POR MARGARITA LEOZ
Fotografía de Margarita Leoz

Aeropuerto Ramón Villeda Morales, Terminal A, Llegadas

La madrugada que aterricé en San Pedro Sula poseía nociones vagas sobre Honduras, adquiridas a marchas forzadas para preparar mi viaje. Era mi primera vez en Latinoamérica. En la cola del control migratorio pensé que si en ese momento me examinaban sobre el país (principales ciudades y departamentos, historia reciente, pueblos indígenas, civilización maya, montañas y ríos, padres de la patria, escritores fundadores), suspendería de forma estrepitosa.

Honduras es un país lejano y remoto. No más lejano ni más remoto que otros de su entorno y, sin embargo, lo parece. Décadas de empobrecimiento y violencia —a las que se suman periódicos azotes naturales en forma de huracanes y la tragedia más reciente y sangrante, la de sus migrantes— han asolado la región. A pesar de todo, lo que yo conocí fue un país de una apabullante belleza, que cabalga con el brío de un caballo joven y brega cada día por sacudirse la miseria.

La infraestructura literaria hondureña se sostiene sobre unos pilares frágiles (editoriales casi artesanales, imprentas poco fiables —la mayoría de los libros se envían a imprimir a Estados Unidos—, poquísimas librerías, un público lector magro), pero brillan los esfuerzos por fomentar la lectura, por levantar bibliotecas en entornos rurales, por instaurar estudios universitarios de calidad, por celebrar festivales artísticos y organizar talleres de escritura. En ese país magnífico y terrible, según lo calificó el poeta Jorge Federico Travieso, existen escritoras y escritores que escriben sobre el vacío, sin ninguna certeza, sin ninguna garantía. (Todos escribimos así —podría objetar alguien—; sí, pero ellos más). Escriben como respiran, escriben porque, como dicen los versos de José Antonio Funes, «ante la poesía / la muerte es solo una pobre muerte». Con tantas carencias en su propia tierra, estos escritores, salvo que emigren o ganen premios internacionales, difícilmente consiguen salir del país y corren el riesgo de pasar desapercibidos, de que nadie los descubra y nadie sepa lo que yo sé, lo que yo vi: que son perlas raras y preciadas, playas paradisíacas escasamente exploradas, como esas a las que solo se accede en barca desde el mar.

Cuando entras en contacto con el medio literario hondureño, lo primero que aprendes es que la poesía es el género por excelencia. El cultivo de la narrativa o del ensayo es menor (y, por ende, también su fulgor). En los recitales a los poetas se les escucha con respeto y admiración, con un silencio místico. Allí me vuelven a llamar «poeta»; me elevan, de repente, a una categoría social superior.

No es mi intención en este artículo disertar sobre literatura actual en Honduras, de la que existen sobrados expertos en el país, sino presentar, sin perder mi perspectiva de extranjera y para aquellos lectores que las desconozcan, tres voces valiosas de esta poesía y sus líneas estilísticas predominantes.

Nadar entre corales – José Antonio Funes (Puerto Cortés, 1963)

Mi amiga Delia me espera en la lancha mientras yo me zambullo. Nunca me había bañado en un mar tan cálido ni tan luminoso. Mire, cuernos de alce, dice el dueño de la embarcación, y arroja el ancla. Y entonces yo hincho mis pulmones y buceo en la dirección en que su dedo señala.

Los versos más jóvenes de José Antonio Funes datan de finales de los ochenta, una década ahogada por la violencia («tanto amor huyendo de la bala perdida de la muerte, / tanta poesía atacada de polvo o de polilla»). Una poesía de denuncia hacia su realidad más acuciante («país que te acuestas con un arma bajo el sueño […] / y entregas tus llaves a las manos del crimen»), comprometida —no podía ser de otro modo— pero con el dolor humano («Las madres escarbaron como fieras / hasta encontrar las calaveras de sus niños»). Ni entregada a revoluciones mesiánicas ni sojuzgada por dictaduras de hierro; el único sometimiento legítimo, el único yugo permitido, es el del amor («Y saber arrodillarse / únicamente para amar»).

Los itinerarios vitales del poeta (sus estudios en España, sus viajes, su desempeño posterior como diplomático y profesor universitario) harán que su pluma navegue en mar abierto. Sus poemas recalan en París, en Bruselas, en Budapest, en La Habana («La Habana es una gran soledad / escondida en sus mil maquillajes») y no pueden evitar reproducir el malestar de la mirada nómada, la aflicción de la extranjeridad («Estás en una calle de Berlín / y de nada sirve que arrastres tus nostalgias»). La versificación también cambia de rumbo: menos constreñida que en sus comienzos, sus versos se estiran y se adensan, tantean la prosa poética. Los puntos cardinales de su ideario, no obstante, subsisten, como se comprueba en su antología Balance previo, publicada por la editorial Efímera en 2022: el asombro ante la belleza, el peso de la nostalgia («somo extraños, / que nos preocupa demasiado el recuerdo»), lo femenino entre la carnalidad y la fascinación, la naturaleza como metáfora de la libertad a través de imágenes esenciales de pájaros, piedras, árboles o peces («La vida, limpia como la mirada del pez / que desconoce las redes y los anzuelos»). Pero también la imposibilidad de decir («cómo explicarte / tanto dolor de náufrago desde el mar a mi ventana»), la soledad («despertarse y no encontrar dónde echar los brazos / dónde poner la caricia») o la muerte.

A varios metros de profundidad acaricio corales nervados que se mecen, corales blandos y suaves que adoptan la silueta de las defensas de los cérvidos. «El tiempo se fuga como el agua / hacia otras riberas del silencio». Me perdería allá abajo, en esa quietud líquida y pura; al punto de la asfixia, debo bracear de nuevo, ascender hacia la superficie, regresar. Leer a José Antonio Funes es entregarse a un universo de placer estético y tiempo dilatado, donde una se arriesga a desear habitar para siempre.

«Pero yo te espero / aunque todo parezca vano / como esas sombras atropellándose bajo el humo de los carros». La editorial española Graviola publicará su nuevo poemario a finales de la próxima primavera.

En la ladera de Celaque – Rolando Kattan (Tegucigalpa, 1979)

Aproximarse a Gracias al atardecer es ser testigo de cómo el tono esmeralda de la montaña Celaque se incendia de magenta. Es el departamento de Lempira, en el occidente de Honduras (termas, iglesias coloniales y cuna de la cultura lenca), y el lugar donde el poeta Salvador Madrid organiza el Festival Internacional de Poesía de Los Confines. Ese nombre no es una hipérbole: cuando llegas, después de muchas horas en coche, te da la impresión de que más allá ya no hay nada, no puede haberlo —un abismo, si acaso, como en los mapas medievales— y, sin embargo, a poca distancia se encuentra la frontera guatemalteca.

Algo similar ocurre con los versos de Rolando Kattan. El poeta es un viajero que busca el conocimiento en aquellos lugares que recorre, pero su viaje siempre es doble: hacia el exterior y hacia el interior, centrífugo y centrípeto. «Todos los barcos de Danzig navegan hasta mi muelle». El periplo no tendrá otro destino que alcanzar(se) a uno mismo y para ello el sujeto habrá de desplazarse muy lejos, hasta las antípodas del espacio, hasta los confines del tiempo («Como aquellas piedras abrazadas en Pompeya, / encarnamos los últimos amantes»).

En ocasiones denso, con abundantes referencias eruditas, filosóficas e intertextuales, el estilo de Rolando Kattan se aleja de la intensidad de lo despojado, pero no es asentimental ni circunspecto. El sentimiento reside en la reflexión y en las imágenes poderosas y muy visuales que convoca («Desaté la soga de una barca en el muelle, su mansedumbre y su silencio me recordó la imagen de un elefante echado, en cautiverio»). El humor y lo lúdico también tienen cabida; busquen su poema «Tratado sobre el cabello», que arranca con los versos siguientes: «Todas las cosas grandes / inician con una idea en una cabeza despeinada».

Con su poemario Los cisnes negros, editado por Visor, se alzó con el prestigioso premio Casa de América en 2020. Este libro respira el aliento de los universos paralelos de Borges: un cisne negro es una irrealidad en un mundo, pero en otro puede ser lo cotidiano («los cisnes negros viven en Australia»). El poeta disfruta intentando desatar el nudo gordiano, disfruta con las contradicciones irresolubles, y provoca el mismo placer en su lector, gracias a sus versos donde florecen leyes de lógica extraviada («Soy la incertidumbre entre el escondite o la espada», «un río que sube y después llueve»).

Solo la poesía nos protege («La poesía es más de fiar que un chaleco antibalas»): del adocenamiento, de la vulgaridad, del consumo devorante, de los lugares comunes, de la tiranía de la imagen. Solo la poesía puede sacarnos de la sombra, de la caverna en que nos encontramos («Vivimos dentro de un armario y las polillas son, en verdad, los cometas que nos sobrevuelan»). Y por eso Rolando Kattan escribe, porque la creación es la única redención posible: «Escribo para liberar a otras barcas atrapadas como animales blancos».

De la montaña Celaque solo he visto una cara. Me doy cuenta cuando salimos de Gracias y contemplo su cúspide empequeñeciéndose en el espejo retrovisor. La poesía de Rolando Kattan me hace imaginar que quizás del otro lado de Celaque no haya laderas de bosque tropical, sino un acantilado escarpado que dé paso a un océano de monstruos marinos (sirenas con garras de guacamaya, tritones con patas de jaguar, peces con pico de colibrí). El océano del fin del mundo, pienso, y esa fábula kattaniana me hace sonreír y me hace más libre.

Las nubes serpentean entre los cafetales, las hojas de rabioso verde, y yo pienso en los paisajes que Iveth Vega observó de niña y en si queda algún rastro de ellos en su poesía

Cafetales de Marcala – Iveth Vega (Santa Bárbara, 1991)

Delia conduce hasta Marcala solo para darme a probar el mejor café de Honduras. Un capricho. La carretera se desliza entre montañas redondas cubiertas de pinos. El pino es nuestro árbol nacional, me explica, y me sorprende porque yo lo asocio a climas septentrionales, imagino sus acículas nevadas y no azotadas por ciclones caribeños. Llueve de repente, un chaparrón intenso que dura solo unos minutos, y después nada, el agua se seca, la tierra roja engulle la lluvia, la hace desaparecer en sus entrañas. Las nubes serpentean entre los cafetales, las hojas de rabioso verde, y yo pienso en los paisajes que Iveth Vega observó de niña y en si queda algún rastro de ellos en su poesía. «Verde la falda de la montaña y / la carrera hacia el abismo. / Verdes las repisas con flores artificiales, / los platos, las horas y los dientes. / Verde ha sido el mordisco de las pesadillas / y el vapor afiebrado del silencio. / Verde también es la naturaleza / que me cura y me exorciza».

Con El lenguaje de las burbujas, Iveth Vega ganó en 2021 el premio de poesía de Los Confines, el de más relevancia en Honduras. Este galardón situó a su joven autora en primera línea de la literatura hondureña actual. En ese libro —y en su anterior poemario, Elementos sucesivos— la poeta se libera de las herencias y los homenajes a la tradición centroamericana, alza el vuelo: «Los brazos quieren volar, nunca nadar. Volar, para eso nacieron». Sus fuentes son otras: bebe de André Breton, del surrealismo donde el sueño representa el paraíso en el que la percepción se distorsiona y, en consecuencia, nos acerca a la auténtica verdad. «Solo en los sueños exclamamos sin culpa las palabras que nos definen y los deseos que nos pueblan. / Solo en los sueños la muerte y el tiempo pierden su imperio», dice uno de sus poemas.

En un local de Marcala unas mujeres seleccionan granos de café. Mi presencia no las inquieta, mi mirada no las turba. Como en ese quehacer paciente, en los poemas de Iveth Vega se manifiesta la perseverancia y la indagación. Sus versos no se someten a la veleidad de las modas; no escribe en el momento ni para el momento, tampoco muere en él. No desea continuar la senda de la poesía amorosa, largamente tratada en el país, sino que se desvela cosmológica, matemática en tanto que pugna por comprender las propiedades de lo abstracto: «Intento descifrar los mensajes de los astros». Libre y liberada de los excesos del yo y de la niebla de lo instantáneo, su poesía no es visceral, sino que aspira a la música de las esferas. Y, pese a eso, no deja de mirar con compasión nuestros afanes humanos, los nuestros, los de esas hormigas que somos y que, como dicen sus versos, «llevamos sobre nuestras cabezas las semillas de la civilización, por un camino que no se acaba nunca». La escritura es también una búsqueda de la propia escritura, un afán por rebasar los límites, allá donde el lenguaje humano se muestra incapaz («La voz quiere nombrar, quiere crear, quiere invocar, pero las burbujas ahogan los intentos»).

Las brumas se han despejado y el sol oblicuo de poniente nos acompaña. Salimos de Marcala, pero el olor a café y a tierra mojada persiste. Me pregunto qué caminos luminosos tomará la poesía de Iveth Vega, qué soles alumbrarán sus futuros libros.

Fotografía Fotografía de un lago hondureño por Margarita Leoz

Aeropuerto Ramón Villeda Morales, Terminal B, Salidas

Mi avión despega, abandona la tierra fértil del valle de Sula y se eleva sobre el Atlántico. Una monotonía líquida se extiende bajo mis ojos: «Solamente el agua conoce el camino a casa», dice un verso de Rolando Kattan.

El viaje no termina la mañana de mi partida. He hablado de tres poetas de la Honduras de hoy, pero podría hablar de muchos más: Leonel Alvarado, Rebeca Becerra, Dennis Ávila, Salvador Madrid, Melissa Merlo, Yolany Martínez, Martín Cálix, Eleonora Castillo, Armando Maldonado, Fabricio Estrada, Néstor Ulloa… He escrito sobre tres lugares prodigiosos, pero podría escribir sobre muchos más: las ruinas mayas de Copán, las cataratas de Pulhapanzak, el casco histórico de Comayagua, el lago de Yojoa, el parque nacional Cerro Azul Meámbar, el jardín botánico de Lancetilla, el mercado de La Esperanza…

Intento dormitar, no lo consigo. Saco mi cuaderno. Voy anotando todo eso: los poetas, sus poemas, los lugares. Se van imbricando entre ellos —los versos, los parajes, los rostros—, superpuestos como las escamas de los peces. Anochece sobre el océano y dentro de la cabina, pero no sobre mi escritura.

«Todos los caminos ahora son de regreso», dice otro verso de Rolando Kattan.

Mi viaje es sin retorno.