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Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  no.103 Santiago mayo 2021

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952021000100291 

El Diálogo con las Literaturas de América Latina

La oscura vida radiante otra vez

La oscura vida radiante once again

Grínor Rojo1 

1Universidad de Chile. Chile

Resumen:

Propongo en este artículo una lectura de La oscura vida radiante, la última novela de Manuel Rojas, que considera y combina la serie histórica (Chile en el tránsito desde su primera a su segunda modernidad) con la serie biográfica (Aniceto Hevia/Manuel Rojas en el tránsito de la juventud a la madurez). En el primer plano, el lector de la novela observa a un joven Hevia/Rojas que vagabundea en compañía de sus compañeros anarquistas, aunque sin perder por eso su entereza y lucidez, al mismo tiempo que se va formando como ciudadano, como poeta y como escritor chileno, mientras que desde el fondo nos llega el relato que de todo ello hace la voz del viejo Hevia/Rojas, quien lo rememora y lo cuenta cincuenta años más tarde con una mezcla de nostalgia, decepción y sarcasmo.

Palabras clave: Serie histórica; Serie biográfica; Anarquismo; Renovación; Decepción

Abstract:

In this article I propose a reading of La oscura vida radiante, the last novel by Manuel Rojas, that considers and combines the historical series (Chile transitioning from its first to its second modernity) with the biographical series (Aniceto Hevia / Manuel Rojas transitioning from youth to maturity). In the foreground, the reader of the novel encounters a young Hevia / Rojas who, together with his fellow anarchists, drifts around without losing his integrity and lucidity, while at the same time developing as a citizen, poet and Chilean writer. Meanwhile, behind the story, emerges the narration in the voice of old Hevia / Rojas, who remembers it and tells it fifty years after with a mixture of nostalgia, disappointment and sarcasm.

Keywords: Historical series; Biographical series; Anarchism; Renovation; Deception

Desde el punto de vista individual, la historia de La oscura vida radiante (1971) se inicia con la llegada a Chile del joven Aniceto Hevia desde la Argentina (el relato insiste en repetidas oportunidades en su haber venido él “de allá”, mediante recuerdos, comparaciones, diferencias sociolingüísticas, etc.), sigue sus pasos primero en Santiago, posteriormente en Valparaíso, luego de vuelta en Santiago y después hacia otros sitios. Todo ello hasta dar con la expectativa de una cierta vocación y de una cierta forma de integración, también en Santiago, en 1920. Desde el punto de vista histórico-social, por otra parte, la anécdota de la novela se despliega sobre el escenario de la gran crisis de la industria salitrera chilena y de sus consecuencias nefandas, de desempleo, pobreza y migración de trabajadores y sus familias desde las “oficinas” del norte grande a la zona céntrica del país, en el comienzo, hasta las vísperas de la elección de Arturo Alessandri, en el final.

Y si se me pide que trace el perfil del protagonista de esta novela, diré que es un muchacho que se ha desarraigado del país de su nacimiento y que queda después de eso a la deriva, transitando de peripecia en peripecia en el mundo chileno de la segunda década del siglo XX, el mismo al que estamos viendo hundirse entonces en esa crisis de la que él (me refiero al personaje y no al narrador, y ya se verá por qué) dará cuenta con sus actos, pero sin intenciones de definirla, o sea sin que sus intenciones sean otras que, por lo menos en aquel momento, “vivir”: “Su horizonte físico es amplio, pero en él no hay nada; además, no tiene para dónde ir, nadie lo espera en ninguna parte” (59).

Sobre la llegada de Aniceto Hevia desde la Argentina a Chile, que según se sabe es coincidente con la llegada del futuro novelista Manuel Rojas 1 , su mención aflora en más de una oportunidad en la novela. En el último párrafo del capítulo segundo, por ejemplo, cuando Aniceto, mientras viaja en tren desde Valparaíso a Santiago, “se entretiene mirando el río Aconcagua, el río que lo acompañó, tiempo atrás, en su camino hacia Valparaíso, al llegar de la Argentina y luego de atravesar a pie la Cordillera de los Andes: el río iba hacia su muerte y Aniceto empezaba recién su vida” (105).

Esta, y otras menciones similares, no menos reminiscentes de añosas metáforas clásicas, me permiten caracterizar el tiempo que Aniceto pasa en Valparaíso como una consecuencia de un escape suyo estratégico desde la capital donde al parecer se ha visto envuelto en actividades delictivas. En estos primeros capítulos, la cronología del relato es imprecisa, no siendo del todo transparente la correlación entre el tiempo de la historia y el tiempo del discurso (¿es, por ejemplo, el comienzo de la novela un comienzo analéptico? A mí me parece que sí), al contrario de la extrema precisión con que se narra en el capítulo de cierre. Sin embargo, Valparaíso será el espacio de una sección extensa de La oscura vida radiante, cuando estamos, calculo, en 1913 o 1914. Allí, todavía en el 14 o quizás si en los primeros meses del 15, Hevia va a dar a la cárcel, lo que, como se recordará, es una circunstancia que pertenece a la biografía del novelista Rojas 2 y constituye el arranque de esa densa meditación filosófica que, en más de un sentido, es Hijo de ladrón (1951).

Con los vagabundos de la Caleta El Membrillo, Echeverría y Ardiles, tendrá su primera experiencia de vida en una comunidad alternativa a la establecida. Es ese su bautizo en un anarquismo práctico, por así decirlo. Siente Aniceto entonces –siente porque no lo sabe todavía– que con los anarquistas chilenos es con quienes se lleva mejor y que con ellos puede y desea echar su suerte. No los abandonará, excepto durante la secuencia de su involucramiento en el oficio teatral, en el largo –demasiado largo, para mi gusto, aunque por otro lado debo reconocer que válido también, ya que da el pie para una ampliación del entorno geográfico– capítulo séptimo de la novela.

He ahí pues Aniceto Hevia en la primavera de su vida, como lo declara el narrador, compartiendo sus veinte esmirriados años con unas galerías de anarquistas de no mucho pelo y en un espacio-tiempo histórico que pudiera ser el fondo de la olla en el desarrollo del Chile republicano.

En nuestro país, que ha de ser el de América Latina que peor lo pasó entre la segunda y la tercera década del siglo XX, la gran debacle se pone en marcha cuando entre 1890 y 1911 Carl Bosch y Fritz Haber (este último iba a recibir el Premio Nobel por sus aportes a la guerra química) logran sintetizar en Alemania el amoníaco, que al oxidarse forma nitritos y nitratos. Con propósitos bélicos evidentemente, ese fue el origen de la producción en el laboratorio del salitre sintético y, en consecuencia, el anuncio del término del negocio chileno basado en sus exportaciones en estado natural.

Para un país en el que, desde 1890, alrededor del 40% del presupuesto nacional provenía de los impuestos a dichas exportaciones, habiendo alcanzado hasta un 61.16% en 1915, es decir no mucho después de que Bosch y Haber dieran por terminadas sus pruebas de laboratorio, ese iba a ser no un golpe, sino un verdadero mazazo. Uno puede revisar las cifras relativas a las exportaciones de salitre chileno a todo lo largo de las décadas del diez y del veinte, y va a encontrarse con que, aun cuando la industria se renovara tecnológicamente, que es lo que acontece cuando la tecnología de los Guggenheim Brothers supera y reemplaza al sistema shank de los británicos, y si bien es cierto que la cantidad de producto exportable aumentó a causa de ello, en especial durante los años de la guerra, los precios eran cada vez más bajos y los ingresos menores. El resultado fue el cierre gradual de las “oficinas” salitreras chilenas, la cesantía, el hambre y el comienzo del retorno masivo de los obreros y sus familias a las ciudades del centro del país. Rojas lo muestra en el que bien podría ser el más notable de los comienzos de novela que se registran en toda la historia de la literatura chilena:

–Y ahora, ¿qué hacemos?

Llegaron en barcos caleteros, amontonados, con sus pocas pilchas, sin saber a dónde iban ni dónde se detendrían, en qué trabajarían ni qué comerían, en qué conventillos o ranchos o callampas tenderían los huesos, con su mujer y sus hijos los casados, solos y amontonados de a cuatro o cinco los solteros: había una crisis, se vendió mucho salitre durante la guerra mundial, eso a pesar de que los alemanes no pudieron comprarlo en los últimos tiempos –los gringos les hundían los barcos– y se vieron obligados a sacarlo del aire; los alemanes pueden inventar cualquier cosa, desde brutalidades hasta buena música y filósofos, y las compañías se hincharon de plata, salitre para todo el mundo, pedir no más, ahí están los rotos, no serían alemanes, no inventarían gran cosa, pero sacarán montañas de salitre, de carbón, de cobre, de hierro, de azufre, de manganeso, de lana; antes sacaron montañas de plata; paguen y llévenselo, sí, las compañías ganaron mucha plata, los rotos la indispensable, lo que les permitió seguir viviendo para seguir sacando montañas o ríos de materias primas; cuando piden, no piden gran cosa, pero siempre se les niega, cada huelga cuesta días, semanas, meses y a veces los milicos matan algunos huelguistas, los mataron en Iquique y los volverán a matar cualquier día, los pacos tampoco lo hacen mal, hay que defender la patria de estos rotos que sólo piden más comida; pasan hambre, se joden, pelean con la mujer y los hijos –¡qué tanta huelga, Juan!, ¡hasta cuándo, papá!, ¡cállense!–, y al final, regateando el centavo, les dan un aumento que no sirve de nada; la máquina está bien armada, Juan, o Pedro, o Santiago, o Miguel, los ingleses, los alemanes, los americanos, los franceses, los chilenos, todos son lo mismo, suben los precios, no han perdido nada, todo sigue igual; tú también, Juan Soto o Pedro Alvarado o Hermenegildo Chilcay; hasta que llegó la crujidera y desde Carmen Bajo y Agua Santa, desde Josefina o Constancia, desde La Granja y Alianza, Humberstone y Huara, Buenaventura y La Perla, Tiliviche y San Patricio, Santa Rita y La Candelaria, Asturias o Recuerdos, Nueva Soledad o Soledad Vieja, se fueron, por Taltal y Antofagasta, por Junín y Caleta Buena, Iquique y Coloso, Mejillones y Tocopilla, hacia el sur, a morirse de hambre

(Rojas, La oscura... 9-10).

Un narrador este que, combinando el estilo directo con el indirecto y el indirecto libre, reúne aquí lo particular con lo general, la escena con el panorama, lo interno con lo externo, lo bajo con lo alto, y de esa manera construye en menos de una página el cuadro de una descomposición social pocas veces vista en nuestro país. Los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto confirman la gravedad de sus dichos, reproduciendo las palabras de escándalo de un viajero inglés, R. L. Vowell, quien a mediados de 1920 contaba que en Chile “la pobreza es tan grande, que muchas mujeres… están siempre deseosas de vender a sus hijos y aun se manifiestan gustosas de darlos. Niños y niñas, de edad de ocho o diez años, se venden como esclavos, por 3 o 4 pesos” (53). Si agregamos a ello las denuncias de ilegitimidad y/o de simple incuria de la conducción oligárquica del país, esta llevada hasta el non plus ultra por los gobiernos del parlamentarismo post-balmacedista, cuyas ineptitudes venía denunciando desde el centenario un vocinglero núcleo de intelectuales críticos (Enrique Mac Iver, Alejandro Venegas, Luis Emilio Recabarren), el saldo resultante es de una endeblez que no se había conocido desde la antesala a la guerra civil del 91. El Chile oligárquico retrocedía en esa tercera década del siglo ante un nuevo Chile, que asomaba la cabeza por entre las grietas del otro, de a poco y aún en condiciones de máxima fragilidad.

Este es el cuadro histórico en el que Aniceto Hevia, después de haber llegado desde la Argentina, luego de los episodios de la bajada a pie desde la Cordillera, de su estancia en Santiago y Valparaíso, junto con su breve temporada en la cárcel, y su también breve tiempo en compañía de Echeverría y Ardiles, se zambulle. O, para decirlo bajtinianamente, este es el cronotopo dentro del cual durante cinco o seis años él experimenta sus “aventuras”, las de un joven sin raíces, arrojado al “camino de la vida”, pero que tampoco tiene previsto ningún tipo de anclaje.

Resulta fácil aplicarles entonces, a la estructura y actuaciones del protagonista de La oscura vida radiante, los discursos críticos que a mediados del siglo XX se le infligían a Hijo de ladrón. Pontificar una vez más sobre Aniceto como un héroe que deviene representativo de una existencia humana “deudora” o “herida” ab origine. O, lo que pudiera ser aún más vistoso y más postmoderno, basándose esta vez el crítico en las imprecisiones del desarrollo cronológico, y en la arbitrariedad de las acciones del protagonista, postular la desaparición postmoderna en La oscura vida radiante de la lógica causal que parece ser el sine qua non de la ficción de impronta aristotélica, en la que, según nos lo aclara Rancière, “los hechos no se dan por casualidad. Se dan como consecuencias necesarias o verosímiles de un encadenamiento de causas y efectos” (9)

. Yo debo decir, sin embargo, que a mí Aniceto Hevia me resulta paradójicamente más cercano al héroe de la novela premoderna de que habla Bajtín, un héroe “pasivo”, “inmutable”, el que, no obstante encontrarse en el desamparo, “cuida de sí mismo y sale de tal juego, de todas las vicisitudes del destino y del suceso en identidad, intacta y plena, consigo mismo” (Bajtín 258) 3 . De esto está hecha la vida “oscura” y “radiante” a la que se refiere el título de la obra, el que Rojas toma de unos versos del cubano José Martí, los de “La musa traviesa”, que dan cuenta de un cabalgar “sobre los aires”, entre “nubes rosadas, bajo hondos mares, en los senos eternos”, donde “a mis ojos los antros son nidos de ángeles” (68-69). En rigor, los versos del poeta aluden sobre todo al creador y su creación, que se mueven en un desplazamiento continuo que a veces los arrastra hasta los peores rincones, pero unos rincones que, no obstante ello, son “nidos de ángeles”.

Porque, veamos: ¿qué es lo que mueve a Aniceto Hevia durante esos años?, ¿cuál es el combustible que energiza sus desplazamientos? Creo que puede condensarse en un verbo solo: vivir. Pero hay que precisar ahora que vivir para este aprendiz de anarquista significa vivir libremente, entendiendoasí la vida como una expansión espontánea, desinteresada y sin amarras de su potencia vital, desconociendo por lo tanto cualquier estorbo que pudiera frenarla. Léanse aquí no solo los estorbos que genera el imperio de la autoridady la ley en el seno de cualquier sociedad y de la burguesa en particular,sino también el trabajo reglamentado, el hogar y el matrimonio, incluidas las relaciones amorosas. Este último rasgo, el de la falta de una relaciónamorosa heterosexual profunda, que se había presentado ya expresamente en el episodio de la Caleta El Membrillo de Hijo de ladrón 4 , vuelve en La oscura vida radiante con más claridad todavía (desconsidero, por lo tanto, losencuentros prostibularios, por lo demás todos ellos ingratos). No encontraremosen La oscura vida radiante amor de mujer. Las relaciones de Aniceto son de amistad y con hombres. Para ser más exacto: son relaciones de fraternidad con los compañeros anarquistas. Con ellos recorre el país, compartiendo sus necesidades y, eventualmente, también (aunque más adelante haré algunos distingos al respecto) su ideario y sus acciones. Cierto, en secreto, a escondidas,íntima y vergonzantemente, borronea ya unas líneas poéticas, aunque lo hace descreyendo que ellas puedan servir para nada 5 .

En otras palabras: Rojas pone al joven Aniceto en el trance de una búsqueda permanente de los elementos por medio de los cuales aplacar dos de las necesidades más rudimentarias del existir humano sobre la tierra: el hambre y el sueño. Y no importa cómo, habida cuenta de la escasez superlativa en que transcurren sus días, lo que quiere decir que a lo mejor el joven Aniceto come este almuerzo de ahora pero no sabe si podrá repetirlo más tarde o mañana, y que tampoco sabe si cuando caiga la noche le va a ser posible encontrar un camastro sobre la cual echarse a dormir. Son, pues, comer y dormir un par de verbos cardinales en el despliegue de la narración en este segmento de la novela, siempre los mismos, y a propósito de los que se suceden las “aventuras” del personaje, adquiriendo así su forma eso a lo cual yo mismo caractericé en un trabajo anterior como su “vagabundaje programático” (Rojo 241). Todo ello en un “camino” donde no existen ni la motivación ni el reposo y donde, además, gobierna la arbitrariedad. Las cosas pueden pasar o no pasar, se come o no se come, se duerme en una cama o en un banco de plaza.

Para satisfacer el hambre y la necesidad de dormir, Aniceto y sus socios necesitan dinero, pero advirtamos nosotros ahora que la consecución del dinero excluye para ellos, o en cualquier caso lo excluye hasta donde consiguen evitarlo, el trabajo organizado y reglamentado, reemplazándolo por el del artesano independiente, el peluquero, el zapatero, el pintor de brocha gorda, cuando no es por las prácticas delictivas, sin más trámite. Y, aunque no descartan la primera de esas técnicas de sobrevivencia, parecieran dar preferencia a la segunda. Su mejor ejemplo es la pequeña empresa que forma El Chambeco con la excusa de solicitar dinero para los desempleados del salitre, y que por cierto es un dinero que no va a dar a los bolsillos de los cesantes sino a los de aquellos que solicitan la ayuda. Aniceto es miembro del gang, participa por ende de sus latrocinios. Como sus compañeros, tiene que comer y dormir:

Para satisfacer el hambre y la necesidad de dormir, Aniceto y sus socios necesitan dinero, pero advirtamos nosotros ahora que la consecución del dinero excluye para ellos, o en cualquier caso lo excluye hasta donde consiguen evitarlo, el trabajo organizado y reglamentado, reemplazándolo por el del artesano independiente, el peluquero, el zapatero, el pintor de brocha gorda, cuando no es por las prácticas delictivas, sin más trámite. Y, aunque no descartan la primera de esas técnicas de sobrevivencia, parecieran dar preferencia a la segunda. Su mejor ejemplo es la pequeña empresa que forma El Chambeco con la excusa de solicitar dinero para los desempleados del salitre, y que por cierto es un dinero que no va a dar a los bolsillos de los cesantes sino a los de aquellos que solicitan la ayuda. Aniceto es miembro del gang, participa por ende de sus latrocinios. Como sus compañeros, tiene que comer y dormir:

–Somos de la olla del pobre, cesantes del salitre, trabajadores del norte; aquí estamos, sin casa ni comida, sin trabajo, durmiendo en albergues y buscando qué comer por todas partes. Tenimos mujer y tenimos hijos, hijos chicos. Aquí está el certificado de la Intendencia de Valparaíso, tenimos autorización, están todos los timbres y los sellos, la firma también, no falta nada. Pedimos para nuestros compañeros, para nuestros niños, para nuestras familias, una ayuda para los cesantes. Ustedes son chilenos, como nosotros, y nosotros estamos en la mala; ayúdenlos, por favor, sean buenos chilenos 6 (120-121).

Pero lo más significativo de esa aventura es que los miembros del equipo de El Chambeco no son simples delincuentes. Son anarquistas. Ácratas de segunda o tercera fila, de acuerdo, pero que acompañan sus actos con un discurso noble, que aspira a despertar en aquellos que los escuchan un sentimiento que debiera ser recibido por la víctima en algún punto a medio camino entre la solidaridad y la conmiseración, y al que ellos se atienen sin recato.

Patético y mentiroso va a sonarle ese discurso al lector ordinario, pero recordemos que él está emitiéndose en una circunstancia histórica de crisis cuyas calamidades múltiples determinan por sí solas que la mentira sea menos mentira de lo que a primera vista parece. Es este el modo como Rojas relativiza (y también diluye) en La oscura vida radiante, como lo había hecho ya en otras de sus obras anteriores, el binarismo moderno entre el parecer y el ser o, más bien, como desabsolutiza la norma ética vigente.

Con todo, se abre una diferencia entre Aniceto y sus camaradas, y es una distinción que tiene que ver con una suerte de entereza subterránea del personaje, una entereza que yo siento próxima a la fidelidad consigo mismo que Bajtín le atribuye al héroe de la novela premoderna y que, en La oscura vida radiante, pudiera provenir también de una suerte de sentido ético otro, asentable, como le gustaba decir el filósofo Humberto Giannini, en la “experiencia y la moral común”, o sea lo que al sujeto en cuestión “ ‘su vida le ha enseñado’ como bueno o como malo, como justo o como injusto, a despecho de cualquier ‘simple teoría’” (267). Aniceto es el que es, entre y con sus camaradas anarquistas, conforme, pero eso no significa que carezca de capacidad para distanciarse y contemplarlos. En el plano del enunciado, lo descubrimos como un colega más e, incluso, como un compañero más, comprometido y afectuoso, copartícipe de los emprendimientos del grupo, pero que observa lo que los otros hacen y no está seguro de que la solución que han encontrado para comer y dormir sea la mejor de todas. Esto significa que colabora con ellos, que es cómplice activo de sus fechorías y que escucha los discursos, pero que también sospecha de la justificación que ellos les dan a sus transgresiones, tanto como de la viabilidad de aquello que los discursos prometen. En el último análisis, podría decirse que una y otros le gustan, pero como versiones de una utopía que le resulta seductora aunque todavía conjetural. Entre tanto, vive, se deja vivir.

Es esta una moral de la experiencia común, pero que aquí es además la experiencia de la sobrevivencia, y que por consiguiente no puede ser calificada con los códigos del universalismo atemporal, satisfecho y presuntuoso de la ética convencional. No puede calificársela así no solo porque sus reglas no son las mismas, sino porque son precisamente las condiciones de vida que la convencionalidad fuerza sobre los más vulnerables las que otorgan al delito su razón de ser. Una página de Imágenes de infancia y adolescencia (1983), la autobiografía de Rojas, ilumina esta perspectiva ética mejor de lo que yo puedo hacerlo:

aprendí [en la infancia] muchas cosas: supe, por ejemplo, qué era el hambre, no una cualquiera sino una que puede hacer llorar a un niño, no porque lo hayan castigado a no comer un almuerzo o una comida, sino porque no había qué comer. En ese momento mi madre no pudo darme ni un pedazo de pan […] era un niño, un maldito niño, y no sabía que si en una casa o en una habitación o en una calle no hay qué comer, debe uno aguantárselas y buscar la manera de satisfacer esa hambre, y, si no la encuentra, sentarse por ahí y morir o recurrir a la astucia y robar. En un mundo en que un ser humano puede morir de hambre, robar de hambre no es ni pecado venial (112).

Por otra parte, ¿podríamos nosotros asimilar la actitud de Aniceto al “humanismo popular” cuya eficacia defiende Bajtín?

7 . A lo mejor, porque lo cierto es que Aniceto no enjuicia, solo intuye, con una conciencia difusa o una “pre-visión” 8 , que los actos del equipo de que forma parte pudieran ser reprochables:

El Chambeco no era un mal compañero y, en cierto sentido, era bueno, por ejemplo, para aquellos que como Narciso y Aniceto vagaban aún por el aire, sin saber para dónde ir ni dónde pisar tierra: podía enseñarles maneras de subsistir, ardides, astucias, técnicas, aprendidas en la cultura de la miseria, porque no era pobre, era miserable, todo él era un producto de la miseria (141).

Chambeco, ¿Dónde estás? Tú eres un pícaro, un pillo, un individuo capaz de desvalijar a cualquiera que te dé la oportunidad de hacerlo, robarle la cartera, los zapatos, hasta la ropa, y después reírte de él, pero nunca le harás nada a un compañero, nunca te quedarás con algo que le pertenece, repartirás todo mejor que cualquier síndico (299).

Los camaradas de Aniceto terminan así siendo demonios, pero también ángeles. Como señala muy bien Ignacio Álvarez,

lejos de la hagiografía grupal, su descripción [la de Rojas] incluye personajes nobles y generosos –como el propio José Encarnación–y también una lista alarmantemente larga de ácratas que devienen pillastres puros y simples –El Chambeco–, ladrones profesionales –Alberto– y asesinos ocasionales –René, cuya pistola gatilla la huida de Aniceto al comienzo de la novela (134).

Mi impresión es que habría que restarle al ánimo antihagiográfico de Álvarez su toque de alarma y añadirle que el elenco al que él se refiere está compuesto no solamente por bandidos de un lado y por buenas personas del otro; que el bandido y la buena persona cohabitan, a menudo, en un mismo individuo. El Chambeco, cuya figura acabará por convertirse en un arquetipo que cubre casi todo el relato, es la encarnación de esa dualidad.

Pero eso no es todo. Hay además en La oscura vida radiante una segunda distancia, que determina un nuevo nivel en el acceso del lector a la novela y que yo necesito traer a cuento en el presente análisis. Estoy pensando ahora en el mecanismo de la enunciación. Me refiero a eso que sabía bien José Santos González Vera, y que anotó en su cariñosa semblanza del escritor y del amigo, refiriéndose a Lanchas en la bahía y, sobre todo, a Hijo de ladrón, y diciendo que ambas novelas eran en realidad “monólogos” en los que “el autor habla a través de sus criaturas. Se percibe su aliento, lo mismo que en la conversación de dos” (264).

También en el relato de La oscura vida radiante existen marcas en las cuales se transparenta la figura no del autor, como escribió González Vera, pero sí la de un narrador personal, la voz de un hombre que está por detrás de las cortinas recordando y contándonos eso que recuerda y que nosotros leemos, pero muchos, muchísimos años después de que han ocurrido los hechos. Un narrador que se asemeja al de Hijo de ladrón, que pudiera equipararse con el de Hijo de ladrón, pero que en definitiva no es él, porque tiene más años y eso lo coloca a una distancia mayor de la cosa narrada. Se recordará que el narrador de Hijo de ladrón se preguntaba al salir de la cárcel “¿Cómo y por qué llegué hasta allí?” (379), en un “allí” que connotativamente incidía en la diferencia entre el suceso y su recuerdo, y le daba a esa novela el aire de una búsqueda existencial por parte de una conciencia de adulto joven con todavía un angustioso lastre de cuestiones sin resolver. Desde la distancia de su punto de hablada, el protagonista percibe que ese acontecimiento, el haber estado en prisión, es portador de una clave de sentido para su vida hasta entonces y sobre la que debe meditar. La novela, Hijo de ladrón, contiene esa meditación.

En La oscura vida radiante el narrador es el mismo individuo, pero más viejo y ya no se hace preguntas, tal vez porque conoce las respuestas. Sencillamente trae al primer plano del relato cuanto en aquel entonces le ocurrió (“recall” es el verbo que para esto se emplea en inglés. En español no existe un equivalente, ya que “recordar” sirve tanto para recordar como para llamar lo recordado. “Rememorar” es un cultismo de poco uso). Tampoco faltan las ocasiones en que emplea la segunda persona para dirigirse a su protagonista en apariencia, pero en realidad hablándose a sí mismo y para agilizar la memoria:

¿Recuerdas cuando eras pintor? Siempre un muro diferente, una puerta o una ventana diversa, una casa diferente. ¿Y cuando trabajabas en la cosecha de maíz, en la provincia de Buenos Aires? Aire libre, viento norte, sol o lluvia, espacio. ¿Y en las vendimias de Mendoza? ¿Cuándo buscabas trozos de metal en las arenas de la caleta de El Membrillo, en Valparaíso? ¿Cuándo anduviste pirateando con El Chambeco y apuntando en la compañía de teatro? (411).

Ese es “el otro el mismo”, o sea que es el narrador que muchos años después se mira hacer a través de la imagen que de su propia persona conserva guardada en el cuarto de atrás de su conciencia, imagen que ahora se ha propuesto recuperar. Para decirlo con la jerga filosófica de Félix Martínez Bonati, y cuidándome de advertirle al lector que como quiera que sea en ambas instancias se trata de un universo ficcional, es la diferencia entre Aniceto Hevia como “lo representado” en esta novela, “considerado en todos sus posibles aspectos, o en sí mismo”, y su “representación”: “el particular aspecto o grupo de aspectos bajo el cual se actualiza [el narrador actualiza] en un determinado acto de conocimiento” (107).

Doble distancia cuyo subproducto es, por supuesto, la ironía novelesca. La oscura vida radiante es una novela cargada con la ironía que nosotros sabemos consustancial al género moderno, y que en esta novela puede ser ríspida en determinadas ocasiones, pero que jamás es malévola, y esto último en la mejor tradición quijotesca. Vida oscura, pero también vida radiante; vida patética, pero también vida cómica, expuesta esta última en la vasta gama de sus posibilidades: desde el rabelaisiano refocilarse con la historia del Zambo Huerta, ése que se cae en un hoyo de mierda en el capítulo tercero de la narración (114), hasta el frustrado y bufonesco episodio del intento por parte de Aniceto de ayudar a Miguel Briones en su fuga de la Casa de Orates en el capítulo sexto (193 y ss.), o a aquella función teatral del capítulo séptimo, cuando llueve a cántaros sobre el único teatrucho de algún pueblo del sur y los espectadores no solo no escuchan a los actores sino que aplauden los improperios que estos les disparan impunemente (320). Todo eso nos lo comunica un viejo al que le salta la pluma en la mano mientras registra aquello oscuro y radiante que fue su perdida juventud.

UN POCO MÁS SOBRE LAS ACCIONES

Dije más arriba que la acción principal de La oscura vida radiante era vivir, y que de ese verbo surgían un par de acciones más: comer y dormir. Y que para comer y dormir había que rebuscárselas, y rebuscárselas aventurando, donde sea y como sea. Respecto de esto último, la forma menos deseable para la comparsa anarquista es el trabajo organizado y reglamentado, como ya lo indiqué. De ahí su reemplazo o por el trabajo independiente o por la trápala picaresca. Pero, ya sea porque la generosidad de las víctimas se agota, o porque las autoridades se enteran y empiezan a acosar a los falsos recolectores, lo que los pícaros tienen que hacer es circular, cambiar de escena, moverse de un sitio a otro constantemente. De Santiago a Valparaíso, de Valparaíso a Caleu, de Caleu a Santiago de nuevo, de Santiago a Rancagua. Más tarde, durante el episodio teatral del capítulo séptimo, es Aniceto quien en compañía de una troupe de comediantes se las echa por primera vez hacia el sur tormentoso, hacia Temuco, Valdivia, Puerto Montt y otras ciudades menores. Aniceto está sobreviviendo, es cierto, pero al mismo tiempo, como una extensión de su sobrevivencia, está empapándose con su nuevo país. O, lo que es lo

mismo, sus vicisitudes acabarán conformando, para él y para nosotros, los que estamos siendo testigos de sus andanzas, el imaginario geográfico del Chile de aquellos años. Terriblemente desastrado, espantosamente mísero, pero a la vez supremamente hermoso:

Ha empezado a llover y llueve furiosamente, como si fuera a estar lloviendo durante semanas. Cuando, después de dejar atrás Osorno, pasan por delante del lago Llanquihue, el más grande de la región, con el volcán Osorno apenas visible bajo la lluvia, creen estar llegando a la humedad primordial, aunque no oscura. Pero todavía han visto poco: se abre el Seno Reloncaví, que refleja en sus aguas, cuando no llueve y hay sol, claridad por lo menos, el volcán Calbuco, a veces el Osorno, y los cerros Puntiagudo y Tronador; creen haber llegado al final de la aventura: más allá está el archipiélago de Chiloé, la Patagonia, el mar del sur y Tierra del Fuego, los canales, la soledad. Y no es sólo el paisaje, aunque también lo es, el paisaje y su grandeza, sino la impresión de eternidad (310).

Quien habla aquí es el narrador, cruzando la experiencia lejana del joven Aniceto con la suya actual: quieta en su vejez, nostálgica y desbordante de imágenes que se mantienen vivas y palpitantes en su memoria. Los descubrimientos del uno son el recuerdo y la melancolía del otro. Un país que estaba entonces dejando de ser el que había sido, que a poco andar algunos creían que iba a convertirse en algo distinto, aunque por el momento nadie supiese en que podía consistir ese hipotético porvenir, y un joven que no nació en ese país y que, por lo mismo, empieza a conocerlo con los ojos impolutos de uno que por haber venido de otra parte logra ver lo que otros no ven. El narrador, en cambio, que sí es de ahí, que ha llegado a ser de ahí, que ha vivido y sufrido el medio siglo de historia nacional que sucede a los hechos que él rememora en el enunciado de la escritura, sabe qué fue lo que pasó después y apenas disimula el rictus amargo de la decepción.

Todo lo cual comienza a cerrarse en el capítulo ocho de La oscura vida radiante. Una breve apostilla, en la página 363 de ese capítulo (un “indicio” es como la hubiese denominado el Barthes estructuralista), en medio de una diatriba del narrador, en estilo indirecto libre y contra el orden de cosas existente entonces en Chile y en el mundo, nos advierte que estamos ya en 1920. El narrador observa entonces que los hombres de uniforme al pueblo chileno que protesta “lo masacraron en Santiago, en octubre de 1905, en Iquique, en 1907, en Natales el año pasado, y los masacrarán cada vez que los manden a eso” (363).

“En Natales el año pasado…” Y así es, o fue en efecto: el 20 de enero de 1919 los obreros del Frigorífico de Puerto Bories se declararon en huelga exigiéndole a la empresa, que era la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego, la implantación de la jornada de ocho horas, entre otras mejoras de sus condiciones laborales. El conflicto escaló, el presidente de la República envió a los militares y el resultado fueron cuatro obreros muertos y dieciocho heridos. Era una de las muchas despedidas repugnantes del último gobierno del parlamentarismo oligárquico, el del caballero don Juan Luis Sanfuentes, el “hacedor de reyes”, ése que, queriendo darle su oportunidad a cada uno de los de su clase, nombró diecisiete gabinetes y más de ochenta ministros.

Pudiéramos decir entonces que, en el capítulo siguiente, el noveno y último de la novela, se precipita una avalancha histórica que simultáneamente es vertiginosa y estricta. Si en los ocho capítulos anteriores, las marcas temporales eran casi inexistentes y había que inferirlas, aquí, por el contrario, se insiste en ellas explícitamente, una y otra vez. El tiempo de la actualidad enunciada es 1920, según lo dejó en evidencia la alusión a la matanza de Puerto Natales. Y estos son los principales sucesos que conciernen a la vida de Aniceto durante aquel año:

1. Aniceto encuentra un oficio de “obrero gráfico” en la Imprenta Lumen, una Imprenta que no es anarquista pero está vinculada al anarquismo, donde se imprime por ejemplo Verba Roja (el 1º de enero de 1920).

2. Aniceto se conecta simultáneamente con algunos connotados integrantes del campo cultural de la época. Entre ellos, Julio Valiente, Santiago Labarca, Alberto Rojas Jiménez, José Santos González Vera y José Domingo Gómez Rojas (con sus verdaderos nombres los tres primeros, y como José Santos Gutiérrez y Daniel Vásquez los otros dos).

3. Aniceto escribe poesía, motivadamente esta vez.

4. Aniceto convive en un conventillo con José Santos Gutiérrez, en tanto que ellos dos, más Sergio (Atria, el apellido no aparece en la novela pero sí en la semblanza que hace de Rojas su amigo González Vera) forman una suerte de tertulia literaria.

5. Los sucesos históricos los afectan de manera directa: Gutiérrez/ González Vera es golpeado en un asalto de jóvenes conservadores a la Federación de Estudiantes y Aniceto/Rojas sufre la destrucción de la Imprenta Lumen y, por consiguiente, la pérdida de su trabajo y el de sus compañeros (22 y 23 de julio).

6. Los amigos literatos se dispersan (estamos ya al final del invierno de 1920).

7. Aniceto parte hacia el sur patagónico (es ahora la primavera de 1920).

Respecto del acontecer histórico:

1. Arturo Alessandri es elegido presidente, representando a una coalición antioligárquica, la Alianza Liberal (el 25 de junio de 1920).

2. Tratando de impedir que Alessandri asuma la presidencia, desde el gobierno promueven la llamada guerra de don Ladislao (por el ministro del interior, Ladislao Errázuriz). Del 15 de julio de 1920 es la orden de movilización de las tropas hacia el norte en la expectativa de una conflagración con el Perú.

3. Pandillas empatriotecidas por la falsa expectativa de la guerra atacan la Federación de Estudiantes y la Imprenta Lumen, acusando a quienes son sus ocupantes de pacifistas y traidores (22 de julio).

4. Incendio y asesinato de obreros a mansalva en la Federación Obrera de Magallanes (6 de julio).

5. Muerte, con la conciencia perdida y en la cárcel, de Daniel Vásquez/ José Domingo Gómez Rojas (29 de septiembre).

Como vemos, se entrelazan, a lo largo de este capítulo final de La oscura vida radiante, la serie biográfica con la serie histórica. Ignacio Álvarez acierta de nuevo al proponer que “La oscura vida radiante, a diferencia de las novelas anteriores de Rojas, reescribe el sentido de una formación mental, intelectual y sensible en términos políticos” y que “el Rojas maduro concibe el orden político como término de la formación de un individuo” (119). Más que en cualesquiera de las páginas previas, en las del último capítulo de La oscura vida radiante el escritor ha abierto la puerta para que el viento de la historia se meta como una tromba benjaminiana en el destino individual. Como escribí yo mismo en mi trabajo de 2014, era ese en Chile el fin de la República Parlamentaria, cerradamente oligárquica, y el comienzo de una cosa distinta que encandiló a no poca gente, una cosa que por aquel entonces carecía de nombre pero que mucho, muchísimo tiempo después el sociólogo Tomás Moulian bautizaría como el “Estado de compromiso” –compromiso, es claro, si no matrimonio tout court–, entre la oligarquía sólo parcialmente en declive y los sectores medios, con alguna colaboración, ocasional, efímera y casi siempre malograda del sector proletario a través de los partidos comunista y socialista, y que ordenará y administrará los destinos de la República durante los cincuenta años que siguen (Rojo 240).

En realidad, más que al nacimiento en Chile de un Estado de compromiso, yo pienso que a lo que se estaba entonces asistiendo era al nacimiento de nuestra segunda modernidad, la que se prolongó hasta la larga pesadilla pinochetista. Y lo que debí agregar, lo que no agregué entonces y agrego ahora, es que, según testimonia este narrador, empeñado en contar las cosas tal y como ellas ocurrieron, los anarquistas no se tragaron ese anzuelo, no comulgaron con esa rueda de carreta: “los anarquistas no quieren saber nada con él [con Alessandri]. Sólo los anarquistas no lo son [partidarios de Alessandri]. Los demás, todos, hasta los llamados comunistas; los vagos también lo son” (420-421).

Si el país estaba entonces por completar un ciclo histórico, lo mismo estaba aconteciendo en la vida del protagonista de La oscura vida radiante. Pero de más envergadura aún que esta convergencia es su desenlace, y me refiero con esto al final de la novela, donde se clausura un ciclo y se abre otro, pero otro que amenaza con no ser muy distinto al ciclo anterior. La tentativa de Aniceto de estabilizar su vida, con un trabajo y una residencia estables y con unos amigos afines, fracasa; la lucha de los anarquistas por cambiarle al país la cara, por conseguir un orden más solidario y permeable a la penuria de los débiles, fracasa asimismo; el intento de cambiarle a la novela la forma floja (¿postmoderna o premoderna?) de los primeros capítulos, convirtiéndola ahora en una novela del realismo social, una novela cronológica y lógicamente trabada, tampoco prospera.

No hay futuro o el futuro es la incerteza. La contraparte del joven Aniceto, es decir el hombre que va a asumir el poder ejecutivo de la nación en diciembre de 1920, y esto es algo que se inscribe en el texto con todas sus letras, no es más que un farsante: “tan evolucionario como mi abuela” (416). En verdad, ese hombre no es mucho más que “un mago que transforma las frases hechas y las ideas más manoseadas, en moneda de oro o sólo doradas” (421).

Nada se puede esperar de él, en consecuencia. Ni de él ni de lo que empieza con él. Aniceto Hevia, el personaje, lo presiente y Aniceto Hevia, el narrador, lo corrobora. Nos informa entonces que lo único que al personaje le quedó por hacer en aquella circunstancia desolada fue echarse una vez más al camino, salirse de ese cuadro histórico imposible o, mejor dicho, salirse del pretendido cese del espacio-tiempo incierto de su vida juvenil, pero no para encontrarse con alguna forma de racionalidad madura, como habría tenido que suceder en un universo regido por las leyes del realismo social.

Ni con una forma madura de racionalidad social, entonces, es decir ni con una sociabilidad anarquista ampliada, diríamos, ni con la vieja forma de la racionalidad familiar, en el caso de Rojas con el regreso a su infancia bonaerense de hijo único de una madre sola y la que inadvertidamente lo prepara para ser escritor 9 , sino para volver al statu quo previo, el del desarraigo y la aventura. Antes de subir al barco que lo llevará a la Patagonia, Aniceto Hevia saca sus cuentas:

Ese año lo había hecho madurar más que los diez anteriores. Quizá sí era ya un hombre, un verdadero hombre. Se daba cuenta de quien, en cierto modo, era y de lo que en cierto otro modo y muchísimo más que antes, eran los demás. Durante ese año aprendió un oficio y conoció la esclavitud, le gustó, le gustó hasta cierto punto, le gustó darse cuenta de que podía colaborar en un trabajo que parecía y hasta era inteligente, interesante, no el de aquel diario, que pertenecía a una casta de comerciantes, sino otro que pudiera hallar; tuvo un cuarto con un amigo y supo lo que era la amistad inteligente de un hombre como aquel, pero aquel amigo, asqueado de lo que había visto, se marchó y él quedó solo y hubo de marcharse también, abandonando a otro amigo que, desgraciadamente, no se podía ir: el tener comodidades esclaviza un poco o demasiado; gente irresponsable, bien vestida y bien alimentada, educada en colegios católicos, y otra gente, formada por policías, agentes de Investigaciones, por oficiales y tropa de ejército, destrozaron, quemaron, asesinaron […] Y todo aquello y esto, ¿por qué? Porque un hombre banal, respaldado por otros, quería ser presidente de la república, y otros hombres, que respaldaban a un segundo y también banal aspirante a la presidencia de la república, no querían que lo fuera: el suyo era el bueno, decía cada grupo. ¿Bueno? El presidente que salía hizo de la Presidencia de la República una farsa, un carnaval, un machitún, un cahuín, un candombe, algo grotesco, y lo mismo, o algo peor, haría el que llegaba. ¿Valía la pena?

De ningún modo. Debía cambiarse el sistema, cambiar los hombres, cambiar todo. Y quién sabe.

Un barco fondeado en la bahía lanzó un pitazo. Era el “Magallanes”, que viajaba a Punta Arenas. Había que embarcar (443-444).

Referencias bibliográficas

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1Confirmado por el propio Rojas: “Después de dos años en Mendoza y luego de trabajar como peón en el Ferrocarril Trasandino, en Las Cuevas, atravesé a pie la cordillera y llegué a Chile, trabajo y travesía que he contado en mi cuento “Laguna” y recordado en Hijo de ladrón” (Rojas, “Algo sobre...” 47).

2“El motín que se describe [en Hijo de ladrón] ocurrió en Valparaíso, en 1914 o principios de 1915, no recuerdo exactamente, y lo que ahí le sucede a Aniceto Hevia es exactamente lo que me ocurrió a mí, con la diferencia de que yo no enfermé; después de doce días de detención fui puesto en libertad” (Rojas, Antología... 103-104). Parece tratarse históricamente de una movilización popular contra las alzas del pasaje en los tranvías eléctricos, en diciembre de 1914.

3El subrayado es del mismo Bajtín. Advierto que la prosa de la traducción al español es mala. No sé ruso, pero, si capto bien lo que se quiere decir, se trataría de un héroe que se mantiene fiel a sí mismo a pesar de su precariedad y cualesquiera sean las vicisitudes por las que debe atravesar.

4“me gusta, pero me gusta como el viento o la luna, ¿para qué?, nada más que para sentirla o mirarla; nunca será mía, y jamás se me ocurriría ni siquiera insinuárselo” (568).

5“¿A dónde iba eso, ese juego, ese entretenimiento en el que podía pasar horas y días, pero en el que sólo podía ocuparse en fugaces momentos, cuando no debía correr tras la comida, trabajar o dormir?” (129).

6Los subrayados son de Rojas.

7“Por mucho que se haya empobrecido y despojado la identidad humana en la novela griega, esta conserva, sin embargo, una partícula preciosa del humanismo popular. En ella se perpetúa la creencia en que el hombre es todopoderoso e invencible en su lucha con la naturaleza y con todas las fuerzas sobrehumanas” (258).

8“la experiencia común arrastra en su sustancia más íntima la pre-visión de lo que debiera hacerse y, por tanto, de lo que debe ser exigido. Tal existencia está ‘ya ahí’ atmosféricamente cuando el individuo entra a participar en una comunidad” (Giannini 295).

9“Mi madre tuvo un solo hijo y perdió a su marido seis o siete años después de casada. No tenía muchas personas con quien conversar y tuvo o adquirió el hábito de contarme historias, no historias que inventara o que hubiese oído contar, sino historias que conocía, historias de sus hermanos, de sus parientes, de sus conocidos y hasta de ella misma y de mi padre” (Rojas, “Algo sobre…” 53). Era, de todos modos, una relación inusual: “jamás me besó ni me abrazó, quizás lo hizo cuando yo era niño, no lo recordaba. Sabía, sin embargo, por lo que me cuidó cuando era todavía un muchacho, que me quería mucho, tanto quizá como yo la quería a ella, pero odiaba las efusiones orales y las que se traducen en grandes besos y en grandes palabras, y yo, que tampoco tenía inclinaciones hacia esas maneras un poco falsas de significar un aprecio o un cariño, casi se lo agradecía. Creo que la besé sólo cuando murió” (Rojas, Imágenes…, 142).

Recibido: 17 de Noviembre de 2019; Aprobado: 10 de Enero de 2021

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