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Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  no.97 Santiago abr. 2018

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952018000100087 

Dossier Antonio Candido

La claridad de Antonio Candido

Antonio Candidos’s clarity

Pedro Meira Monteiro1 

1 Universidad de Princeton, Nueva Jersey, Estados Unidos. pmeira@princeton.edu

RESUMEN:

Se trata de una reflexión sobre la claridad del crítico brasileño Antonio Candido (1918-2017). En el establecimiento de su perspectiva crítica, se nota tanto la importancia del principio comparativo, cuanto su capacidad de politizar el fenómeno literario. El resultado son cuadros de análisis claros y precisos, en que la literatura es vista como un elemento de civilización capaz de evitar la anomia. Para comprender la función de la literatura ante los impases de la civilización, me detengo en un texto sobre Nietzsche, que Candido publicó en 1946, y en su diálogo de toda la vida con Sérgio Buarque de Holanda.

Palabras clave: Antonio Candido de Mello e Souza; Friedrich Nietzsche; Sérgio Buarque de Holanda; literatura y civilización

ABSTRACT:

This article is about clarity in the work of the Brazilian critic Antonio Candido (1918-2017). In his critical perspective, one can see the centrality of comparison, as much as the critic’s ability to see the literary phenomenon through the lenses of politics. The result is a clear and precise analysis, in which literature is seen as a civilizational tool confronting anomy. In order to understand the role played by literature in face of the impasses of civilization, I study his essay on Nietzsche, published in 1946, and his lifelong dialogue with Sérgio Buarque de Holanda.

keywords: Antonio Candido de Mello e Souza; Friedrich Nietzsche; Sérgio Buarque de Holanda; literature and civilization

I. INTRODUCCIÓN

Afirmar que Antonio Candido es uno de los críticos más claros de la historia intelectual brasileña no pasa de un truismo. Basta abrir sus libros: es muy raro encontrar una construcción sintáctica extraña, o incluso un pensamiento tortuoso. No es que haya líneas rectas o limitación del horizonte crítico; al contrario, el horizonte de la interpretación es siempre amplio, y el raciocinio obedece a una especie de ritmo pautado, sin dejar de sumergirse verticalmente en los textos.

¿Pero cómo explicar tal claridad? ¿De dónde viene ella y por qué razones existe? ¿Se trata de una opción, o simples trazos de estilo? ¿Es resultado del esfuerzo, o virtud de la naturaleza misma del crítico?

Para responder a tales cuestiones, conviene recordar la importancia del aspecto comparativo del trabajo crítico, recordando que, al regresar de la Faculdade de Assis, en 1961, Candido pasó a capitanear el curso de Teoría Literaria y Literatura Comparada en la Universidade de São Paulo, aún entonces en la mítica calle Maria Antonia (Ramassote). Es razonable suponer que la amplitud de la perspectiva con que él ve el objeto literario se relacione con la capacidad de vislumbrar conexiones lejanas. Como si se tratase de un vuelo interpretativo a cielo abierto: todo azul, muy claro, permitiendo, a quien tiene los ojos agudos, vislumbrar pasajes distantes, que a su vez permiten recordar pasajes conocidos.

El aspecto comparativo del trabajo crítico y la amplitud de la perspectiva dicen mucho, también, sobre el aspecto político de la visión de Antonio Candido sobre la literatura brasileña. Aunque no me ocupe aquí de la Formação da literatura brasileira, de 1959, no cuesta recordar que aquel libro está regido por la tentativa angustiada de encontrar el lugar de una literatura menor en el concierto de las literaturas “occidentales”. La década de 1950 es crucial para entender tales cuestiones, porque en ella se reorganizaba el mapa del mundo aún bajo el impacto de posguerra, cuando la discusión del papel y de la importancia de una literatura “secundaria” era también la afirmación de un lugar en la geopolítica global que se redefinía entonces.

No en vano, la década de 1950 y el inicio de la década siguiente proporcionan el soporte teórico para pensar la relación periférica y la urgencia de la inserción del país en un cuadro regional y global. Era el tiempo de formación del pensamiento de la CEPAL, que movilizaba a economistas y sociólogos en torno de aquello que se comprendía, en la época, como un margen de atraso en relación con el desarrollo del capitalismo global. No me parece exagerado imaginar la búsqueda de la literatura en su formação, y en sus conexiones con las literaturas centrales, como un ejemplo de la concepción de Brasil como un país atrasado que intentaba adecuarse al reloj acelerado del capitalismo mundial. Capitalismo, este, que se desarrollaba plenamente sobre la base subdesarrollada (“atrasada”) de una sociedad periférica, de origen esclavista y donde el personalismo y el patrimonialismo tenían raíces muy profundas (como infelizmente se nota aún en el Brasil contemporáneo, ahora que las agendas políticas progresistas se confrontan a antiguas pulsaciones del pensamiento conservador).

Pero, ¿qué tiene que ver esto con la claridad de Antonio Candido? En lugar de entenderlo como simple trazo de estilo, parece más interesante notar que Candido procuraba vislumbrar algo (la inserción del Brasil, en su caso) en un cuadro siempre más amplio. No obstante, para ello, la comprensión no podía resumirse en el simple acto de colocar lado a lado dos literaturas nacionales, estudiándolas en lo que ellas tendrían de específico o de común. Diversamente, muchos de sus textos crean una perspectiva que permite interrogar relaciones que tienen base estructural común, como si la idea de “literatura mundial”, tan tentadora para la crítica contemporánea, fuese, a fin de cuentas, una redundancia, esto es, el resultado natural de un método que ya está en Antonio Candido.

Así como la comparación es el gran triunfo del historiador (Bloch), también en el estudio de la literatura no hay cómo escapar de la comparación. La literatura comparada, en este sentido, no es propiamente un campo, sino un destino ineludible de quien estudia el fenómeno literario. Incluso la idea de formação, ligada finalmente al parámetro nacional de la literatura, apunta para la inserción problemática de una lengua y de cierta producción letrada en un contexto global. Se trata de un problema político, tanto como estético.

La claridad tendría que ver, por lo tanto, con una cierta forma de focalizar la literatura simultáneamente a la distancia y de cerca, jugando con una perspectiva que, al fin, permite cuestionar al objeto en planos de inserción diferentes. Sin embargo, para evitar la abstracción de una simple fórmula, conviene entender cómo y por qué sucede. ¿Por qué, al cuestionar la literatura desde una perspectiva global, la claridad puede ser un resultado deseable?

Para intentar responder a tal pregunta, divido este ensayo en tres partes. En primer lugar, explico la proximidad entre Antonio Candido y Sérgio Buarque de Holanda en el plano de las ideas, y su interés común por el aspecto civilizador de la literatura ante la vida. En segundo lugar, me detengo en un texto de Antonio Candido publicado en 1946, en homenaje a Nietzsche, en que el ejercicio de libertad del espíritu se defiende vigorosamente, bajo la sombra de los escombros creados por la Segunda Guerra Mundial. A continuación, paso a la rememoración de mi último encuentro con Candido, cuando la cuestión de la claridad resurgió como clave para la comprensión del sentido y de la función de la literatura.

En todo momento he mantenido en vista el tema de la claridad, que parece especialmente importante, ya que, en el medio académico de hoy, la claridad y la simplicidad a menudo se confunden con falta de profundidad.

II. LA PROXIMIDAD CON SÉRGIO BUARQUE DE HOLANDA

¿Sería posible comprender a Antonio Candido a partir de sus amistades? Imaginando que la respuesta sea positiva, traigo a escena a Sérgio Buarque de Holanda, recordando que la relación entre él y Candido fue profunda no solo en el plano del afecto, sino que también en el plano de las ideas. Son varios los temas e intereses que los aproximaban.

El primero de ellos es el flirteo con el vocabulario orgánico. Las “raíces” del Brasil no son una metáfora casual, así como la idea de “formación” reclama cierta organicidad, sin la cual la literatura sería simple colección de manifestaciones literarias escasas. Lo que garantiza la “formación” de la literatura brasileña no es una acumulación de obras, sino su coherencia, garantizada por la circulación de los escritos, por la consolidación de un gusto, y de un público lector más o menos estable.

Un segundo interés común entre los dos amigos era la literatura como organizadora de la sensibilidad y como elemento de civilización. Para Candido, la literatura cumpliría la función de cohesión, creando un espacio en que el alma, para decirlo de alguna forma, puede ser algo común a todos, con el que compartir las angustias y los dramas humanos. No se trata, sin embargo, de un espacio unificado, homogéneo, sino de un plano en el que el espíritu podría desarrollarse libremente, en cualquier dirección.

En el caso de Sérgio Buarque de Holanda, como el historiador de la civilización material que fue, el mundo no letrado está mucho más presente que en Antonio Candido. Sin embargo, en los dos casos hay gran interés en entender las fronteras de la civilización, los espacios en que se forma una nueva sociabilidad y en que nuevos pactos sociales son sellados, incluso cuando están permeados por violencia o iniquidad.

Así, nunca está demás recordar que Antonio Candido se doctoró en Sociología, con una bellísima tesis titulada Os parceiros do Rio Bonito, sobre las comunidades caipiras de la región de Botucatu, en el interior del estado de São Paulo. En el ejemplar de la segunda edición de los Parceiros do Rio Bonito, que Candido dio a Sérgio Buarque de Holanda, en 1964, es curioso notar que, en su dedicatoria al amigo, Candido escribe que el libro debía muchísimo a los estudios del historiador sobre las entradas en el sertón -estudios que aclaran que, en su avance hacia el oeste, los bandeirantes iban cediendo a muchas de las técnicas y de las formas de supervivencia indígenas1. De ahí surge la imagen impresionante de Candido, que ve, en el caipira del interior, un “bandeirante atrofiado”, esto es, una especie de explorador del sermón que hubiera quedado en el camino (Souza, Parceiros 46).

Otro eje que conecta a los dos autores apunta a la organización social y la potencia disolvente de la vida. Para ambos, todo lo que es vida potencialmente disuelve aquello que la letra intenta fijar. La vida no cabe en la ley, en la letra muerta, y la literatura pasa a ser una carrera incesante -y malograda- detrás de lo que vive. El texto, en resumen, es siempre el testimonio retrasado de la vida. En el límite, la vida es incomunicable, siempre más allá de lo que el lenguaje articulado permite tornar presente.

Además de estos temas comunes, Sérgio Buarque de Holanda da en el clavo cuando dedicó a Antonio Candido un ensayo titulado “Gosto arcádico”, en el que evalúa la revuelta de los poetas arcádicos contra “a linguagem alambicada e retorcida da era barroca”, o contra aquello que el Padre Vieira, en el siglo XVII, había clasificado como un estilo “negro boçal e muito cerrado” (Holanda, Tentativas 241).

Pese al racismo implícito en la observación del Padre Vieira, la admiración inequívoca de Antonio Candido por los arcádicos revela algo sobre la búsqueda constante de claridad, con la consiguiente apreciación del estilo simple. Abusando de las metáforas, es como si el crítico intentara abrir claros donde todo parecía “oscuro” y “cerrado”. Perdía el cultismo, el barroco quedaba suspendido, y se abrían, digamos así, las picaduras luminosas del entendimiento.

¿Pero Antonio Candido habría sido un ilustrado?

La pregunta es tramposa y, aunque artificial, puede ayudarnos a comprender la claridad de la prosa y el pensamiento de Candido, del cual no se separa, para quien tuvo el placer de conversar con él, la claridad de la prosa hablada, que él justamente admira en los caipiras de la región de Botucatu que estudió en su doctorado, como se mencionó anteriormente. La claridad era también una característica de Candido, cuando él se pronunciaba. La memoria prodigiosa hacía de él un perfecto contador de “causos”. Para quien lo oyó en el ámbito privado, las palabras encajaban como en un perfecto espectáculo de tiempo y equilibrio, sin ninguna afectación, con extrema simplicidad.

Jugando con la etimología y las palabras en portugués y francés, hay aquí muy feliz coincidencia en el vocabulario, ya que el contador de causos (Cándido) es también el gran causeur de la crítica literaria brasileña. El francés causer (conversar), a su vez, nos recuerda que la expresión viene del latín causari, que tiene que ver con causa, es decir, la defensa de una razón ante la duda. En suma, el contador de causos es también el que defiende una razón.

Insisto en el trío -claridad, razón y habla- porque, en el caso de Antonio Candido, se trata de una de las mayores contribuciones a la crítica literaria brasileña, latinoamericana y quizás incluso mundial, sin contar el hecho de que él escribió en la lengua de aquellas musas secundarias, según la famosa imagen de apertura de la Formação da literatura brasileira (9).

Sin embargo, a partir de los arbustos secundarios se desencadenan algunas de las más agudas miradas sobre el jardín frondoso de la literatura occidental. En este sentido, ¿Antonio Candido no podría, finalmente, ser considerado una especie de Auerbach brasileño? Con Candido, ¿la comprensión de la forma literaria no ganó una profundidad insospechada en la crítica brasileña? ¿Y eso no se dio justamente porque la suya es una cultura de lector onívoro y clásico, a la vez apasionado y disciplinado?

La comparación no es casual. Erich Auerbach auscultó el gran edificio de las letras a partir de los escombros de la Segunda Guerra Mundial. Su gran libro, Mímesis, es de 1946, y fue escrito en el exilio, en Turquía, desde donde él vio ocurrir la debacle de la cultura occidental, a lo largo de una gran guerra mundial.

III. LA SOMBRA DE NIETZSCHE

Pensando en esos mismos escombros de la civilización occidental (léase, europea), comento, a partir de aquí, la corajuda defensa de Nietzsche que Antonio Candido hizo, en un ensayo publicado en 1946 en el Diário de S. Paulo y después incluido en O observador literário, de 1959.

En “O portador”, Antonio Candido defiende al filósofo alemán en el momento en que era visto, por muchos, como precursor del nacional-socialismo. Pero no se trataba de simples esfuerzos genealógicos por liberar a Nietzsche de las redes de la desconfianza, mostrando que no era un nazi avant la lettre. La causa de Candido era mucho más amplia, y las palabras del texto de 1946 traían un brillo especial, en aquella posguerra pavorosa. Para el joven crítico (tenía 28 años en esa época), se trataba de probar que las enseñanzas de Nietzsche llevaban a la “justicia” y a la “bondad”.

¿Pero por qué tal línea de argumentación? La respuesta de Candido es clara:

[...] justiça e bondade repousam sobre a energia com que superamos as injunções, as normas cristalizadas, tudo enfim que tende a imobilizar o ser em posições já atingidas e esvaziadas de conteúdo vivo (Observador 79).

Se trataba de la vieja cuestión del embate entre forma y vida, letra y espíritu. Una vez más, la vida no cabía en las formas, en las inyunciones2, en los límites impuestos por las “posiciones ya alcanzadas”. La cuestión, evidentemente, aumentaba de volumen ante los escombros de la civilización en la inmediata posguerra. ¿Dónde encontrar la vida inquieta, y las nuevas formas con que ella debería dialogar?

No obstante, surge aquí una pregunta espinosa: ¿la liberación de las “energías vitales” no había sido el principal clamor de los totalitarismos? ¿La superación de las inyunciones, la propulsión absoluta del ser, la movilización y el avance irrefrenable del hombre no eran las marcas de la experiencia que llevaba a la barbarie de la Segunda Guerra Mundial? ¿El discurso nazifascista no se construyó justamente sobre la idea de una propulsión absoluta del ser?

¿El ser absoluto, por encima de todo, y contra todo?

Sin embargo, Antonio Candido defiende que esas “fuerzas interiores”, que emergen vigorosamente de la criatura humana, encuentran, como formando un escudo civilizacional, fuerzas contrarias que las amoldan y las contienen. Como en el caso del psicoanálisis -que va a servir también al gran sociólogo judío-alemán Norbert Elias, que publica El Proceso Civilizador justo antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1939-, la sociedad vive de un embate entre los instintos y las pulsiones del individuo, de un lado, y, por otro lado, los instrumentos de contención de esas mismas pulsiones. El módulo es simple y profundo: solo existe civilización porque somos capaces de contener nuestros impulsos, formando barreras internas que las reglas de la civilización van a fijar, de forma siempre más o menos eficiente.

De la tensión entre explosión propulsiva y contención apaciguadora vive, podríamos decir, el espíritu en su embate con los poderes y los llamados del cuerpo. Como bien se sabe, Nietzsche construyó una explicación sobre la tragedia clásica utilizando como metáfora los espíritus de Apolo y Dionisio (El nacimiento de la tragedia). Apolo, contenido, elevado y controlado; Dionisio, suelto, ebrio y desquiciado. De esa tensión viviría la civilización: después del bacanal, del carnaval y de la fiesta cívica, hay que barrer la plaza y recomenzar el día, pacientemente.

De una forma u otra, aparte de las metáforas nietzscheanas, se erigía la cuestión, tan aguda en la posguerra, de la canalización de las energías. Para Antonio Candido, tantear esas fuerzas irrefrenables, que Nietzsche sugería que fueran explotadas al máximo, sería tarea no de los especialistas, es decir, de los psicólogos, sino de los poetas y de los escritores. “Não à toa”, dice Candido en su hermoso texto de homenaje a Nietzsche, Freud fuera una “espécie de ponte entre o mundo da arte e o da ciência; entre os processos positivos de análise e a intuição estética” (Observador 82). Es decir, sería necesario, siempre, exclamar al poeta para acercarse al núcleo de esas fuerzas incontrolables, que son tan importantes como amenazadoras.

Pero, ¿quién es ese Antonio Candido ilustrado que, viendo a lo lejos los escombros de la civilización europea (que por la demás conociera de pequeño, cuando vivió en Berlín, en el entreguerra), da voz justamente a Nietzsche, es decir, al que proponía, sin rodeos, la reactivación de la energía contra las contenciones artificiales del comportamiento y del hábito? ¿Quién es ese crítico que, dotado de la más serena y disciplinada actitud crítica, repentinamente da atención a las fuerzas oscuras del alma, como abogando por una causa perdida en aquella posguerra?

Creo que allí existe, ante todo, una cuestión formal bastante profunda. Es que Nietzsche, en opinión de Candido, había escrito en

… aforismos e cânticos, a fim de que tudo o que borbulha não fosse canalizado pelo desenho geométrico dos tratados; e para que a filosofia não renunciasse ao privilégio da permanente aventura, a troco da estabilidade que se obtém fechando os olhos ante a fuga vertiginosa das coisas (Observador 84).

El pasaje es poético y termina en el elogio de Nietzsche a la figura del Peregrino, el eterno viajero que no para, ni “nunca vende a alma ao estável”, como dice Candido, interpretando al filósofo alemán. En su ensayo, el crítico brasileño cita el último párrafo de la primera parte del Humano, demasiado humano, donde Nietzsche anuncia a los filósofos “aventureros”, es decir, aquellos que buscan una especie de conocimiento auroral, que llevaría menos a la revelación y más a aquella luz pálida e incierta que surge en las primeras horas de la mañana.

El filósofo, ya allí inseparable del poeta, buscaría los intersticios, las grietas discretas que no todos ven en medio de la oscuridad más profunda. Es bastante curioso que tal defensa venga de un supuesto ilustrado. Al final, se trata de una paradojal afirmación de la inconstancia, como si toda la promesa de la metafísica de repente entrase en colapso. En otras palabras, toda la explicación garantizada por un mundo de verdades que se ubican más allá de nuestras perspectivas se vendría a pique, y, de repente, nos veríamos reducidos a la condición de estudiosos del aquí y ahora, y no más allá. La verdad solo puede estar en el aquí y ahora: ésta es la gran revolución nietzscheana. Como método de llegada a la verdad terrena, el filósofo se vuelve, lógicamente, un “andariego”, vagando eternamente por el mundo.

Es conocida la anécdota, reproducida por Antonio Candido, de que Nietzsche cambiaría toda la metafísica por un simple aforismo de Pascal. O bien, desde nuestra perspectiva contemporánea, pensando en ese conocimiento “auroral”, que no confía en las grandes verdades, podríamos recordar un momento verticalmente nietzscheano de un poeta urbano y peregrino, Itamar Assumpção, para quien entre “o sim e o não existe um vão”.

Pobres de aquellos de nosotros que no leemos alemán, o no sabemos “filosofar em alemão” (como diría provocativamente Caetano Veloso). Después de todo, en su ensayo, Antonio Candido nos recuerda inmediatamente después de la cita de Humano, demasiado humano, que la gracia de estilo de Nietzsche fue robada por la traducción al portugués. O sea, si no leemos alemán, estamos robando, de nosotros mismos, el “aspecto por assim dizer miraculoso” de la prosa de Nietzsche (Observador 85). En otros términos, la belleza de la prosa y de la sintaxis nos acerca al milagro.

Pero ¿qué milagro es ese, afianzado por el original alemán, que el crítico ve, tan claramente? Tal vez la respuesta esté, en Nietzsche, en el “misterioso pacto com a dança” que, como se sabe, hacía de su pensamiento un baile constante. El creador del Zaratustra, sugiere Antonio Candido, es un portador de valores “eminentemente radioativos” (Observador 86) -una metáfora simplemente increíble, si recordamos que el texto es de 1946, apenas un año después de la barbarie de Hiroshima.

En suma, por las manos del “portador·, somos capaces de ver de refilón la luz, para seguida callar, más o menos como el melancólico del soneto del poeta portugués Antero de Quental, cuyos versos son recordados por Candido:

E assentado entre as formas imperfeitas,

Para sempre fiquei pálido e triste (Observador 86).

Después de la iluminación, viene la tristeza de la reflexión. Después de la fiesta, el estudio. Después del insight luminoso, los caminos tortuosos del saber.

Pero insisto en mi extrañamiento: ¿qué ilustrado es éste, que cede ante el poder de las cosas que sencilla e inevitablemente se nos escapan? Antonio Candido tiende a la limpidez y a la claridad de las palabras empleadas sin ninguna pompa. Como he sugerido arriba, su prosa es límpida, apenas ocultando el orden y la disciplina que rigen el pensamiento crítico.

En resumen, la atención de Candido tiende a la concentración, no a la dispersión. En este sentido, hay que hacerle un reparo, y suponer que el suyo es tal vez menos el Peregrino de Nietzsche, y, mucho más, el exilado de Cláudio Manoel da Costa, aquel que, según los versos del poeta minero, era “na própria terra peregrino”. Se trata de un verso brillante que, no por casualidad, proporcionaría un tema fundamental para el amigo Sérgio Buarque de Holanda, para quien los brasileños serían “extranjeros” en su propio espacio. Me refiero al momento inicial en que, en Raízes do Brasil, la adaptación de la cultura ibérica al suelo colonial lleva al autor a suponer que “somos ainda hoje uns desterrados em nossa própria terra” (Meira Monteiro 45-53).

Pero ¿qué hacer del elogio al pensamiento errante y vagabundo, capaz de las más vigorosas iluminaciones, bien cuando la oscuridad amenazaba apoderarse de todo, esto es, allí, en 1946, cuando la sombra de la Segunda Guerra era todavía gigantesca? Nietzsche, diría Antonio Candido en 1946, era uno “dos maiores portadores do nosso tempo”, capaz de responder al desafío de “reorganizar o mundo sem apelo ao divino”.

Quedaba en el aire una pregunta que se desdobla en muchas otras. ¿La “reorganização do mundo” no es exactamente el atractivo del arte, para Antonio Candido? ¿La reconstrucción de la civilización, la visión encantada de la formación, la aurora en la que el espíritu brilla, tímido pero promisorio, no componen el núcleo de empresa crítica de Candido?

Como recordó el poeta y crítico Sérgio Alcides en homenaje reciente, el crítico brasileño “morreu num tempo de refluxo, com a emergência de fundamentalismos antimodernos”. Nuestro tiempo, por lo tanto.

La conclusión, si seguimos la sugerencia de Alcides, es clara: murió el último crítico de su estatura capaz de aspirar a la construcción, a la reorganización del mundo en bases más justas, asentadas en el suelo en que el humano subyace, equilibrado por la base de la literatura. La literatura era, para Antonio Candido, la única forma de huir del “bárbaro destino” y a la “fortuna inconstante”, para jugar una vez con los versos arcádicos que tanto amaba.

En el elogio fuera de hora a Nietzsche, se puede encontrar, en suma, el esfuerzo sorprendente por recuperar la fuerza anárquica que, en cierto sentido, corre en paralelo al gran vino apaciguador de la literatura. Como espero sugerir abajo, en una evocación de aquel que fue mi último encuentro con Antonio Candido, el crítico seguiría buscando, vida adentro, la idea de que el cultivo del espíritu es la única respuesta posible a la anomia, o sea, a la desorganización del tejido social. Era como si apostase todas las fichas en contra de la desarticulación del ser social. Una vez más, se trata de pensar la literatura como base de una civilización inquieta.

Pero antes aún de detenerme en mi último encuentro con Antonio Candido, recuerdo el hermoso Tese e Antítese, publicado en 1963, y que reúne ensayos sobre el desgarramiento y la duplicación del ser en Alejandro Dumas, Eça de Queiroz, Joseph Conrad, Graciliano Ramos y Guimarães Rosa. Al final de este libro notable, hay un apéndice en el que se comentan los gustos musicales de Stendhal.

El apéndice sobre Stendhal, explica Candido en su prefacio, podría leerse como un “contraveneno” al resto del libro, justamente porque el texto final trata, al centrarse en el autor francés, de nada menos que la búsqueda de la felicidad. En las novelas de Stendhal, dice Candido, el autor francés intentó “construir um universo de inteireza, de homens e mulheres capazes de se sobreporem à debilidade [e] à pressão do meio”. Sin embargo,

sob a força de vontade e a firmeza de intuito, surdiam [nos personagens de Stendhal] minas estranhas, que baralhavam tudo, desviavam a sua virtude da linha reta e o seu ser da inteireza (Tese e antítese 12).

El desvío, es decir, el camino que nos lleva lejos de la civilización, es también lo que la literatura enseña tanto a sondear como a evitar. En un hermoso texto de 1988, escrito en el ímpetu de la apertura democrática brasileña (que hoy parece peligrosamente a punto de cerrarse), titulado “El derecho a la literatura”, Candido construye algunas imágenes fascinantes, como cuando llama a la literatura ““sonho acordado das civilizações” y de “fator indispensável de humanização” (Vários escritos 169-191). Es decir, la literatura sería siempre lo fiel de una balanza que mantendría a la sociedad en un equilibrio tan precario como necesario.

Tal vez Antonio Candido sea, al final de todo, un portador de otro orden, menos visceral y turbulento que el de Nietzsche; un orden tendiente a la comprensión e inclusión del Otro en el horizonte de la fruición de los bienes, tanto del espíritu como de la materia. Es sintomático, pero también muy triste, que haya muerto en nuestro presente vaciado de esa posibilidad de un orden democrático asociado a la civilización -ahora, justamente, que el autoritarismo va ganando nuevas caras, y la democracia es amenazada a nivel mundial.

Por eso, no cuesta invertir el final del texto de 1946, en el que Candido decía categóricamente “Recuperemos Nietzsche”, e imaginar que nos cabría juntar lo que nos resta de convicción para decir, con alguna veneración, “recuperemos a Candido”.

Más que nunca, parece necesario regresar a la apuesta, aparentemente tan fuera de moda, de la literatura como base de la civilización, comprendida como el fiel de la balanza que nos mantiene lejos de la anomia y más cerca de la democracia -esa gran ficción de nuestro tiempo.

IV. UN ÚLTIMO MOMENTO DE LUCIDEZ

Me permito aquí utilizar un tono algo confesional, con la esperanza de que mi testimonio pueda ayudar a entender la centralidad que la claridad posee en el pensamiento de Antonio Candido.

La última vez que vi a Antonio Candido fue en su casa, en São Paulo, en agosto de 2016. A esa altura, yo y Lilia Moritz Schwarcz habíamos recién lanzado la edición crítica de Raízes do Brasil, de Sérgio Buarque de Holanda, y resolvimos llevar un ejemplar a Candido, que nos recibió (y al ejemplar de Raízes do Brasil) con gran entusiasmo.

Íbamos un poco aproblemados, yo y Lilia Schwarcz, porque la edición crítica que organizamos proponía lecturas alternativas a la famosa interpretación que Antonio Candido hizo del amigo Sérgio Buarque de Holanda. Candido, al final, consideraba al autor de Raízes do Brasil un demócrata “radical” ya en la década de 1930, en cuanto nuestra edición crítica muestra que, en la primera versión de Raízes do Brasil, esa apuesta democrática no era todavía muy clara (Buarque de Holanda, Raízes). Sin embargo, para nuestra sorpresa, Candido vibró con la idea de la edición crítica, y nos dijo, con todas sus letras, que tal vez él hubiera exagerado un poco cuando interpretó el pensamiento “radical” de Sérgio Buarque de Holanda.

Además de la gracia con que hablaba de sí mismo, lo que más me impresionó, en nuestro último encuentro, fue la historia que entonces nos contó, sobre el poder de la literatura ante la muerte. Pienso que se trata también del poder apaciguador de la literatura ante el desorden. Y aquí volvemos a la cuestión de la claridad como punto de llegada de aquel que busca el carácter organizador de la propia producción literaria, entendida como un vector fundamental en el juego civilizacional.

Recuerdo, una vez más, que la claridad de los textos de Antonio Candido tiene que ver también, probablemente, con su capacidad y su amor por contar historias, como sugerí arriba.

Curiosamente, a ese amor por las historias se suma, para los que lo conocieron mejor, una tremenda capacidad de imitar el habla y las maneras de las personas.

Tal escucha, volcada a las personas de cualquier clase social, está toda en Os Parceiros do Rio Bonito, libro también citado arriba. El agradecimiento a los “caipiras” de la región de Botucatu aún hoy cala profundamente, cuando se piensa en un país tan maltratado como Brasil:

Homens da mais perfeita cortesia, capazes de se esquecerem de si mesmos em benefício do próximo, encarando com tolerância e simpatia as evoluções de um estranho, cuja honestidade de propósitos aceitaram, ou ao menos não discutiram, por polidez. Eram todos analfabetos, sendo alguns admiráveis pela acuidade da inteligência (Parceiros 13).

O también, aquella escena que aún hoy me da escalofríos, en el extraordinario retrato de la socialista Teresa Maria Carini, la Teresina:

Convidava pobres e ricos para sentar na mesa, ao mesmo tempo se coincidisse, oferecia polenta caso fosse hora do almoço, falava da Rússia, de música e das novidades com o tom adequado. Um dia uma pessoa que foi visitá-la encontrou-a instalada entre a mulher do presidente da República e o Tio Pedrinho, preto velho rachador de lenha, feio como a necessidade, que estava almoçando com ela (Teresina etc. 28).

La historia que Antonio Candido nos contó aquel día, en el que fue mi último encuentro con él, fue precedida por una observación que, me parece, resume lo que era, para él, el carácter esclarecedor del arte. Si por un lado es posible decir que Candido fue una especie de ilustrado, por otro lado vimos, en sus comentarios sobre Nietzsche, que él nunca dejó de interesarse por lo más recóndito y misterioso, por lo oscuro e impenetrable de la vida.

Con su manera simple y serena, nos dijo lo siguiente: la literatura organiza las ideas, la música organiza la sensibilidad, mientras que las artes plásticas organizan la manera de ver el mundo.

Sin embargo, no bastaba, para Candido, la colocación abstracta. Era necesario una historia, un causo a contar.

Fue entonces que recordó, de forma muy conmovedora, el momento en que, en 1982, él y su esposa, Gilda de Mello y Souza, visitaron al amigo Sérgio Buarque de Holanda, que estaba muy enfermo, a las puertas de la muerte. Al llegar a casa de Sérgio, en Pacaembu, São Paulo, él decía cosas sin sentido, y solo deliraba. Candido entonces recordó que, en aquel momento, llegó a preguntarse si él y su esposa tenían el derecho, a pesar de la intimidad, de estar allí y ver al amigo en ese estado, delirante.

Pero he aquí que -nos cuenta Candido-, de un golpe, Sérgio Buarque de Holanda se levanta, con su bata, y comienza a declamar la célebre octava de Camões:

No mar tanta tormenta, e tanto dano, Tantas vezes a morte apercebida! Na terra tanta guerra, tanto engano, Tanta necessidade avorrecida! Onde pode acolher-se um fraco humano, Onde terá segura a curta vida, Que não se arme, e se indigne o Céu sereno Contra um bicho da terra tão pequeno? (Lusíadas I 106)

Candido la declamó también, para al fin decirnos, candidamente, con su acento ligeramente acaipirado: “la literatura dio a Sérgio un último momento de lucidez”.

Me gustaría cerrar con el recuerdo de esa escena, con la esperanza de que sirva, en primer lugar, como un homenaje a Antonio Candido. Pero, sobre todo, tengo la esperanza de que esta pequeña reminiscencia explique lo que vengo tratando de sugerir: la claridad es una conquista ardua, para aquellos de nosotros que creemos en el poder de la literatura no como salvadora de la patria, o como privilegio de unos pocos.

La cuestión tal vez sea que estamos siempre cerca del delirio y de la anomia. Pero si no vale la pena simplemente negar el delirio, es posible por lo menos construir algo a su lado. Es decir, es posible levantar momentáneamente un mundo en que el sentido gana, a duras penas, su lugar. El universo en que el sentido encuentra su límite y su posibilidad quizá sea, aún, lo que podemos llamar, mientras nos sea dado vivir, como literatura

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3* Traducción de Hugo Herrera

1En la dedicatoria de Antonio Candido al compadre, en el ejemplar d’Os parceiros do Rio Bonito (2a edição), hoy perteneciente a la colección Sérgio Buarque de Holanda, en la Unicamp, se lee: “Querido Sérgio: releyendo este libro para corrección de pruebas, me quedé impresionado al ver cuánto es influenciado por su obra, sobre todo “Bandeirantes e Mamelucos” y “Monções”. Yo ya sabía de esto, por supuesto, y lo digo en el prefacio; pero la impregnación es mayor de lo que pensaba. La culpa no es suya. Pero lo que él tenga de aprovechable será debido a esto. Esta es la razón de empujar una simple reedición, que va mejorada (para mí) por la portada de Ana Luisa. Afectuoso abrazo etc.”. La portada es de la diseñadora Ana Luisa Escorel, hija de Antonio Candido.

2Se ha preferido traducir el término “injunções” como “inyunciones”, teniendo en cuenta el antecedente de la revitalización del arcaísmo castellano “inyungir” en la traducción de José Miguel Alarcón y Cristina de Peretti de Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional de Jacques Derrida (Madrid: Trotta, 1995), cuyo primer ensayo, como se sabe, lleva por título “Inyunciones de Marx” (Nota del traductor).

Recibido: 30 de Octubre de 2017; Aprobado: 15 de Enero de 2018

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