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Atenea (Concepción)

versión On-line ISSN 0718-0462

Atenea (Concepc.)  no.523 Concepción jul. 2021

http://dx.doi.org/10.29393/atat523-431achj10431 

HETEROGÉNEA

PRESENTACIONES Y DISCURSOS

HUESOS Y JARDINES. DISCURSO DE RECEPCIÓN DEL PREMIO ATENEA 2019, A LA MEJOR OBRA LITERARIA NARRATIVA POR EL SISTEMA DEL TACTO

ALEJANDRA COSTAMAGNA1 

1Escritora y Doctora en Literatura. Académica de la Universidad Diego Portales. Chile.

UNO1

Es la noche del 22 de diciembre de 1914 en el Teatro Santiago, en la esquina de Alameda con calle 18. Estamos en la premiación de los primeros Juegos Florales de Santiago, organizados por la Sociedad de Artistas y Escritores de Chile, que preside entonces Manuel Magallanes Moure. Una ceremonia selecta, a la que asiste el mismísimo presidente de la República, Ramón Barros Luco. La máxima distinción, la Flor Natural, ha recaído en Sonetos de la muerte, de una tal Lucila Godoy Alcayaga, de 25 años, que ha firmado sus versos como Gabriela Mistral. Pero la poeta no llega a la ceremonia. Aunque dicen que sí está esa noche en el teatro, pero que se oculta en la galería y toma apuntes, calladita en un rincón, observándolo todo. ¿Y qué es todo? ¿En qué consiste la ceremonia? Pues bien, el ganador debe elegir a la Reina de la Fiesta de entre una "corte de amor" en nombre "del arte y la belleza"2. Tal cual. Gabriela Mistral debió haber elegido y coronado esa noche a una reina de belleza.

Se dirá más tarde en crónicas sobre la ceremonia que la poeta no fue a recibir el premio porque "como mujer se recató a la mirada turbadora del triunfo". Se dirá también que no fue porque "no tenía el traje adecuado". Se dirá esto y lo otro. Como sea, sus sonetos esa noche son leídos por Víctor Domingo Silva, quien introduce la lectura con un breve discurso. Dice que

la excesiva actividad de las labores escolares al final del año, pero más que todo la excesiva modestia de su carácter [de Mistral] le ha impedido acudir a estar con nosotros en esta noche de los poetas de Chile y ocupar en ella el sitio de honor que debiera, junto a su beldad la reina de la fiesta y entre la pléyade esplendorosa de su corte de amor.

Es decir, de haber asistido, Mistral habría sido ubicada junto a esa "pléyade esplendorosa" y no junto a los demás poetas laureados. El caso es que Víctor Domingo Silva dedica unas palabras a la reina elegida -en ausencia de la poeta ganadora- por el segundo premiado, Julio Munizaga Ossandón. Dice: "Al tener que elegir a la reina [Munizaga] ha dado muestra de su exquisita sensibilidad y buen gusto". Luego, quizás observado desde su rincón por la futura Nobel de Literatura, el anfitrión lee en voz alta los sonetos de la muerte. Esto es lo que taladra el aire esa noche, entre pompa y fioritura. Esto es lo que se oye:

Del nicho helado en que los hombres te pusieron, / te bajaré a la tierra humilde y soleada. / Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, / y que hemos de soñar sobre la misma almohada. Te acostaré en la tierra soleada con una / dulcedumbre de madre para el hijo dormido, / y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna / al recibir tu cuerpo de niño dolorido. Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas, / y en la azulada y leve polvareda de luna, / los despojos livianos irán quedando presos.

Me alejaré cantando mis venganzas hermosas, / ¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna / bajará a disputarme tu puñado de huesos!

Me detengo. Lo que quiero decir hoy, con la distancia y el juicio que la historia permite apuntar, es que sobre esa ausencia, sobre ese inesperado premio y esa sagaz transgresión, sobre esa quebradura surge Gabriela Mistral públicamente3. Y es una escena inaugural de nuestra literatura y de la historia de los reconocimientos locales. Mistral entonces parece no encajar con el molde al que se le intenta adscribir. Frente a la idea de la musa, de la reina, de la flor, de la exclusividad, del adorno, del ornato y la opulencia, Mistral, primera escritora chilena premiada en un certamen de este tipo, irrumpe con sus venganzas hermosas a disputar el puñado de huesos que le corresponde.

DOS

Hace algunos años encontré una carta destinada a mi tía abuela, Nélida Damilano. La firmaba su padre. Tres hojas para ser leídas arriba del barco que trasladaría a la muchacha desde su Piamonte natal hasta la provincia argentina, sin boleto de vuelta. Era 1949 y el padre la enviaba al otro lado del mundo, comprometida sin su voluntad con un primo en segundo grado, un hombre con el que compartía ancestros y apellido, pero casi nada más. En esa carta el hombre le daba varios consejos. Escuchen: "Antes que nada, ser buena. Cortés con todos pero reservada, no dar confianza a los jovencitos porque sabiéndote sola pueden abusar de ti". Esta suerte de manual de instrucciones era la contraseña de una nueva lengua que la hija debía aprender. Además del castellano, debía ejercitarse en parecer una señorita de bien. Decía que era 1949, pero podríamos ir mucho más atrás. Podríamos llegar hasta el epicentro de la literatura clásica occidental y hacer el foco en la Odisea y asomarnos entonces, como nos invita a hacerlo la ensayista inglesa Mary Beard en su libro Mujeres y poder, a la escena en que Telémaco ordena a Penélope que se comporte, que abandone el perímetro de los varones y se ubique en su rol de mujer: "Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca (...) El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío", ordena Telémaco. Beard concluye que esta

es una prueba palpable de que ya en las primeras evidencias escritas de la cultura occidental las voces de las mujeres son acalladas en la esfera pública. Es más, tal y como lo plantea Homero, una parte integrante del desarrollo de un hombre hasta su plenitud consiste en aprender a controlar el discurso público y a silenciar a las hembras de su especie.

Es así como nosotras, las hembras de la especie, aprendemos a ser silenciadas. A ser normadas por un padre que traza nuestro destino y nos da pistas de cómo movernos fuera del hogar o por un hijo que nos ordena retornar a nuestros aposentos. El padre, el hijo, el varón de turno: da igual. "El patriarcado es un juez, que nos juzga por nacer". Ya lo sabemos, ya lo coreamos, ya lo experimentamos. En la antigüedad, en la postguerra, en la actualidad. Las cosas han cambiado a estas alturas del siglo XXI, nos pueden decir. Y claro que sí. Hoy, en la mayoría de los países occidentales, las mujeres tenemos derecho a voto y podemos ir a la universidad, por nombrar dos asuntos impensables hace apenas dos siglos. Sin embargo, lo que hay de fondo y lo que permanece es la naturalización de unas reglas implícitas y diferenciadoras en el ámbito público. Los premios literarios no están ajenos a eso. Una muestra: el Premio Nacional de Literatura ha sido otorgado desde su fundación en 1942 a 55 escritores y solo 5 escritoras. Mistral ha sido, además, la única poeta en recibirlo. Y eso ocurrió hace setenta años, después de recibir el Nobel.

TRES

Lo decía al inicio, pero lo reafirmo. Me emociona y voy a atesorar el premio Atenea que estoy recibiendo esta tarde de 2021, aún en pandemia, aún con el país en revuelta, aún con el mundo pendiendo de un hilo. Me conmueve recibirlo, por su tradición y por quien lo otorga. Es una felicidad compartir espacio con escritoras y escritores que admiro tanto, como Manuel Rojas, Marta Brunet, Guadalupe Santa Cruz o Germán Marín, por mencionar apenas a un puñadito. Y me alegra sinceramente contribuir a emparejar un poco la cancha en términos de género. Pensar que desde sus inicios, en 1929, el premio ha sido otorgado a 73 escritores y solo a 6 escritoras (7 ahora) habla de esa inequidad de género con la que cargamos históricamente. Por eso alienta comprobar que las voces de las mujeres van siendo escuchadas cada vez más. Y me honra sumarme a Chela Reyes, Marta Brunet, Luz de Viana, María Flora Yáñez, Guadalupe Santa Cruz y Pilar García en este microuniverso.

CUATRO

Chela Reyes fue la primera escritora que recibió el Atenea. Lo hizo en 1939, con la novela Puertas verdes y caminos blancos. Cuando supe que El sistema del tacto había ganado el premio, en mayo del año pasado, quise leer la novela de Reyes. Fue difícil dar con ella. El libro no ha sido reeditado y las escasas copias en bibliotecas públicas eran inaccesibles por las medidas sanitarias, producto de la pandemia. En la Biblioteca Nacional, por ejemplo, existe solo un ejemplar y me dieron hora de consulta para el 15 de mayo de 2021, un año después de haber recibido la noticia. Finalmente, hace unos días pude leerlo en la versión digital que atesora la Universidad de Concepción (aprovecho de agradecer las expeditas gestiones de Cecilia Rubio). Y la primera línea del libro me provocó una cercanía inesperada: "Esa casa no tenía jardín", dice la narradora. La novela es la historia del despertar de María Milagros, desde su infancia a la adolescencia y la temprana adultez. A través de su relato en primera persona, vemos cómo la muchacha parece vivir en dos universos paralelos: el real y el de su imaginación. Y vemos también cómo va rompiendo amarras y liberándose de atavismos patriarcales. Pero yo me quedo esta tarde, ante todo, con esa ausencia de jardín, que será uno de los hechos de peso también en El sistema del tacto. Ni por asomo quisiera comparar las novelas, que pertenecen a órbitas distintas en sus registros, en sus estructuras, en sus lenguajes y en sus contextos. Solo hago hincapié en el jardín, simbólicamente, como un lugar de identidad, de arraigo o acaso de liberación. Digo esto y se me viene a la cabeza el poema de Olga Orozco "Pavana para una infanta difunta", dedicado a Alejandra Pizarnik, donde dice que al final de todo hay un jardín. La cito: "Pero otra vez te digo, / ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto: / en el fondo de todo jardín hay un jardín. / Ahí está tu jardín, / Talita cumi". Pero vuelvo a Chela Reyes. En Puertas verdes y caminos blancos leemos que esa casa sin jardín tiene, sin embargo, un charco de agua "en medio del desierto de ripio y de sol". Y sigue así:

(...) junto a la llave del agua crecían, húmedas y verdes, unas plantas de hojitas redondas, levemente amarillas en los bordes, y que al cortarlas fluía de sus tallos un líquido lechoso. Debían tener un nombre. Yo no lo sabía y aun lo ignoro, sólo sé que para mí se llamaban esperanza, y aun me atrevo a afirmar que ellas fueron el origen de mi ansiedad soñadora, por todo lo que había de milagro en la súbita verdura de sus hojas, en ese desierto que se extendía desde las acacias hasta la llave del agua, y desde la realidad hasta mi corazón.

Termino la cita. Y me traslado al final de El sistema del tacto, cuando la narradora entrega ciertas coordenadas sobre Ania, la protagonista. Dice:

De pronto se le ocurre que el origen de sus problemas es que no tiene jardín. Ania piensa que regar un jardín de noche debe ser como rescatar a un pájaro sin canto o atravesar un océano o golpear frenéticamente las teclas de una máquina de escribir. Y que sin jardín ni pájaros ni teclados ni mares abiertos donde poner la mente en remojo, todo se vuelve improbable. Pero está segura, segurísima, de que en el futuro cercano, después de que todo esto pase, tendrá un jardín y lo regará con esmero. Como si fuera un pequeño campo del interior, un territorio liberado de los recuerdos y la sangre. Lo regará con el sistema del tacto, como si se tratara de un corazón desfalleciente, con celo de taquígrafo. Y algunas noches le parecerá escuchar el canto de un tilonorrinco o la voz de su padre. Un sonido que se mezclará en su cabeza y la dejará despierta. Y se levantará de madrugada y ajustará la manguera y prenderá la llave y dejará que el agua corra sobre los mechones de pasto y vaya labrando un charco que delinee, gota a gota, los contornos de una laguna propia.

CINCO

En estos días de confinamiento e incertidumbre, sin jardín ni acceso a bibliotecas públicas en las que pudiera revisar y tocar (ese verbo tan peligroso estos días: "tocar") el libro de Chela de Reyes en papel y otros archivos que revolvieran la memoria, pensé que debía volver a Mistral. Siempre es bueno volver a Gabriela Mistral. Leí, por ejemplo, la carta que escribió en 1940 a Chela Reyes, comentándole Puertas verdes y caminos blancos. "Cara Chela Reyes", dice Mistral (1940). Y continúa:

He tenido en el año que pasó, en el comienzo del que entra cuatro fuertes y lindas alegrías: leer en Cuba un libro de Dulce María Loynaz, leer aquí otro de Isa Caraballo y leer el suyo, Chela, su hermosa novela hecha y derecha (leí un poco antes en la Argentina La amortajada, de María Luisa Bombal, bella obra). Es un signo impresionante e indudable de la creación despierta y valiente de la mujer americana que ya no tiene miedo y que tampoco tiene ignorancia de técnicas, porque ya posee el idioma de la abundancia (...) A su edad, nosotras, las de la generación antepasada, no sabíamos ni decir ni construir. No teníamos sino un instinto oscuro y torpe sobre la obra hecha y por hacer. Piense usted, si no ha de sorprenderme el libro suyo, sin tanteos, sin tropezones criollos, claro y limpio como un día nuestro de enero (...) Lo que yo tengo que expresarle es mi vivo agradecimiento por haberme hecho repechar con dulzura y gozo muchas cosas de la adolescencia. Un libro es muy veraz cuando da estas emociones y resucita un suelo para los ausentes.

SEIS

Ahora que me siento a escribir estas palabras, me quedo con esa última imagen de la carta de Mistral: "Un suelo para los ausentes". Mistral sabía bien de ausencias, de suelos deseados, de destierros y desarraigos. Los había vivido en carne propia. Voy entonces hacia allá, que es la ruta que toma justamente El sistema del tacto. Vuelvo al presente, retomo el pasado, proyecto el futuro. Pienso que el pasado regresa siempre como astillas o como relámpagos o como remolinos de memoria. Trato de situar el comienzo, de fijar el momento en que partió la escritura de mi novela. Pienso en la trasposición de tres imágenes. Mi padre, que es argentino, me hablaba de su abuelo piamontés, que había emigrado a Argentina en 1910 y nunca había podido regresar. Y me decía que el viejo le hablaba de su terruño, de la casa sobre una colina, de un establo, de un caballo a lo lejos, del aire de la campiña. Cuando el abuelo murió, se perdieron todos los contactos. Muchos años después, mi padre viajó a ese pueblito del Piamonte y entró a uno de los pocos restaurantes que había, y resultó que el dueño era su sobrino. Entonces llegó la parentela completa, con fotografías enviadas desde Argentina a mediados del siglo XX por los abuelos de mi padre, intactas. Fotos que sobrevivieron el desplazamiento de un continente a otro, el rigor de las dos guerras mundiales, las pestes, los incendios, los escondites y el polvo de un siglo entero. El momento clave fue cuando visitaron la casa en la colina. Era exactamente el mismo paisaje del relato oral del abuelo. A la vuelta, ya en Chile, mi padre me contó cómo era el lugar y en ese minuto sentí que yo era él, escuchando el relato de su abuelo. Una imagen de una imagen. Y hace justo diez años hice la misma ruta, conocí a los parientes del Piamonte y les pedí que me llevaran a la casa de mi bisabuelo. Cuando vi el establo y el monte y la casa intactos, pensé que el caballo estaba ahí desde siempre, comiendo el mismo pasto de siglo en siglo, con la vista fija en un paisaje atemporal. La idea de un pasado que lanza chispas hacia el presente fue como un sacudón. Pero pensé también que yo estaba ahí no para reconstruir la historia, sino para detenerme en los vacíos del recuerdo y observar, con atención quirúrgica, sus trizaduras y sus pliegues. Aunque ese momento puntual quedó fuera en la novela, estuvo en la base del rastreo.

SIETE

Al principio yo pretendía contar esta historia de migrantes sin ficción, con la idea de un trabajo cien por ciento documental. A la referencia de estos primeros migrantes de 1910 se sumaba la de Nélida, mi tía abuela que mencionaba al inicio, a quien sus padres enviaron en barco a Argentina poco después de la Segunda Guerra Mundial, y tacharon su juventud, sus afectos y su identidad. Pero ocurrió que en el camino de la escritura me fui topando con una serie de materiales que sacudieron todo. Rumores, fotografías, archivos, voces sueltas. Al final eran piezas desarraigadas también, que venían a desestabilizar el recuerdo. Porque lejos de reforzar la idea del documento fidedigno, fueron alimentando el sentido de restos y vestigios. Entonces apareció la inquietud no de restituirlos ni de recuperarlos con nitidez, sino de volver a hacerlos presentes como fantasmagorías que no acaban hoy. En ese momento pensé mucho en la reflexión de Walter Benjamin acerca de la articulación histórica del pasado que, dice él, no significa conocerlo tal como ocurrió, sino "apoderarse de un recuerdo tal como fulgura en el instante de un peligro". Diría que, a partir de ese instante, los documentos y la imaginación entraron en diálogo y se fue imponiendo una corteza ficcional que partió de la necesidad de encontrar un sentido real, un sentido concreto, al presente de la narración. Entonces apareció Ania, entonces apareció Agustín. Ambos como las caras de un espejo en las que asoma, de fondo, la figura de Nélida. Y fue así como el desarraigo mutó o se amplificó o se transformó en una resistencia al "deber ser" y a ciertos mandatos sociales, filiales, productivos o patriarcales que rodean también el imperativo de una felicidad pautada.

OCHO

Dice Gabriela Mistral: "Puedo corregir en mi seso y en mi lengua lo aprendido en las edades feas -adolescencia, juventud, madurez- pero no puedo mudar de raíz las expresiones recibidas en la infancia" (ver Mistral, 1986).

NUEVE

Ania debe cruzar la cordillera para reemplazar a su padre en la despedida del último miembro de la familia. El viaje activa los recuerdos del país de la infancia. Aquello que, como dice Mistral, no es posible mudar de raíz. Ania huye de una vida que la agobia. Y una vez que está en el pueblito de Campana, la memoria irrumpe como una bandada de pájaros salvajes que vuelan sobre su cabeza y la remecen. Y ahí, tal como me ocurrió en el proceso de escritura, al personaje se le cruzan materiales, voces, archivos y también un presente que hace tambalear sus días. Una de esas voces es la del mismo Agustín. Y entre ambos se va dibujando ese espejo involuntario en su no pertenencia, en su deseo de fuga, en su desapego y en la fijación con las palabras como una forma de situarse en un lugar propio. Tal vez son los brotes de un mismo jardín que ya nadie riega. Sobrina y tío vistos en la obligación, o acaso la fascinación, de ser otros en un mundo que a ratos se parece demasiado a una mala película de terror. Los tres -Agustín, Ania y Nélida- como seres erráticos, raros en su tiempo, ajenos a la rectitud uniformada, desplazados de sus mandatos, asediados en distintos planos, sin tacto, fuera de campo, fuera de sí. Los tres, cada uno a su manera, con una actitud semejante, ahora que lo pienso, a la de la poeta premiada en 1914 que huye del lugar que se le quiere asignar en un orden que no le acomoda. Que prefiere observar todo desde la galería. Ahora, ahora que la novela existe y que hablo de ella en público y que celebro este reconocimiento, entiendo que es un libro sobre identidades torcidas. Y sobre palabras indóciles, eso veo. Y sobre la resistencia a una "normalidad" que se quiere imponer. Y sobre pensamientos alojados en tiempos sin tiempo, en horrores que trascienden épocas, en "puñados de huesos" que buscamos sin descanso. Y también sobre la proyección de un jardín que esconde otro jardín y otro jardín y otro jardín. Pero esto, todo esto que balbuceo hoy, 20 de enero de 2021, en pandemia, en revuelta, en unos días en que la temporalidad se ha dislocado, en una pantalla que nos acerca y nos distancia y que nos hace prescindir del tacto, todo esto, digo, no lo sabía mientras lo escribí.

DIEZ

Pienso que a lo mejor escribimos para entender qué es lo que hay adentro de lo que escribimos. Para encontrarnos con los huesos de las palabras.

REFERENCIAS

Beard, M. (2018). Mujeres y poder. Un manifiesto. Santiago: Editorial Planeta. [ Links ]

Costamagna, A. (2018). El sistema del tacto. Barcelona: Anagrama. [ Links ]

Hurtado, M. de la L. (2008). La performance de los Juegos Florales de 1914 y la inadecuada presencia de Gabriela Mistral en ellos. Revista Chilena de Literatura, 72,163-191. [ Links ]

Mistral, G. (1940). Carta de Gabriela Mistral a Chela Reyes [ms.]., repr. El Mercurio del 21 de abril de 1940. Biblioteca Nacional digital. Disponible en: http://www.bibliotecanacionaldigital.gob.cl/bnd/623/w3-article-139945.htmlLinks ]

Mistral, G. (1986). Desolación -Ternura - Tala -Lagar. México D. F.: Editorial Porrúa. [ Links ]

Munizaga Ossandón, J. (2000). El libro de los juegos florales. Santiago: Ediciones Lom. [ Links ]

Orozco, O. (1979). Pavana para una infanta difunta. Mutaciones de la realidad. Buenos Aires: Sudamericana. [ Links ]

Reyes, Ch. (1939). Puertas verdes y caminos blancos. Santiago: Nascimento [ Links ]

1Leído en una ceremonia realizada por videoconferencia el 20 de enero de 2020, en el marco de la Escuela de Verano.

2Todas las referencias a la ceremonia son extraídas de El libro de los juegos florales, de Julio Munizaga Ossandón (2000); y también del artículo "La performance de los Juegos Florales de 1914 y la inadecuada presencia de Gabriela Mistral en ellos", de María de la Luz Hurtado (2008).

3Agradezco a Alejandro Zambra por haberme hablado de este acontecimiento con tal énfasis que no pude sino evocarlo al escribir estas palabras.

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