sin perder el punto de vista que alerta de la subjetividad de lo contado al tiempo que se reafirma en su vocación objetiva, supuestamente avalada por la mención a otras crónicas viajeras, pero que se pone en duda desde el momento en el que el Río de la Plata se revela —y he aquí la explicación de por qué la modificación en la naturaleza del encargo no debió de modificar en exceso su intención primera— como una zona de paso en la que aquello que se considera real e irrefutable se ve continuamente cuestionado por esa ficción involuntaria que lo reformula y lo altera, lo que en esencia viene a ser una traslación de las premisas a partir de las cuales construyó Saer el fundamento de sus propias novelas. Es el mismo proceso, tan presente aquí, que sigue el mito para incidir sobre la historia, otorgándole un nuevo relieve y condicionando sus interpretaciones y, por tanto, cuestionándola. Alcanza así su pleno significado el subtítulo Tratado imaginario, que Saer muy sabiamente quiso incorporar a la cubierta como aviso a navegantes: este viaje por las orillas inexistentes del Río de la Plata, ese transitar por su condición de metáfora de un país entero, es tan irreal como al cabo lo es el propio territorio que describe, conformado por lo que efectivamente es, pero también por la suma de percepciones que sobre él se vierten y por el imaginario que, en consecuencia, forma parte insoslayable de su historia y su presente. Igual que Sarmiento tomó la figura de un caudillo militar como punto de apoyo desde el que afianzar su particular narración de la Argentina, Saer se ancla al río para brindarnos un relato que obedece a una visión íntima e intransferible, pero cobra también una validez universal, una exploración de un territorio cuyas lindes, concretas sólo en apariencia, se terminan enredando en la irrealidad de lo difuso. El río sin orillas nació como un libro de encargo, pero se terminó convirtiendo en una lección magistral.

Total
191
Shares