Rilke en España: el reencuentro con la poesía

Rafael Argullol

Filósofo y escritor

Entre 1912 y 1913, Rainer Maria Rilke pasó unos meses en varias ciudades españolas, en un viaje donde se concentran, en cuanto que herencia, buena parte de los sucesivos enfoques de la cultura alemana con respecto al «alma española». El viaje, en realidad, apenas alteró la visión preconcebida que el autor tenía del país, como muestran sus anotaciones y a pesar de que, en algunos momentos, la estancia en España se le hizo insoportable. Rilke había fraguado, por entonces, una imagen del paisaje y la cultura españoles a partir de la visión del Romanticismo alemán, construida por oposición a la hegemonía racionalista e ilustrada de la cultura francesa. Así, el teatro del Siglo de Oro, el Romancero o Don Quijote de la Mancha dejan una profunda huella en los principales autores románticos alemanes, desde Goethe hasta Schiller, en el marco de la amplia tradición del viaje al sur, o el viaje a Oriente, que no es sino una expresión espectacular del deseo del Otro, y de ser Otro, que invade la literatura alemana moderna.


El día 31 de octubre de 1912, Rainer Maria Rilke se marcha de Bayona rumbo a la frontera española. Dos días más tarde, coincidiendo con el día de Difuntos, llega a su gran objetivo, Toledo, donde permanece un mes entero. A principios de diciembre visita Córdoba y Sevilla. Tras abandonar esta última ciudad, y disgustado por lo que le parece una falta de gravedad espiritual, llega a Ronda el 7 de diciembre del mismo año para instalarse en el Hotel Reina Victoria. El 19 de febrero de 1913 lo hallamos en Madrid, aunque solo llega con intención de contemplar las obras de El Greco y Goya. Finalmente, sabemos que, al cabo de una semana, escribe a unos amigos ya desde París.

El viaje español de Rilke, por tanto, dura casi cuatro meses. Pese a ello, se trata de un viaje «ejemplar » donde se concentran, en cuanto que herencia, buena parte de los sucesivos enfoques de la cultura alemana con respecto al «alma española». Sobre todo, llama la atención el escaso impacto del viaje real del poeta por tierras españolas en el viaje ideal concebido de antemano. Rilke abandona España después de haber visitado varias ciudades, con una visión muy cercana a la que lleva construyendo en su mente en los años previos a la visita. Su España mental apenas se ve alterada por el viaje, sigue siendo lo que, ya de antemano, él le ha otorgado: un paisaje limítrofe de la existencia donde es posible realizar un aprendizaje iniciático y catártico. Rilke llega a España en busca de su propio viraje espiritual —la nouvelle opération— y se marcha convencido de que este viraje se ha producido.

Si nos atenemos a sus palabras, la fase de curación espiritual empieza en Ronda, donde su fascinación por el escenario le facilita una nueva intuición poética, cuyo eco se muestra de inmediato en la Trilogía española. Pero aún más elocuente es el caso de Toledo, la ciudad que el poeta ansía conocer desde los años de juventud. Al cabo de un mes de estancia toledana, la ciudad, según las palabras de Rilke, se le vuelve insoportable. Necesita huir. Sin embargo, ello no supone razón alguna para que el lugar deje de cumplir la misión impuesta por el autor, y erigirse, así, en «viaje de los viajes». El paisaje toledano «se vuelve mundo, creación, montaña y abismo, Génesis. En este paisaje no puedo sino pensar en un profeta, un profeta que se levanta del ágape, el convite, la reunión, y ya entonces, llegando a casa, planea sobre él el don profético, la inmensa profecía de implacables visiones: ese es el ambiente de la naturaleza en torno a esta ciudad».

Para Rilke, Toledo es la «montaña de la revelación ». El paisaje interior del poeta se comunica con el paisaje castellano, en una comunión mística de tipo cósmico existencial. Rilke, de hecho, ya había previsto con antelación esta comunión, como muestran diversas anotaciones que reflejan sus deseos de conocer España. La España de Rilke, antes y después del viaje, es la España supuestamente barroca en que Velázquez y, sobre todo, El Greco, ocupan un lugar privilegiado junto a los místicos y el teatro del Siglo de Oro. Por ello, si su viaje es «ejemplar», también lo es, en cierto modo, su actitud al erigirse en receptor de una imagen del «alma española» que se ha ido fraguando en la cultura alemana desde finales del siglo XVIII. Rilke aún está en deuda con la imagen de España que se conforma durante la época del Romanticismo alemán.

A finales del siglo XVIII, el «alma española» sirve a Alemania como referencia frente a la hegemonía racionalista e ilustrada de la cultura francesa. Mientras aumenta el interés de los viajeros alemanes por la Península Ibérica, Lessing y Herder actúan como auténticos descubridores de la literatura española. En su Dramaturgia de Hamburgo, Lessing recorre la tradición dramática española para desmarcarse del clasicismo francés, atraído por su libertad creativa y su capacidad para lo tragicómico. Para Lessing, el drama español, con su menosprecio por las reglas y normas, constituye el mejor marco para el futuro desarrollo del drama moderno. Herder aún es más rotundo, pues contempla España como el «aislado y romántico país del entusiasmo» que huye del cosmopolitismo racionalista y nivelador. Contra la leyenda negra difundida por la cultura ilustrada, Herder trabaja a fondo el tópico del «alma española» y rescata, para sus propósitos con respecto a Alemania, una imagen heroico caballeresca cuya mejor forma de transición será la literatura. Según dicha perspectiva, el Poema de Mío Cid o el Romancero reflejarían la plasmación del «genio del pueblo» o del «espíritu popular» (Volkgeist), del mismo modo en que Don Quijote se erigiría, gracias a los trazos dibujados por Cervantes en torno al protagonista, en una extraordinaria muestra de ese carácter nacional del que aún carecía la civilización alemana. El Siglo de Oro español y el «drama mitológico » de Calderón están presentes en la concepción del Fausto de Goethe, donde España aparece como expresión del fanatismo religioso o como «país del entusiasmo» heroico y místico. Así, la balanza de la percepción literaria alemana se va decantando hacia esta visión, aunque la huella de la leyenda negra, originada por las luchas religiosas que siguieron a la Reforma y luego azuzada por la Ilustración, sigue presente en obras tan importantes como Don Carlos, de Schiller, o Clavijo, de Goethe. Aunque, con respecto a este último, no debe descartarse la creciente influencia del teatro del Siglo de Oro español, y especialmente, del «drama mitológico universal» de Calderón, en la concepción definitiva del Fausto. Así, podemos hallar, sin temor a equivocarnos, claros ecos calderonianos en la segunda parte de la obra maestra de Goethe.

No obstante, en la primera década del siglo XIX es cuando el apogeo de «lo español» llega a su punto álgido, e incluso ha podido hablarse de un verdadero «decenio español». Lessing y Herder ya habían allanado el camino, pero la admiración política desatada por la guerra de la Independencia contribuye a afianzarlo. Al componente político cabe añadir un componente literario intelectual: el «alma española» se identifica bajo el prisma cervantino calderoniano. Cervantes y Calderón constituyen, pues, dos puntos de referencia, ya no solo para entender la tradición española, sino para impulsar las posibilidades de una nueva literatura alemana.

Cervantes, sometido a la orfebrería romántica, ofrece un prototipo de héroe moderno individualista e irracionalista. Abundan, en este sentido, las distintas posturas en torno a este enfoque. Para Friedrich Schlegel, Don Quijote es el ejemplo perfecto de novela romántica, mientras que Hegel se centra más en el arquetipo y encuentra en el mismo Quijote la quintaesencia del individuo romántico. Por su parte, Schelling, ampliando la perspectiva, contempla al héroe cervantino como un verdadero mito de la condición humana. Tieck, Hoffmann, Novalis… Las siluetas del Quijote, con su intercambio continuo de realidad e imaginación, son especialmente idóneas para que la conciencia romántica recree nuevas siluetas.

A Calderón, en cambio, se le quiere identificar con una capacidad metafísica especial del «alma española». Los hermanos Schlegel romantizan el drama calderoniano hasta elevarlo, junto con el de Shakespeare, a la máxima expresión de la poesía romántica. August Wilhelm Schlegel, siguiendo la senda de Herder, ve en las obras de Calderón el reflejo del «carácter nacional» y el «genio nacional» españoles. Con respecto a esas mismas obras, Friedrich Schlegel elogia la glorificación del hombre interior, la potente penetración en los misterios de lo inefable y la «poesía de lo invisible » que recorre la dramaturgia calderoniana. La vida es sueño se convierte, así, en uno de los textos favoritos de la época, capaz de suscitar numerosos intentos de readaptación. Basta con citar la obra maestra de Kleist, El príncipe de Hamburgo, cuyo paralelismo con el Segismundo de Calderón resulta indiscutible. Schelling resume a la perfección este clima cuando escribe en su Filosofía del arte: «España ha producido el genio que, aunque por su materia y su objeto ya significaba un pasado para nosotros, es eterno por su forma y su arte, y ya presenta, asentado y materializado, lo que, al parecer, la teoría solo podría pronosticar como misión del arte futuro. Me refiero a Calderón».

La imagen romántica e idealista de España, esencialmente literaria, pero también pictórica, remite, aún, a una determinada interpretación de la España medieval y, sobre todo, barroca. Cien años más tarde, Rilke sigue bebiendo de las mismas fuentes al comenzar su «viaje iniciático».

Contra el periplo español de Rilke se ha esgrimido su escasa percepción del país «real» que estaba visitando. Aun así, solo resulta un argumento válido desde un enfoque sociológico, y Rilke, como podemos suponer, se encuentra en las antípodas de la sociología. Su viaje debe contemplarse desde una perspectiva muy distinta que nos revela los verdaderos motivos del escritor viajero. Rilke asume esa figura —o tal vez, esa máscara— con una radicalidad muy particular, aunque, al actuar de ese modo, no hace sino adoptar una de las opciones intrínsecas de todo escritor. Podríamos decir, incluso, que, en cierto sentido, resulta redundante hablar de escritor viajero porque, aunque sea de modo inconsciente, todo escritor es, en esencia, un viajero.

Lo que llamamos literatura es la metaforización ilimitada del viaje —limitado— de la vida. No importa que esa proyección se lleve a cabo desde un escenario inmóvil, o que su artífice renuncie a cualquier desplazamiento físico: en todos los casos, el escritor viaja impulsado por el motor imprescindible de la imaginación. Sin ese motor, no existe posibilidad alguna de creación artística. Todos podríamos estar de acuerdo en este punto. Recordemos, sin embargo, que los intentos de iluminar el significado de la imaginación siempre se han realizado, obligatoriamente, en términos viajeros y, en concreto, recurriendo al contraste entre la realidad empírica, cotidiana, del hombre, y «otra realidad» atravesada por infinitos trayectos que conducen a todas partes a la vez que a ninguna. Imaginar es recorrer, a la deriva, algunos de esos trayectos. Escribir es intentar superar la deriva después de albergar la ilusión de un rumbo.

No es de extrañar, por tanto, que nuestra herencia y nuestra conciencia literarias se enroquen alrededor de un viaje perpetuo. Homero emprendió el viaje con Ulises; Apolonio, con Jasón; Virgilio, con Eneas. Dante, más explícito, viajó él mismo por el infierno, el purgatorio y el cielo mientras caía en un sueño profundo, un Viernes Santo del año 1300. Asimismo, muchos otros escritores alimentaron otros rumbos y, con el paso de los siglos, los renovados esfuerzos de renovados navegantes toparon, por enésima vez, con las estelas que Homero, Apolonio, Virgilio o Dante habían dejado tras de sí. Nosotros aún oímos los cantos de sirenas, buscamos el vellocino de oro o nos estremecemos con los lamentos de los condenados. La literatura es un viaje único al que regresamos constantemente, no para conquistar un determinado país, sino para atesorar miles de mapas de un país inexistente.

Por eso no puede juzgarse al escritor viajero desde la óptica del turista, pues este sabe, en el mejor de los casos, por qué acude a un lugar, mientras que el escritor viajero, incluso sin salir de casa, acude porque sabe. En el escritor viajero prevalece la dimensión mítica sobre la real, por más que las experiencias físicas del viaje puedan modificar elementos esenciales de su percepción. La prevalencia del mito es lo que, en gran medida, estimula el juego de correspondencias entre los deseos generados por la sensibilidad y los espacios concebidos por la imaginación. De este modo surge la auténtica geografía a la que se enfrenta el escritor viajero: una geografía mítica cuyas coordenadas alteran poderosamente el significado del itinerario. El eje de la brújula se orienta según el magnetismo que le dicta el espíritu.

Baudelaire creía que el verdadero viajero es el que viaja por viajar, por lo que escribió en los últimos versos de su poema «El viaje»: «Cielo o infierno, ¿qué importa, siempre y cuando nos hagamos a lo nuevo?». Para Hölderlin, el viaje más decisivo era el regreso al origen. Ambos tenían razón: perseguimos lo que es nuevo, lo desconocido, como único camino de regreso. Buscamos nuestro pasado en el futuro guiados por el afán de trascender este presente que, aunque es nuestro único territorio de posesión, también es nuestra prisión, nuestra limitación. Hacemos camino para deshacer el cerco que encierra nuestra cotidianeidad, para desvertebrar lo que aparece como excesivamente vertebrado y, por tanto, como peligrosamente asfixiante. En esa tarea, literatura y viaje vuelven a coincidir.

Este es, al fin y al cabo, el sentido de la geografía mítica que anticipa la posibilidad de ulteriores aventuras en las geografías de la realidad. De ahí que todos los itinerarios del escritor viajero posean, en primera instancia, un componente iniciático: un aprendizaje, una prueba, un conocimiento. También, a modo de complemento, una voluntad de cambio que se manifiesta en la suposición de que el viaje brindará a su protagonista una alteración de la existencia. En la medida en que estos motivos poseen una función fundamental, se comprende el carácter esencialmente utópico de los lugares hacia los que se orienta el viajero. Naturalmente, estos pueden tener, y tienen en su mayoría, unos topos nada irreales, pero lo que cuenta, en definitiva, es la carga utópica que los ha transfigurado, convirtiéndolos en regiones del deseo.

El mar, el desierto, la selva, las montañas siguen siendo el mar, el desierto, la selva y las montañas. Y sin embargo, son mucho más que eso cuando se erigen en fruto de proyecciones simbólicas que identifican los rasgos físicos de la naturaleza con fenómenos de la sensibilidad. Lo mismo ocurre con ciertas ciudades, cuya presencia real queda desbordada por las creaciones del sueño. Alimentando un proceso paralelo, las coordenadas del mundo tienen, con una frecuencia extraordinaria, una vida simbólica propia: norte y sur, occidente y oriente, están lejos de indicar una única dirección, o una zona del planeta, sino que se convierten en grandes metáforas construidas por la imaginación. Lo que tienen en común, en todas las geografías de alcance mítico, es su promesa de alteración vital y, con ello, su oferta de libertad.

Desde sus comienzos, la literatura ha estado empapada del aroma excitante que emana del viaje mítico, aunque, sin duda, este aroma, en la literatura moderna, es más fuerte y penetrante, pues se encuentra ligado a una mayor conciencia de la asfixia presente en la relación del escritor con su vida cotidiana. A este respecto, el siglo xix es el siglo ejemplar, escenario de la máxima eclosión de viajes míticos y topografías simbólicas. La larga tradición del viaje al sur, o del viaje a Oriente —a menudo yuxtapuestos— no es sino la expresión espectacular de ese deseo del Otro, y de ser Otro, que invade la literatura europea.

Rainer Maria Rilke es un exponente especialmente explícito del escritor viajero, ya perfilado desde el Romanticismo. Su nomadismo vital lo lleva, como ya sabemos, a cambiar de país y residencia a menudo, pero lo más auténtico y decisivo de dicho nomadismo es que se encuentra íntimamente vinculado con el desarrollo de su obra literaria, de modo que una de las claves más seguras en cuanto a la lectura de Rilke nos lleva a su propia condición de viajero en la realidad y, por supuesto, en la imaginación. Con un énfasis especial, el poeta relaciona sus viajes —y sus proyectos de viaje— con una voluntad de cambio, un anhelo permanente de vita nuova cuyos efectos se dejan sentir en su poesía. Obsesionado por la esterilidad, el cambio, para Rilke, siempre está orientado a la fecundidad creadora. En este sentido, es el poeta, más que el hombre, quien necesita viajar.

En la geografía mítica rilkeana aparecen dos franjas extremas que, aunque contradictorias en apariencia, se complementan entre sí: Rusia y España. La simbología de ambas es relativamente transparente si tenemos en cuenta el hermetismo habitual del poeta. Tienen en común el carácter extremo en relación con un centro ocupado por la tradición europea y, más específicamente, alemana. Participan de una dimensión abierta, en cierto modo exógena, frente a la presión excesivamente estructurada del núcleo central. Por razones distintas, son polos de tensión que proporcionan un cierto magnetismo al tejido de la civilización europea, que parece sucumbir bajo el peso de su propia gravedad racionalista. Una y otra constituyen, para Rilke, fuentes de alteridad.

Los motivos de cada elección, claro está, son distintos. Rusia atrae al poeta por sus raíces eslavas, su religión ortodoxa, su dimensión esteparia… Para él, todo eso contiene una espiritualidad especial. Decantada hacia la mística —al igual que la española—, donde se congregan violencia y profundidad de una forma muy dinámica, la estepa rusa es el espacio idóneo para que se resquebrajen los diques de contención que encierran opresivamente al hombre europeo, el paisaje por donde el viajero puede errar como un náufrago provisional esperando una post salvación.

Rilke, como ya hemos visto, hereda un sólido legado de la cultura alemana con respecto a la interpretación del «alma española». Al asumirlo, no obstante, le otorga una huella muy personal, llena de sutilezas en cuanto a los tópicos más frecuentes. También España, como Rusia, es exógena en relación con la presión endógena del centro europeo, pero, en este caso, lo es, sobre todo, porque representa una encrucijada de civilizaciones que, para el poeta, resulta muy enriquecedora: el triple sustrato cristiano, judío e islámico de la cultura española conforma un escenario espiritual específico. Si Rusia es el país del naufragio caótico, España es el país donde el peregrino puede esperar la redención.

Esta convicción explica el balance del viaje de Rilke por España. Seguramente, su conocimiento empírico de las tierras que anduvo recorriendo fue muy escaso. Es probable, incluso, que, con la excepción de Ronda, las ciudades visitadas lo decepcionaran y, por ello, decidiera abreviar su estancia. Sin embargo, visto desde otra perspectiva, sin duda Rilke fue el peregrino que quiso ser y, una vez obtenida la revelación, el «viaje de viajes» ya había alcanzado su objetivo. Nunca sabremos el peso real de lo que vio, comparado con lo que ya había «visto» antes de emprender su travesía, y de lo que la imaginación le hizo ver al terminar. Con todo, esta ignorancia no resulta sorprendente: todo viajero auténtico emprende el viaje con la esperanza de confundir lo que ha visto con lo que ha soñado.