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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.62 México ene./abr. 2022  Epub 28-Mar-2022

https://doi.org/10.21555/top.v62i0.1209 

Artículos

Más allá de la epistemología: experiencia y comprensión en Michael Oakeshott

Beyond Epistemology: Experience and Understanding in Michael Oakeshott

Juan Antonio González de Requena Farré1 
http://orcid.org/0000-0002-4296-2211

1Universidad Austral de Chile. Chile jgonzalez@spm.uach.cl


Resumen

Habitualmente, la crítica al moderno proyecto epistemológico fundacional y a la concepción representacional del conocimiento se asocia con las filosofías de Heidegger y Wittgenstein. No obstante, en un epígono del idealismo británico como Michael Oakeshott también se puede reconocer un singular posicionamiento contra el fundacionalismo filosófico, contra la epistemología representacional, contra la teoría de la verdad como correspondencia y contra el racionalismo universalista. Este artículo pretende reconstruir la indagación filosófica de Oakeshott en torno a las condiciones de la experiencia y la comprensión humanas. Mediante la exégesis de sus ensayos filosóficos, proponemos una lectura integral de su reflexión sistemática sobre las modalidades del conocimiento humano, la cual aúna coherentemente motivos idealistas, escépticos y hermenéuticos más allá de las tentaciones de la epistemología tradicional.

Palabras clave:  epistemología; experiencia

Abstract

Usually, the criticism of the modern foundational epistemological project and the representational conception of knowledge is associated with the philosophies of Heidegger and Wittgenstein. However, in an epigone of British idealism such as Michael Oakeshott, one can also recognize a singular position against philosophical foundationalism, representational epistemology, the theory of truth as correspondence and universalist rationalism. This article aims to reconstruct Oakeshott’s philosophical inquiries into the conditions of human experience and understanding. Through the exegesis of his philosophical essays, we propose an integral reading of his systematic reflection on the modalities of human knowledge, which coherently combines idealistic, skeptical, and hermeneutical motives beyond the temptations of traditional epistemology.

Keywords:  epistemology; experience; understanding; rationalism; British idealism

El malestar en la epistemología1

En el pensamiento contemporáneo ha ido ganando terreno la perspectiva de que resulta preciso ir más allá en la desconfianza filosófica respecto a la ilusión de una consciencia plena y transparente. Algunas voces defienden que habría que llevar aún más lejos el cuestionamiento filosófico emprendido por los maestros de la sospecha (Freud, Nietzsche y Marx) -como los llamó Ricœur (1990, pp. 32-35) - para revisar incluso el lugar que la filosofía se atribuye en nuestra cultura. En su libro de 1979, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Richard Rorty intentó poner en jaque toda una concepción cultural de la filosofía, según la cual las cuestiones filosóficas conciernen a problemas eternos de la reflexión humana, ya se trate de asuntos referentes a la especial naturaleza de lo mental, o bien de tópicos relacionados con la fundamentación última del conocimiento humano. Para Rorty, la indagación de la naturaleza de la mente y de los fundamentos del conocimiento se han vinculado sistemáticamente en una tradición filosófica que, desde el siglo XVII, basó toda una teoría del conocimiento en la comprensión de los procesos mentales y en el acceso privilegiado a la autoconciencia (1989, pp. 13-14). Como juez de las pretensiones de validez de las distintas representaciones culturales y en cuanto indagación de las condiciones mentales del conocimiento humano, la filosofía se habría arrogado el papel de fundamento al aportar una teoría general de la representación. Según Rorty, si el conocimiento se concibe como una representación de un mundo externo, la filosofía puede sucumbir a la tentación de centrarse en las condiciones mentales de la representación para sopesar las pretensiones de representar la realidad. En ese sentido, desde la reflexión de Descartes, Locke y Kant, la filosofía moderna se habría perfilado como una empresa fundacional en que la epistemología se posicionó como árbitro de los lenguajes culturales en el contexto de una forma de vida secularizada: cuando no fue preciso proteger a la nueva ciencia de la intromisión de la ideología religiosa, la filosofía pretendió erigirse como fundamento de la representación lograda, con base en la teoría del conocimiento y la filosofía de la mente (cfr. Rorty, 1989, p. 14).

La metáfora presente en el título de Rorty, el espejo de la naturaleza, alude precisamente a la autocomprensión representacional del conocimiento y de la mente que ha caracterizado a gran parte de la filosofía moderna:

La imagen que mantiene cautiva a la filosofía tradicional es la de la mente como un gran espejo, que contiene representaciones diversas -algunas exactas, y otras no- y se puede estudiar con métodos puros, no empíricos. Sin la idea de la mente como espejo, no se habría abierto paso la noción del conocimiento como representación exacta. Sin esta última idea, no habría tenido sentido la estrategia común de Descartes y Kant- obtener representaciones más exactas inspeccionando, reparando y limpiando el espejo, por así decirlo (Rorty, 1989, p. 20).

También Charles Taylor se ha sumado al cuestionamiento de la preeminencia filosófica y cultural de la epistemología, esa “hidra, cuyas cabezas serpenteantes han hecho estragos a lo largo de la cultura intelectual de la modernidad” (1997, p. 11). Y es que el pensador canadiense considera una ilusión fatal la concepción epistemológica según la cual solo cabe pronunciarse legítimamente sobre distintas cuestiones cuando nos hemos enfrentado previamente al problema del conocimiento y a las condiciones de posibilidad de los enunciados justificables. En su ensayo de 1995, “La superación de la epistemología”, Taylor explora la crisis aparente en que se encuentra la tradición epistemológica y el proyecto filosófico fundacional de la filosofía moderna. Más que centrarse en el cuestionamiento del fundacionalismo epistemológico (como hizo Rorty), el pensador canadiense considera preciso revisar la concepción del conocimiento que posibilitó el proyecto fundacional, es decir, la teoría representacional que sirvió de marco a la tradición epistemológica. Según esta concepción representacional:

[…] el conocimiento ha de considerarse como la correcta representación de una realidad independiente. En su forma original, veía el conocimiento como la imagen interna de una realidad externa (Taylor, 1997, p. 21).

Esta perspectiva epistemológica se asocia a la mecanización de la imagen del mundo y al intento de explicar en términos mecanicistas la capacidad humana de conocer, como si se tratase de una recepción pasiva de impresiones de un mundo externo; pero el enfoque representacional del conocimiento también se vinculó a la confianza cartesiana en la autorreflexión desapegada y en la autocerteza de la propia mente como vías para obtener la evidencia (cfr. Taylor, 1997, pp. 23-24). Este giro reflexivo de la epistemología moderna no solo ha consagrado el ideal de certeza autoconsciente, sino también el ideal de autorresponsabilidad y la moderna noción de “autonomía”. En ese sentido, la interpretación epistemológica y la perspectiva representacional de la filosofía moderna se asociaron a ciertas concepciones culturales e ideas morales modernas cuyas implicaciones habría que sopesar críticamente: la imagen dualista de un sujeto idealmente desvinculado, absolutamente distinto de su cuerpo, del mundo natural y social; la concepción puntual del yo como punto de partida de una relación meramente instrumental con el mundo, con los otros y con uno mismo; finalmente, la interpretación atomista de la sociedad como un conjunto de propósitos individuales aislados (cfr. Taylor, 1997, pp. 26-27). Ahora bien, para Taylor, la superación de la epistemología no tiene por qué implicar una ruptura incondicional con la tradición filosófica moderna, pues -como revelan los intentos de Heidegger, Merleau-Ponty o Wittgenstein por clarificar las condiciones mundanas, corpóreas y lingüísticas del conocimiento- la aclaración de nuestra condición de agentes conocedores y la comprensión de las limitaciones de nuestro conocimiento podrían contribuir a superar las ilusiones epistemológicas de la perspectiva representacional, de la razón instrumental, del yo desvinculado y de la individualidad atómica (cfr. Taylor, 1997, pp. 35-36).

Tanto Rorty como Taylor comparten la apreciación de que pensadores como Wittgenstein y Heidegger han sido los protagonistas de una labor filosófica comprometida con la superación de la interpretación epistemológica y con el abandono del programa fundacional. Por un lado, Rorty considera que en estos pensadores se exploró una nueva forma de filosofía -edificante más que sistemática- que impugnaba la perspectiva epistemológica del conocimiento y la mente al cuestionar la noción del conocimiento como representación exacta y la idea de lo mental como dotación interior que posibilita los procesos del conocimiento (cfr. Rorty, 1989, pp. 15-16). Por otro lado, Taylor sostiene que pensadores como Heidegger o Wittgenstein han contribuido a la superación de la perspectiva epistemológica y la concepción del conocimiento como representación desvinculada en la medida en que indagaron las condiciones de la intencionalidad y las prácticas con que estamos implicados como agentes involucrados en la realización de una forma de vida. De ese modo, el fundacionalismo resultaría socavado, pues toda representación se sustentaría en los trasfondos inarticulados de nuestras prácticas mundanas (más que en procesos mentales autocontenidos, abstractamente separados de los objetos externos), así como presupondría la gramática compartida y pública de nuestros juegos de lenguaje (cfr. Taylor, 1997, pp. 29-35).

Por nuestra parte, consideramos que el cuestionamiento de los supuestos representacionales de la teoría del conocimiento y la impugnación del programa epistemológico fundacional también fueron llevados a cabo en otras latitudes y con otros ropajes filosóficos, como los del idealismo británico de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. No en vano el neohegelianismo británico de ese periodo -a través de pensadores como Francis Herbert Bradley, Bernard Bosanquet o Robin George Collingwood- parece contraponerse a los supuestos epistemológicos que se articularon en el neokantismo decimonónico o en el positivismo lógico de la primera mitad del siglo XX, ya que cuestionó el predominio del conocimiento científico, el énfasis en el entendimiento analítico y la pretensión fundacional de disponer de una ciencia de las ciencias. Este artículo pretende rescatar la labor filosófica de uno de los epígonos del idealismo neohegeliano británico: Michael Oakeshott, quien -en velada conversación con distintas corrientes del pensamiento contemporáneo y como testigo privilegiado de los derroteros intelectuales del siglo XX- exploró de forma idiosincrática los atolladeros de la teoría del conocimiento y las expectativas desmedidas del fundacionalismo epistemológico (cfr. Isaacs, 2006, pp. 3-5; Nardin, 2001, pp. 4-5; Tseng, 2003, pp. 4-5).

Aunque resulta más conocido como pensador político o como un intelectual supuestamente conservador, Oakeshott desarrolló a lo largo de toda su obra una cuidadosa reflexión sobre las condiciones de la experiencia, del aprendizaje, de la comprensión y de la teorización humanas más allá de las tentaciones del programa fundacional epistemológico, de la noción representacional del conocimiento y de la concepción de la mente como conciencia interior autocontenida y desvinculada. En efecto, Oakeshott compartió con algunos de sus contemporáneos -como Wittgenstein, Ryle o Polanyi- la vinculación del conocimiento con actividades tradicionales compartidas en una forma de vida, así como el ataque a la concepción de la razón como facultad mental preexistente y la crítica de la separación dualista cartesiana entre mente y mundo; pero, en mayor medida que otros pensadores, remarcó el modo en que la comprensión práctica arraiga en las tradiciones y supone la transmisión de cierta herencia intelectual, afectiva y práctica compartida (Wells, 1994). Por ese énfasis en la facticidad de nuestra comprensión práctica, en el carácter condicional de toda plataforma de comprensión y en el ocultamiento de lo aún no comprendido que constituye el reverso de nuestros intentos de teorización -de manera que no habría un punto de vista teórico último o un fundamento ajeno al cuestionamiento-, podríamos considerar a Oakeshott como el “Heidegger inglés” (Turner, 2005). Ahora bien, estas relaciones de la obra de Oakeshott con el pensamiento de autores como Wittgenstein o Heidegger solo resultan plenamente inteligibles sobre el trasfondo intelectual del idealismo neohegeliano británico.

La experiencia y sus modos

El vínculo del pensamiento de Oakeshott con el idealismo neohegeliano británico (en la línea de Bradley o Collingwood) resulta evidente en su primer libro sistemático, Experience and its Modes, originalmente publicado en 1933. En esta obra, el pensador británico desarrolla una filosofía de la experiencia, con el genitivo en sentido subjetivo y objetivo: se realiza un recuento filosófico de la experiencia plenamente satisfactoria, pero la filosofía no sería sino la consideración irrestricta de la experiencia concreta y completa, sin limitaciones abstractas. ¿A qué se refiere Oakeshott con este concepto comprehensivo de “experiencia”? Como argumenta en Experience and its Modes, la experiencia nos remite a la totalidad plena e indivisible en que tienen lugar tanto el propio experimentar como lo experimentado; se nos da, pues, como un mundo significativo, único y coherente (cfr. Oakeshott, 1966, p. 322). En ese sentido, la experiencia y lo experimentado resultan-según Oakeshott- correlativos e inseparables (salvo para el análisis abstracto), de manera que constituyen un todo singular (cfr. 1966, p. 9).

Por otro lado, desde una posición característicamente idealista y de profundo arraigo hegeliano, Oakeshott defiende que la experiencia involucra pensamiento y juicio, de modo que “lo que se da en la experiencia es un mundo de ideas” (1966, p. 323), aunque con distintos niveles del juicio (la sensación, la percepción, la intuición, el sentimiento, la volición, etc.). Si la consideramos como una totalidad única, pueden reconocerse modificaciones de la experiencia como la conciencia, la sensación, la percepción, la volición, la intuición o el sentimiento; pero, en todos los casos, la experiencia resulta inseparable del pensar, y nos encontramos con distintas manifestaciones de pensamiento o del juicio en cuanto afirmaciones de la totalidad concreta y singular de un mundo significativo (cfr. Oakeshott, 1966, pp. 10-11). Por eso, para el pensador británico no tiene sentido la separación abstracta entre sensación y juicio a pesar de que la primera se dé como una experiencia inmediata y el segundo aparezca asociado a la interpretación y las inferencias de la reflexión, como una modalidad de experiencia mediada. No en vano, si separamos la sensación y el juicio, habría que asumir que lo dado inmediatamente resulta tan simple y aislado como inexpresable e incompartible (cfr. Oakeshott, 1966, pp. 12-13). El caso es que no hay experiencia sin un mínimo de consciencia, esto es, sin reconocimiento y, por ende, sin juicio, sin identificación o predicación conceptual, sin relación entre ideas o sin inferencias reflexivas. Tampoco puede darse la experiencia consciente sin un sujeto portador de los estados, sin memoria ni reflexión, o bien sin cierta organización personal de un ámbito significativo e inteligible de experiencias, hábitos y conocimientos. Así-concluye Oakeshott-, ni la sensación ni la percepción pueden darse como forma de experiencia inmediata ajena a la mediación del juicio: solo percibimos lo que nos resulta reconocible como algo determinado, inteligible y significativo en la forma de un juicio, aunque no siempre se dé inferencia explícita o se articule una proposición definida (cfr. 1966, p. 13).

Además, el pensador británico argumenta que el mundo de la experiencia contiene su propio criterio de verdad al dársenos como una totalidad coherente de ideas, o bien, “un mundo de ideas a la vez único y completo” (Oakeshott, 1966, p. 323). En efecto, la verdad resulta correlativa a la experiencia plena y satisfactoria de un mundo de ideas completo y sistemático, provisto de cierta unidad inteligible, esto es, de una coherencia intelectual completa y singular, sin contradicciones ni discrepancias. Bajo esta concepción de la verdad como coherencia intelectual, la unidad y la completitud de la experiencia son inseparables del significado absolutamente coherente de un mundo de ideas logrado (cfr. Oakeshott, 1966, pp. 28-35).

Así pues, lo absoluto en la experiencia radica en lograr un mundo de ideas completo y unificado, una experiencia integral y coherente, y el conocimiento no consiste sino en un sistema de ideas coherente y satisfactorio que despliegue todas las implicaciones de un mundo de experiencia (cfr. Oakeshott, 1966, pp. 40-41). Por eso, según el pensador británico, tampoco tiene sentido la separación abstracta de los hechos y la teoría: la teoría no es más que los hechos relacionados e integrados en un todo único; las teorías se transforman en hechos al establecerse con certeza, del mismo modo que los hechos devienen teoría al desplegar sus relaciones (cfr. Oakeshott, 1966, p. 43). En suma, la experiencia lograda se da como un mundo de ideas universales y una totalidad singular, coherente y completa. De ese modo, universalidad e individualidad no se contradicen, pues resultan correlativas: solo hay genuina universalidad en la unidad completa de lo individual, y únicamente hay individualidad lograda en la universalidad de un mundo de ideas coherente (cfr. 1966, pp. 45-46).

Asimismo, Oakeshott considera que el mundo de la experiencia plena y única coincide con la realidad, de manera que en cada experiencia se nos da la totalidad de la realidad como un mundo de ideas afirmado en juicios (incluso cuando se enuncia bajo la forma de la negación, la suposición, la imaginación o la opinión). Desde ese punto de vista, la realidad, la experiencia plena de un mundo coherente e inteligible, así como el conocimiento logrado de un sistema de ideas, resultan correlativos, y no tiene sentido diferenciarlos abstractamente, pues se estaría incurriendo en contradicción (cfr. Oakeshott, 1966, p. 49). En todo caso -sostiene Oakeshott-, aunque la realidad no sea sino la experiencia completa de un mundo de ideas, no se trata de meras representaciones mentales ni de estados mentales subjetivos. Y es que no se pueden separar abstractamente el sujeto y el objeto de la experiencia, pues esta no es sino unidad del experimentar y de lo experimentado en un mundo significativo completo, coherente y satisfactorio (cfr. 1966, pp. 56-60).

Desde la perspectiva de Oakeshott, aun cuando la experiencia plena concierne a una totalidad inteligible, nuestros juicios pueden referirse a modalidades acotadas o presuposiciones restrictivas; es lo que ocurre cuando se delimitan mundos intelectuales abstractos como los de la ciencia, la historia o la práctica. Cada una de estas detenciones o acotaciones abstractas no realiza la experiencia plena y absolutamente satisfactoria en la medida en que solo considera la realidad desde la perspectiva homogénea de la cantidad, del pasado o de la voluntad, respectivamente. Según Oakeshott, estos confinamientos abstractos de la experiencia no se dejan reducir unos a otros ni se pueden sustituir por la perspectiva filosófica concreta, pues en ese momento incurriríamos en una falacia de irrelevancia (cfr. 1966, pp. 323-328). Como detenciones abstractas o delimitaciones restrictivas de la experiencia plena de un mundo significativo, los modos de la experiencia no constituyen partes de la experiencia, productos de distintas facultades intelectuales, o bien etapas en el desarrollo de la experiencia; se trata de mundos abstractos e independientes, con cierta coherencia bajo sus presupuestos condicionales aunque fallen a la hora de lograr una experiencia concreta completamente lograda, absoluta y sin restricciones (cfr. Oakeshott, 1966, pp. 72-73). En fin, la relación entre los distintos modos y la experiencia absoluta es la que existe entre lo abstracto y lo concreto; no en vano la diversidad de los modos de experiencia (la ciencia, la historia y la práctica) solo resulta inteligible en la unidad concreta y absolutamente satisfactoria de la experiencia (cfr. Oakeshott, 1966, p. 81). Precisamente, en la concepción del pensador británico, la filosofía constituye un tipo de experiencia sin presupuestos restrictivos, que despliega una comprensión autoconsciente y autocrítica de las limitaciones de los modos abstractos de experiencia y busca autónomamente la experiencia lograda de un mundo de ideas plenamente inteligible y absolutamente coherente (cfr. Oakeshott, 1966, p. 82).

Racionalidad, imaginación y aprendizaje

En El racionalismo en la política y otros ensayos (originalmente publicado en 1962), Oakeshott matiza significativamente su concepción anterior de los modos de la experiencia. Como se aprecia en el ensayo “El racionalismo en la política”, de 1947, el pensador británico inicia un rescate de los idiomas de la actividad y los hábitos tradicionales que subyacen tanto a las distintas modalidades de conocimiento humano cuanto a nuestros principios reflexivos. En su crítica del racionalismo, Oakeshott sostiene que existe un vínculo interno entre el conocimiento y las formas de actividad, y distingue dos tipos de conocimiento: el conocimiento técnico es el saber diagnóstico de lo que hay que hacer y se puede formular reflexivamente en reglas deliberadamente aprendidas y proposiciones explícitas para la resolución de problemas; por otra parte, el conocimiento práctico corresponde a un saber cómo, y está incorporado en nuestros hábitos tradicionales e idiomas comunes de actividad, sin requerir reflexión ni seguimiento de reglas explícitas (cfr. Oakeshott, 2000, pp. 27-30). Aunque resulta difícil separar el conocimiento técnico y el conocimiento práctico, ya que se trata de “componentes gemelos del conocimiento involucrados en toda actividad humana” (2000, p. 27), Oakeshott argumenta que cierta teoría del conocimiento propia del racionalismo ha reducido toda forma de saber al conocimiento técnico y ha consagrado la ilusión de la soberanía de la técnica (2000, pp. 30-31).

Del mismo modo, en el ensayo “La conducta racional”, Oakeshott cuestiona la perspectiva racionalista según la cual la racionalidad consiste en la actividad propositiva, en la persecución deliberada de fines premeditados y explícitamente formulados, en la reflexión desapegada y elección calculada de fines y medios, así como en el seguimiento u observancia de principios y reglas formuladas proposicionalmente (cfr. 2000, pp. 106-107). Esta concepción racionalista de la actividad humana parece asumir que la mente puede separarse del contenido efectivo de lo que se hace, como si fuese un instrumento neutral y formalmente independiente (cfr. 2000, p. 109). Oakeshott impugna la consideración de la mente neutral o la inteligencia pura como algo existente por sí mismo que luego adquiere contenidos en forma de ideas y causa la ejecución de acciones; y es que la mente o inteligencia no son sino resultados de lo que hacemos y de nuestro conocimiento de cómo actuar y aplicar distinciones. Según Oakeshott, “esta mente es una ficción; no es más que actividad objetivada” (2000, p. 112). Por otro lado, la actividad no es racional porque implique la formulación explícita de reglas y principios proposicionales, pues se presupone un conocimiento práctico sobre cómo decidir los asuntos circunstanciales, todo un idioma compartido de actividad y cierta fidelidad a nuestros hábitos tradicionales, de los cuales los principios reflexivos son apenas una abreviatura. Por eso, concluye Oakeshott, la actividad humana es racional cuando resulta fiel al conocimiento habitual sobre cómo conducirse conforme al idioma tradicional apropiado, y explora sus sugerencias (intimations) de manera que se mantenga “un lugar en el flujo de la simpatía, la coherencia de la actividad, que integra un modo de vida” (2000, p. 130).

Pese a este marcado énfasis en las actividades habituales y los idiomas tradicionales de comportamiento, Oakeshott sigue manteniendo que hay un vínculo interno entre experiencia, realidad y conocimiento, solo que ahora insiste en que también son inseparables el conocimiento y la actividad. En el ensayo de 1959 titulado “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, el pensador británico reafirma su concepción previa: “el mundo real es un mundo de experiencia dentro del cual el yo y el no-yo se revelan en la reflexión” (Oakeshott, 2000, p. 453). Si en Experience and its Modes la experiencia y lo experimentado resultaban inseparables como aspectos de la conformación de un mismo mundo significativo, ahora Oakeshott plantea que el reconocimiento como yo y la separación del no yo se generan recíprocamente a través de la actividad en que consiste el yo. Así, la actividad del yo resulta primordial aunque exhiba distintos grados de fuerza, modalidades específicas y habilidades particulares. Oakeshott no solo identifica al yo con su actividad, sino que además concibe la actividad del yo como imaginación, o sea como creación y elaboración de imágenes a través de modos específicos de imaginar y de habilidades imaginativas particulares (cfr. 2000, p. 454). Recíprocamente, el no yo correspondería a las imágenes constituidas en la actividad imaginativa del yo bajo formatos específicos y en campos imaginativos variables y discernibles. De la misma manera que no cabe separar una mente neutral e independiente del contenido de sus actividades, la imaginación tampoco es una facultad pura: “No es actividad genérica, que preceda y provea los materiales a actividades especiales; en todas sus apariciones está gobernada por consideraciones específicas y discernibles” (Oakeshott, 2000, p. 455). Si en Experience and its Modes la experiencia era inseparable del pensamiento y del juicio, ahora se mantiene el vínculo del pensamiento con la actividad de la imaginación, uno de cuyos modos imaginativos es precisamente el pensamiento (cfr. Oakeshott, 2000, p. 455). Y, así como en Experience and its Modes se diferenciaban los modos de experiencia de la ciencia, la historia y la práctica (como mundos abstractamente acotados cuyas contradicciones solo podían ser superadas desde la perspectiva filosófica de una experiencia absoluta y plenamente lograda), en “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad” el pensador británico considera que la ciencia, la historia, la práctica y, en particular, la poesía constituyen voces idiomáticas de la actividad humana y modos de la imaginación con un lenguaje propio y una manera determinada de expresarse. Según Oakeshott, los universos de discurso y las voces de la actividad imaginativa de la humanidad no se organizan sistemáticamente en algún orden racional; solo se reúnen en su diversidad idiomática, exploran sus matices expresivos y se relacionan conversacionalmente, sin que pueda afirmarse en exclusiva alguna manera de hablar idealizada o alguna razón prominente:

En una conversación, los participantes no realizan una investigación ni un debate; no hay ninguna “verdad” que descubrir, ninguna proposición que probar, ninguna conclusión que buscar. Los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente, de modo que el poder de convicción de sus expresiones no depende de que todos hablen el mismo idioma; pueden diferir sin estar en desacuerdo (Oakeshott, 2000, p. 448).

Aunque en Experience and its Modes la filosofía se arrogaba la exploración ilimitada de una experiencia absolutamente satisfactoria, el lenguaje de la filosofía tampoco puede monopolizar la conversación humana, ya que solo examina el estilo de cada voz y reflexiona parasitariamente sobre las relaciones entre los universos de discurso, sin contribuir específicamente al curso conversacional (cfr. Oakeshott, 2000, pp. 449-450).

Los ensayos recogidos en La voz del aprendizaje liberal (originalmente publicado en 1989) permiten reconocer un nuevo énfasis que nos conduce desde la experiencia, el conocimiento habitual de nuestras actividades compartidas y los modos de la imaginación humana hasta el aprendizaje, entendido como aspecto constitutivo de la inteligencia humana y compromiso de autocomprensión que nos vincula a toda una herencia de artes, prácticas y lenguajes. Del mismo modo que la experiencia, la mente o la imaginación humanas son inseparables de sus actividades y contenidos sustanciales, tampoco el aprendizaje cultural consiste en la adquisición de capacidades o aptitudes intelectuales generales al margen de las expresiones sustanciales de pensamientos, juicios, afectos, indagaciones e interpretaciones; y es que, según Oakeshott, “aprender es llegar a comprender y responder a estas expresiones sustanciales de pensamientos como invitaciones a pensar y creer” (2009, p. 54). En ese sentido, el aprendizaje humano constituye una iniciación en los modos de la imaginación humana y en las distintas voces culturales y hábitos intelectuales que nos permiten autocomprendernos; se trata del compromiso de participar activamente en la conversación humana (cfr. Oakeshott, 2009, p. 62).

En el ensayo “El aprendizaje y la enseñanza”, de 1967, Oakeshott no solo recalca el compromiso de autocomprensión o la actividad inteligente y libre, constitutivos del aprendizaje; insiste, además, en el carácter sustancial de la herencia de pensamientos y logros aprendidos, adquiridos como un mundo de expresiones significativas: “un todo de significados entrelazados que se establecen e interpretan entre sí” (Oakeshott, 2009, p. 70). En ese contexto, el pensador británico vincula lo que sabemos a capacidades (abilities) con distinto nivel de conocimiento implicado, ya se trate de habilidades para realizar actos corporales o bien de capacidades complejas para llevar a cabo operaciones mentales o actividades intelectuales. En todo caso, la capacidad aúna lo que sabemos y el uso, de manera que el saber se vincula constitutivamente con aquello que podemos hacer o comprender (cfr. Oakeshott, 2009, pp. 75-76). Además, las capacidades integran un componente de información, esto es, datos relevantes y hechos conocidos que proveen reglas para ejecutar acciones y criterios para evaluar desempeños y detectar actuaciones erróneas. Incluso hay proposiciones con forma de regla que aportan principios explicativos para dar cuenta del curso lógico de una actuación, aunque en ese tipo de información no se trata de practicar o adquirir una habilidad, sino de la actividad de explicar y entender, la cual no siempre es parte del conocimiento constitutivo de una acción (cfr. Oakeshott, 2009, pp. 78-80).

Ahora bien, aunque en el conocimiento haya un componente de información, es decir, hechos identificables y proposiciones que articulan reglas para expresar nuestras capacidades, nuestro conocimiento no se agota en su aspecto informacional, pues también concurre el juicio o discernimiento: “hay que sumar el ‘saber cómo’ al ‘saber qué’ de la información” (2009, p. 80). En Experience and its Modes ya se había insinuado que hay juicios no explícitamente articulados en proposiciones; y, en El racionalismo en la política y otros ensayos, se reconocía el carácter implícito de nuestro compromiso con el seguimiento de las sugerencias de la tradición y del conocimiento habitual de nuestros idiomas de actividad. Ahora Oakeshott asocia abiertamente el juicio o discernimiento (judgment) con ese componente tácito o implícito del conocimiento que no puede formularse en proposiciones, reglas o recuentos de información. En todo caso, el pensador británico no considera razonable separar el saber cómo del saber qué; y es que, aunque algunas capacidades parecen no involucrar el componente informacional de las reglas, el saber cómo está implicado en todo conocimiento genuino y no es un tipo de conocimiento distinto. Por eso Oakeshott prefiere hablar del juicio o de la capacidad de pensar a la hora de caracterizar el componente del conocimiento implicado en la interpretación circunstancial, así como en el empleo, determinación de la importancia y elección tanto de la información cuanto de las reglas pertinentes (cfr. 2009, p. 81). Pero, además, las capacidades que adquirimos y las reglas de comprensión incorporadas se especifican en un estilo de expresión individual que no se deja reducir a proposiciones ni se articula en reglas; en suma, el aprendizaje humano es también la adquisición implícita de un estilo (cfr. Oakeshott, 2009, p. 83).

Comprensión y teorización

El vínculo teórico que, a través de los escritos de Oakeshott, se establece entre experiencia, actividad, imaginación, conocimiento y aprendizaje experimenta una redefinición conceptual en el libro On Human Conduct, de 1975. En el primer ensayo que compone esta obra, titulado “On the Theoretical Understanding of Human Conduct”, el pensador británico introduce todo un léxico que gira en torno a la comprensión y la teorización. Si en Experience and its Modes parecía predominar la consideración filosófica de la experiencia absoluta y plenamente lograda, ahora el punto de partida consiste en la comprensión condicional del acontecer (y el vocabulario de la experiencia pasa a segundo plano). Oakeshott comienza aclarando que la comprensión arraiga en la situación humana, que inevitablemente se desenvuelve en un mundo significativo, comprensible e inteligible de acontecimientos; ahora bien, la comprensión también puede comprometerse incondicionalmente con la búsqueda de una mayor inteligibilidad, en cuyo caso nos involucramos en la aventura intelectual de la teorización (cfr. 2003, p. 1). En ese sentido, el compromiso de teorizar presupone como condición un acontecer (going-on) al cual se presta atención, y que es reconocido como un dato comprendido e inteligible para una conciencia reflexiva. Como ocurría en Experience and its Modes, el compromiso de comprender surge de algún juicio o hecho ya comprendido, que puede suscitar una indagación crítica y nuevas interrogantes pese a que ya hay cierta suficiencia condicional en nuestra primera comprensión del acontecer. Para Oakeshott, “el compromiso de comprender consiste, entonces, en una empresa de teorizar continua, autopropulsada, crítica” (2003, p. 2). En la comprensión cotidiana o en nuestras aventuras de teorización, podemos alcanzar plataformas condicionales de comprensión a partir de las cuales cabe continuar indagando para alcanzar un entendimiento más logrado, pero nunca definitivo. Por otra parte, hay otras condiciones de la comprensión teórica, como la conciencia reflexiva, la presencia de un teorizador preocupado por comprender, una apuesta y diseño de investigación, así como un teorema resultante. El pensador británico recurre al vocabulario filosófico griego para clarificar las características de la teorización y los aspectos de la comprensión teórica:

Thea: un espectáculo, la observación de un “acontecer”. Theorein: distinguir, atender y quizás identificar un “acontecer”. Theoros: un espectador preocupado por seguir y comprender un “acontecer”; un teorizador. Theoria: la actividad de contemplación, de indagación y de búsqueda de la comprensión; teorizar. Y theorema: lo que emerge de esta actividad, la comprensión de un “acontecer”; un teorema (Oakeshott, 2003, p. 3, nota 1).

Eso sí, en ningún caso el resultado teórico constituye un término incondicional de la investigación, ya que siempre podría incitar un nuevo compromiso incondicional a comprender lo que aún no se comprende del todo. Al fin y al cabo, la teorización devela tanto como oculta, de manera que “la ironía de toda teorización es su propensión a generar, no una comprensión, sino algo que aún no se comprende” (Oakeshott, 2003, p. 11). Según Oakeshott, este énfasis en el teorizar como empresa transitiva permite entender que la teoría no es una estructura autosuficiente, sino una actividad y un compromiso de aprender a comprender más claramente aquello que ya resulta inteligible de cierta forma.

Para comprender la inteligibilidad del acontecer se requiere el reconocimiento de características y la composición reflexiva de esas características en identidades conceptuales. Así pues, la identificación constituye una forma de comprensión que permite aprehender algo como una conjunción de características y componer algún tipo ideal específico, de manera que el acontecer resulta comprendido como unidad de lo particular y lo general. Como en Experience and its Modes, el acontecer resulta inteligible en cuanto mundo de ideas y no se puede separar lo comprendido y el compromiso de comprender: “La comprensión y el instrumento de la comprensión emergen conjuntamente” (Oakeshott, 2003, p. 4). En todo caso, el pensador británico enfatiza ahora los niveles de comprensión posibles, pues la aprehensión inicial de un acontecer comprendido como reconocimiento de características puede dar lugar luego a identificaciones y reidentificaciones más ajustadas de tipos ideales, de modo que se comprendan los hechos. Además, la comprensión del acontecer identificado alcanzada con cada juicio puede introducir una invitación a seguir investigando las relaciones con otras identidades y a explorar las conexiones entre aconteceres; en ese caso, la teorización alcanza una plataforma de comprensión con condiciones y supuestos incuestionables (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 6-7).

Si en Experience and its Modes se planteaba la posibilidad de acotar la experiencia bajo la forma limitada de mundos abstractos y homogéneos como los de la ciencia, la historia o la práctica, en On Human Conduct se perfilan distintas plataformas de comprensión condicionales que permiten comprender aconteceres identificados y teorizar relaciones especificadas. La identificación de un acontecer en cierta plataforma de comprensión condicional puede incitar también un diagnóstico utilizable para la posible ejecución de una acción a partir de juicios determinados (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 7-8). Pero, cuando el teorizador se compromete con el examen crítico de las condiciones y supuestos de una plataforma de comprensión, se instala en una nueva plataforma de comprensión condicional que le permite identificar un acontecer a través de presupuestos y postulados, como pueden ser las leyes de una ciencia. Cada plataforma de comprensión condicional introduce una teorización autónoma no reducible a otras plataformas, y exhibe su propia validez condicional. Además, cada plataforma de comprensión condicional involucra ciertos órdenes de indagación que especifican las preguntas posibles y las diferentes identidades categoriales implicadas. Así como en Experience and its Modes se remarcaba el riesgo de la confusión categorial al extrapolar las características de un modo de experiencia en otro, en On Human Conduct se argumenta que no logran prescribirse órdenes de indagación precisos a partir de identidades categorialmente ambivalentes (cfr. Oakeshott, 2003, p. 12).

En el caso de que siga interrogando los postulados condicionales como algo que también espera ser comprendido (y no solo empleado para comprender), el teorizador emprende la aventura filosófica de indagar constantemente el carácter condicional de los supuestos de cualquier comprensión. Solo por ese continuo reconocimiento de la condicionalidad de todo teorema puede sostenerse que la filosofía es un compromiso de teorización incondicional, no porque alcance a aprehender presupuestos incondicionales o fundamentos últimos ni mucho menos porque pueda reemplazar las plataformas de la comprensión cotidiana o los órdenes de indagación de alguna ciencia concreta (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 9-12).

En el ensayo “On the Theoretical Understanding of Human Conduct”, Oakeshott distingue enfáticamente la categoría de aconteceres y órdenes de indagación correspondientes que son propios de los procesos desprovistos de inteligencia (al ser determinados por condiciones causales o compuestos por leyes), y, por otro lado, la indagación pertinente para las prácticas humanas, que amerita una teorización de identidades como autocomprensiones y expresiones de inteligencia reflexiva, aprendizaje y evaluación normativa. Frente a la experiencia comprehensiva y constitutiva de mundos en Experience and its Modes, ahora parece trazarse una línea divisoria entre tipos básicos de aconteceres (los procesos y las prácticas), que condicionan categorialmente nuestras opciones de comprensión y órdenes de indagación. Para poder hacer inteligible la identidad de cada uno de estos aconteceres a partir de sus presupuestos o postulados, no solo se requiere especificar su problemática en el marco de los distintos órdenes de investigación, sino también prescribir un idioma de indagación particular referente al asunto investigado (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 13-16). Según el pensador británico:

Cada uno de tales idiomas es un sistema inequívoco de teoremas que ha adquirido (o aspira a) la condición de una “ciencia” distinguible; esto es, el siempre inacabado carácter ideal compuesto de teoremas que a un teorizador le preocupa construir, y que aquí se usa como un instrumento de comprensión. De este modo, por ejemplo, dentro del “orden” de indagación concerniente a “aconteceres” identificados como manifestaciones de inteligencia, son idiomas distintos la ética, la jurisprudencia y la estética; así como la física, la química y la psicología son idiomas similarmente distinguibles dentro del “orden” de indagación concerniente a identidades especificadas como componentes de un “proceso” (Oakeshott, 2003, p. 17).

En ese sentido, para el pensador británico, las ciencias constituyen órdenes e idiomas de indagación categorialmente autónomos, excluyentes e irreducibles, que suministran un aparato de comprensión condicional bajo la forma de un sistema de teoremas (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 17-18). En el caso de la comprensión teórica del comportamiento humano, parece irrelevante suministrar explicaciones en términos de procesos psicológicos o sistemas sociológicos, pues la actividad y las interacciones humanas involucran presupuestos distintivos: la conciencia reflexiva y la autocomprensión de la propia situación; la libertad de los agentes; el desenvolvimiento del agente en un mundo de asuntos, ocasiones y cosas inteligibles (pragmata); la deliberación reflexiva de las propias opciones de acción; la persuasión y el discurso persuasivo, así como la posible justificación, por parte del agente, de sus actuaciones, o bien la explicación de sus razones (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 36-50).

Como ocurría en “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad” o en “El aprendizaje y la enseñanza”, el pensador británico también destaca el nexo entre comprensión y acción al teorizar las condiciones del comportamiento humano y le da a la propia teorización el carácter de una actividad (aunque no pueda equipararse con el comportamiento teorizado): “Hacer consiste en un comprender, e innegablemente en toda comprensión hay un hacer” (Oakeshott, 2003, p. 34). Asimismo, cuando Oakeshott reflexiona sobre la libertad inherente a la actividad humana genuina, argumenta que se trata de la conciencia reflexiva y la comprensión inteligente, por parte del agente, de su situación y de sus propias opciones; pero no se identifica con la cualidad sustantiva de autodirigirse, en virtud de cierta autosuficiencia de la voluntad subjetiva, de la autodeterminación o de una autonomía intrínseca e incondicional (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 36-37). Además, la actividad humana exhibe intencionalidad solo en la medida en que el agente se compromete inteligentemente con su situación y escoge y realiza acciones específicas para hacerse cargo de lo inaceptable de la situación actual; sin embargo, no puede decirse que se tenga una intención previa o propositiva, de manera que se elija un fin premeditado o una meta deseada y, consecuentemente, los medios de su satisfacción (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 39-40).

Por lo demás, la actividad humana se despliega habitualmente en el marco condicional del comportamiento inter homines, es decir, en respuesta a otros agentes que responden a nuestras iniciativas con sus propios compromisos, comprensiones, elecciones y acciones. De ahí la importancia de la enunciación persuasiva y de esas recomendaciones respecto a los méritos de las acciones, que los agentes comparten conversacionalmente con otros en el discurso de la deliberación y en la argumentación persuasiva (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 44-49). Oakeshott también discute el supuesto aspecto subjetivo de la actividad humana en respuesta a la situación que el agente reconoce como propia. Y es que la acción requiere comprensión y diagnóstico apropiado de la situación en que el agente se encuentra; ahora bien, no se trata de un sentimiento o pensamiento meramente subjetivos ni se requiere a un sujeto ensimismado y egocéntrico, que persiga metas exclusivamente particulares al margen de su situación, comprendida y compartida con otros (cfr. Oakeshott, 2003, pp. 51-54).

Pero quizás el aspecto más distintivo de las prácticas humanas sea su carácter normativo, eventualmente expresado como un lenguaje moral vernáculo para el autodescubrimiento (self-disclosure) y la autoescenificación (self-enactment) del agente:

Una práctica puede identificarse como un conjunto de consideraciones, maneras, usos, observancias, costumbres, estándares, máximas canónicas, principios, reglas y oficios, que especifican procedimientos convenientes o denotan obligaciones o deberes relacionados con acciones y enunciados humanos (Oakeshott, 2003, p. 55).

Por último, en On Human Conduct es tal el énfasis de Oakeshott en la contingencia e inteligibilidad contextual de las actividades humanas que la comprensión lograda de las prácticas parece pasar por identificarlas como eventos históricos dependientes de otros acontecimientos en la trama de una historia. En suma, la teorización de la actividad y los discursos humanos se logra primariamente en una tarea de comprensión histórica de los acontecimientos como resultados contingentes de elecciones y encuentros entre agentes humanos:

La comprensión teórica de una acción o enunciación sustantiva es, entonces, en principio, una comprensión “histórica”. Teorizar una actuación consiste en atender a un acontecimiento y comprenderlo como un agente (él mismo una continuidad contingente de creencias) embarcado en una aventura de autodescubrimiento y autoescenificación en relación con y en términos de sus circunstancias contingentes comprendidas (Oakeshott, 2003, pp. 106-107).

En todo caso, esta reivindicación de la comprensión histórica como modo de aprehender las actividades y discursos humanos contingentes no implica alguna forma de historicismo que consagre la perspectiva histórica, ni suministra un entendimiento consumado de nuestra experiencia. No en vano Oakeshott reconoce que existen otras plataformas de comprensión para las actividades humanas inteligentes (como la ética, la estética o la jurídica) y otros órdenes de indagación para los procesos causales de la naturaleza. Efectivamente, como el pensador británico argumenta en Sobre la historia y otros ensayos (originalmente publicado en 1983), la teorización histórica constituye un tipo de indagación distintiva, no reducible a la investigación de procesos causales o determinaciones estructurales. Sin embargo, el pasado histórico no coincide con un pasado práctico decisivo para la vida; del mismo modo, la comprensión histórica no brinda un acceso filosófico privilegiado a cierta historicidad de la existencia humana ni a la proyección práctica primordial, incondicional e inmediata del quehacer humano en el mundo (cfr. Oakeshott, 2013, pp. 33-35). Como ya se planteaba en Experience and its Modes, la indagación histórica no puede pretender una comprensión integral y sustantiva de la experiencia lograda: solo constituye una teorización condicional de las actividades humanas contingentes en términos de vestigios, testimonios e indicios (situaciones, actuaciones, artefactos y enunciaciones simbólicas), interrelacionados conceptualmente e inferidos desde el presente y que se ensamblan para dar respuesta a ciertas preguntas sobre el pasado (cfr. Oakeshott, 2013, p. 56).

Idealismo, escepticismo y hermenéutica

En consonancia con la concepción de Oakeshott de la verdad como la coherencia lograda de un mundo de ideas completo y singular, nuestro recorrido por la labor de teorización del pensador británico a través de su obra ha privilegiado el desarrollo coherente de sus ideas y la unicidad de su aventura intelectual (a pesar de ciertos cambios en el vocabulario filosófico). Ciertamente, desde la categoría central, absoluta e incondicional de “experiencia” en Experience and its Modes, nuestro autor parece haber descentrado su perspectiva marcadamente neohegeliana y explora, a través de su obra posterior, otros términos clave para dar cuenta de las condiciones de la inteligibilidad significativa de las actividades y mundos humanos: la categoría de “conversación” entre voces distintas, en El racionalismo en la política y otros ensayos; la categoría de “comprensión” del acontecer contingente, en On Human Conduct (cfr. Alexander, 2012, pp. 26-34). Asimismo, cabe reconocer un desplazamiento progresivo desde la conceptualización de la experiencia en los años treinta a la tematización de la tradición en los cuarenta y cincuenta para, finalmente, privilegiar el idioma moral y la normatividad de la práctica en los setenta (cfr. López Atanes, 2010, pp. 75-87).

Sin embargo, aun cuando Oakeshott expresa a través de toda su obra ciertas reservas respecto a la concepción de la filosofía como un sistema rígido o una doctrina cerrada, y aunque cultivó un personal estilo ensayístico, nunca dejó de desplegar el pensamiento sistemático y la preocupación por clarificar de manera coherente nuestros supuestos intelectuales condicionales, de manera que cabe reconocer en sus escritos un esfuerzo intelectual inteligible y coherente (cfr. Podoksik, 2003, p.4). Si bien no plantea una teoría del conocimiento o una epistemología que pretendan establecer las estructuras o principios últimos del saber desde una perspectiva fundacional, Oakeshott no dejó de teorizar sobre las condiciones de la experiencia, de la comprensión y de la propia teorización, sin pretender haber agotado los matices de los distintos modos de experiencia y plataformas de comprensión desde alguna posición filosófica incondicional y abstractamente autosuficiente. En ese sentido, podemos sospechar -con Oakeshott- que habría algo de vana empresa seudofilosófica en la perspectiva epistemológica tradicional, como lo hay en cualquier enfoque abstracto e indeterminado que intente dictarle a los distintos modos de experiencia sus estándares de validez y prescriba a las plataformas de comprensión humanas condiciones incondicionales.

Los especialistas en Oakeshott han tratado de identificar las diferentes influencias, afinidades y complicidades intelectuales que hay entre el pensador británico y ciertos autores del canon filosófico. En ese sentido, existe cierto consenso respecto a la influencia declarada del idealismo filosófico de Hegel y Bradley, así como respecto al influjo implícito del neohegelianismo británico y de Collingwood (cfr. Boucher, 2012, pp. 251-259; Franco, 2004, pp. 24-30 y 45-46). En su reconstrucción filosófica del idealismo británico, David Boucher y Andrew Vincent (2012) atribuyen a los pensadores de esta orientación una serie de ideas recurrentes y entrelazadas, que fácilmente pueden reconocerse en la reflexión de Oakeshott. El principio guía del idealismo británico afirma que la conciencia resulta inseparable de lo experimentado: no es una recepción pasiva de representaciones externas, sino una actividad constitutiva de la realidad conocida en la que naturaleza y espíritu se vinculan internamente más allá de la distinción representacional entre sujeto y objeto. Sin este supuesto de la conciencia, nada resultaría inteligible o significativo (cfr. Boucher y Vincent, 2012, pp. 1-2). Puesto que resulta inconcebible una realidad independiente a la cual nuestras representaciones mentales hubieran de corresponder, entre los neohegelianos británicos se impuso una noción de la verdad como coherencia de nuestros juicios y del mundo de ideas completo con el cual se relacionan y se implican. Desde la perspectiva del idealismo absoluto neohegeliano que Oakeshott asumió, el punto de partida es el carácter comprehensivo, integral e inclusivo de nuestra experiencia como unidad relacional a partir de la cual se diferencian los distintos aspectos familiares de nuestro mundo. Por lo demás, la noción neohegeliana de “experiencia” no implica necesariamente el acceso primario a una experiencia sentiente básica, pues toda experiencia implica pensamiento y juicio, como bien entendió Oakeshott. Además, el idealismo británico adoptó un tipo de explicación basada en la génesis o emanación histórica y en el desarrollo evolutivo de los problemas, lo que concuerda con la preocupación de Oakeshott por las contingencias históricas de la comprensión. Por último, los neohegelianos británicos concibieron el mundo de la experiencia modalmente, esto es, como modos que estipulan condiciones de verdad al enmarcar la coherencia y comprensión de nuestros juicios. Respecto a estos modos, la filosofía asumía un rol más o menos protagónico, dependiendo de cómo cada pensador relacionaba teoría y práctica: en el caso de Oakeshott, la filosofía solo sobreviene cuando los distintos modos de experiencia han desplegado su actividad acotada, y no puede reemplazarlos (cfr. Boucher y Vincent, 2012, pp. 40-42). En virtud de su compromiso intelectual con el panorama filosófico del neohegelianismo británico (del que adoptó cierto monismo de la experiencia, la noción de “absoluto”, la de “modalidad” y la concepción coherentista de la verdad), Oakeshott encontró una plataforma para oponerse al naturalismo, al positivismo, al utilitarismo, así como para resistir el realismo de Russell y Moore (cfr. Boucher, 2012, p. 248).

Aun cuando se reconoce la deuda hacia el idealismo británico, se ha discutido la presencia de cierto escepticismo filosófico en el pensamiento de Oakeshott. Quienes defienden la idea de que el pensador británico es un idealista escéptico aducen su concepción no fundacional, restrictiva y autocrítica de la filosofía, más próxima al razonamiento práctico y al tenor conversacional que a una ciencia de las ciencias; además, rescatan un vínculo con el escepticismo filosófico de Montaigne, esto es, un compromiso con el carácter condicional de la comprensión humana que hace inviable un saber incondicional y definitivo (cfr. Tseng, 2003, pp. 2-3). En ese sentido, cabría pensar que el pensamiento de Oakeshott socava el proyecto filosófico de la Ilustración, no solo al impugnar la epistemología fundacional (con su cientificismo, su concepción representacional de la mente, su teoría del conocimiento como relación entre sujeto y objeto o su racionalismo universalista), sino también al recusar el formalismo en ética y el naturalismo en historiografía (cfr. Tseng, 2003, p. 6). El tipo de escepticismo filosófico que ilustra Oakeshott no sería tanto el escepticismo pirrónico radical, sino un escepticismo moderado semejante al de Hume, para quien el razonamiento demostrativo sobre la estructura causal de la naturaleza ha de dar paso a nuestras inferencias probables basadas en la costumbre o el hábito. Al fin y al cabo, aunque Oakeshott cuestionaría un escepticismo filosófico de corte naturalista (que de algún modo socavara la fiabilidad de la experiencia), también es cierto que remarca el carácter condicional e incompleto de los distintos modos de experiencia y reconoce la diversidad de los presupuestos del saber más allá de alguna razón universal (cfr. Tseng, 2003, pp. 114-117). Ahora bien, el escepticismo filosófico parece deberle aún más al tradicionalismo escéptico de Montaigne, que insiste en la imposibilidad de obtener un conocimiento absoluto dada la condicionalidad y contingencia de nuestras búsquedas intelectuales, inevitablemente contextualizadas en los marcos tradicionales de la vida cotidiana. Así pues, se puede afirmar que la concepción de la experiencia como una totalidad concreta y significativa lleva aparejada, en el pensamiento de Oakeshott y frente a las exigencias fundacionales de la epistemología moderna, un reconocimiento de la relevancia del saber implícito articulado en nuestras tradiciones (cfr. Tseng, 2003, pp. 117-119). En definitiva, el escepticismo de Oakeshott resultaría inseparable de su idealismo neohegeliano, tal como se expone en Experience and its Modes.

La relación del pensamiento de Oakeshott con algunas corrientes intelectuales contemporáneas resulta más difícil de evaluar, ya que en la prosa estilizada y en el estilo ensayístico de nuestro autor no abundan las citas a otros filósofos del siglo XX. No obstante, resulta razonable pensar que el pensador británico conocía las propuestas filosóficas que saturaban los ambientes académicos en que se desenvolvió. No es forzado suponer que Oakeshott estaba al tanto de las ideas de Wittgenstein (con quien coincidió como docente en Cambridge) a pesar de no haber hecho referencia explícita ni discutir abiertamente las ideas del filósofo austriaco; de hecho, se han planteado ciertas perspectivas compartidas entre los dos autores en lo que concierne a su concepción del lenguaje como actividad y a la relevancia que ambos asignan a las prácticas y marcos lingüísticos (cfr. Plotica, 2015, p. 16). En ese sentido, resulta concebible una conversación virtual entre Oakeshott y Wittgenstein que permitiría poner de manifiesto sus afinidades. Ambos pensadores compartirían una concepción no fundacional de la actividad filosófica, que privilegia las prácticas subyacentes a la teorización, de manera que la filosofía se limitaría a describir las condiciones de la comprensión común cotidiana. Además, tanto Oakeshott como Wittgenstein entenderían la acción humana como práctica articulada sobre el trasfondo intersubjetivo de la trama de prácticas, reglas y usos comunitarios; así, ambos considerarían que la agencia personal está enmarcada por las convenciones de la tradición, y sostendrían que el mundo humano no está conformado por hechos, sino por comprensiones articuladas en prácticas discursivas y expresadas en enunciaciones y acciones (cfr. Plotica, 2015, p. 17). En suma, los dos pensadores asumieron la diversidad de los marcos de enunciación y enunciación como juegos de lenguaje o prácticas sostenidas en voces idiomáticas distintas, y entendieron que la enunciación y la acción resultan inteligibles a partir de ciertas técnicas o artes aprendidas de empleo del lenguaje. Asimismo, ambos reconocieron la dimensión social e intersubjetiva de las acciones y enunciaciones humanas, y destacaron que el empleo del lenguaje se sostiene en convenciones e instituciones sociales estructuradas en virtud de reglas compartidas (cfr. Plotica, 2015, pp. 19-22).

Por otro lado, aunque Oakeshott visitó Marburgo en los años veinte, cuando Heidegger era docente (y Gadamer, fiel discípulo), y a pesar del interés del pensador británico por la filosofía alemana contemporánea, apenas hay referencias a la hermenéutica filosófica en los escritos de nuestro autor. Sin embargo, hay propuestas de ubicar el significado del pensamiento de Oakeshott en el contexto de la hermenéutica filosófica del siglo XX, pues su teorización de las categorías de la experiencia humana siguió la misma pista hegeliana que siguieron quienes indagaron la comprensión condicional del significado como una construcción históricamente enmarcada (cfr. Nardin, 2001, pp. 5-6). Oakeshott compartiría con la hermenéutica filosófica la asunción de que la experiencia humana consiste en significaciones y de que la interpretación se vincula con nuestra precomprensión del mundo al explicitar temáticamente aquello que ya comprendemos de alguna manera. En ese sentido, la filosofía no sería más que una labor interpretativa de aquellas interpretaciones ya disponibles en otros dominios acotados de experiencia, bajo el supuesto de que cualquier experiencia constituye un encuentro dialéctico entre la comprensión y lo comprendido -o bien, entre el intérprete y lo interpretado-, que permite ampliar los horizontes condicionales de la comprensión (cfr. Nardin, 2001, pp. 5-6). Por nuestra parte, consideramos que una lectura en paralelo de la hermenéutica filosófica de Gadamer y de los escritos de Oakeshott (en especial a partir de El racionalismo en la política y otros ensayos) permite reconocer más supuestos comunes: la dimensión lingüística de la actividad y el aspecto conversacional de la condición humana (cfr. Gadamer, 2003, pp. 526-547; 2004, pp. 145-152); la crítica al racionalismo universalista y los métodos intelectuales instrumentales de la Ilustración (cfr. Gadamer, 2004, p. 48); la distinción entre el saber práctico (deliberativo y circunstancial) y la planificación técnica o el control instrumental (cfr. Gadamer, 2003, pp. 386-395); el reconocimiento de la contingencia y condicionalidad de nuestras acciones, enunciaciones y comprensiones, siempre situadas en cierta precomprensión (cfr. Gadamer, 2003, pp. 372-375; 2004, pp. 63-70); el rescate de la tradición -auténtica reserva de significaciones transmitidas y herencia compartida mediante su constante recreación-, así como la reivindicación de la autoridad, las fidelidades y los marcos normativos incorporados en nuestras tradiciones e instituciones (cfr. Gadamer, 2003, pp. 344-356).

En conclusión: la idiosincrática superación de la epistemología en Oakeshott

A pesar de las deudas intelectuales y de las afinidades con otras propuestas filosóficas contemporáneas, no debemos subestimar la unidad coherente que sostiene el pensamiento de nuestro autor. Desde el más explícito posicionamiento idealista de Experience and its Modes, Oakeshott despliega, a través de toda su teorización de los modos de la experiencia y la comprensión humana, una serie coherente de ideas respecto a las condiciones del conocimiento y el aprendizaje humanos, sin las cuales la actividad de saber y la iniciativa de teorizar resultarían ininteligibles. En ningún caso el pensador británico construye una teoría del conocimiento indeterminada o una epistemología abstracta con la pretensión de suplantar los modos acotados de la experiencia o la comprensión condicional; solo se exploran las condiciones de inteligibilidad que son inherentes a la propia experiencia concreta y a la actividad específica de teorizar.

Como una de las condiciones de inteligibilidad de la experiencia y de la comprensión, Oakeshott sostiene que la experiencia, la imaginación o la comprensión conforman nexos integrales y constitutivos en que se perfilan de modo correlativo quien experimenta, imagina o comprende, así como lo experimentado, lo imaginado o lo comprendido sustancialmente. De esa manera, el pensador británico se aleja de la concepción representacional del conocimiento como relación extrínseca entre las capacidades internas de la mente y el mundo externo. Además, Oakeshott defiende una concepción judicativa, predicativa e inferencial de la experiencia y la comprensión; así, trasciende el mito de que hay algo dado independientemente de la experiencia y la comprensión, es decir, al margen de algún juicio que exprese el reconocimiento de algo como algo y permita la identificación conceptual de algo ya comprendido. El pensador británico también marca distancia con la concepción representacional del conocimiento en la medida en que remarca el vínculo constitutivo existente entre la experiencia o la comprensión humanas y, por otra parte, las distintas formas de actividad y elaboración imaginativas, así como los distintos modos de recepción activa y cultivo de nuestro legado de tradiciones mediante el aprendizaje. Por otro lado, al remarcar que cada idea solo resulta inteligible en virtud de su interrelación con otras ideas y con la totalidad de condiciones e implicaciones de una experiencia plenamente desarrollada (es decir, con los complejos nexos de significado que se esbozan en la experiencia y la comprensión humanas), Oakeshott desborda el entendimiento analítico y atomizado que ha caracterizado a algunas concepciones representacionales del conocimiento.

Si bien Oakeshott cuestiona la concepción representacional de la experiencia y la comprensión humana, no parece razonable atribuirle alguna forma de construccionismo relativista (como propone Marsh, 2005), en virtud del cual el conocimiento humano sería el causante, el artífice o el productor de los hechos conocidos, de modo que solo habría innumerables perspectivas cognitivas igualmente válidas, cada una con sus propios productos derivados de un sistema cognitivo específico. Al fin y al cabo, esa concepción construccionista del conocimiento comparte con la visión representacional la discutible idea de que el nexo entre el conocimiento y lo conocido resulta extrínseca, exterior y, eventualmente, funcional o instrumental, como lo es la relación entre causa y efecto, proceso productivo y producto, artífice y artefacto. Además, al introducir cierto relativismo de las formas de producción cognitiva, el construccionismo parece situarse de manera auto contradictoria en una no perspectiva externa (esto es, ajena a cualquier marco de experiencia o comprensión), desde la cual equipararía indiferentemente los distintos puntos de vista de los sistemas cognoscentes. Bajo esa perspectiva externa construccionista, la teorización de las condiciones internas de la experiencia o la comprensión humanas parece dar paso a la psicología o a la sociología del conocimiento e, incluso, a una posible biología del conocimiento, que supuestamente se harían cargo del proceso de producción (psíquica, social o biológica) de nuestras percepciones, creencias, ideas y razones en distintos sistemas cognitivos. Se trata de un patente caso de irrelevancia y de confusión categorial, puesto que “los mecanismos psicológicos no pueden ser los motivos de acciones o las razones para creencias” (Oakeshott, 2003, p. 22), y ya que se abordarían:

[…] las acciones y los enunciados humanos y a las prácticas y las relaciones a las que los seres humanos pueden adherir como si fueran componentes no inteligentes de un “proceso”, o los componentes funcionales de un “sistema”, que no tiene que aprender sus roles para poder desempeñarlos (Oakeshott, 2009, p. 58).

Salvo que el construccionismo se interprete en un sentido muy débil y lato, como afirmación de que no hay hechos conocidos al margen de nuestra experiencia o de nuestras plataformas de comprensión, es dudoso que Oakeshott proponga algún tipo de epistemología construccionista. En vez de dar cuenta externamente de los hechos conocidos como productosofabricacionesderivadosdealgúnprocesoosistemacognitivo, el pensador británico ha insistido, a través de toda su obra, en que hay un vínculo interno entre la experiencia y lo experimentado, o bien entre la comprensión y lo comprendido, de modo que el experimentador o el intérprete surgen conjuntamente y se constituyen correlativamente con lo experimentado o lo comprendido en nuestros mundos intelectuales e idiomas de actividad inteligente. Según Oakeshott, ese nexo interno se daría también entre nuestra experiencia, actividad, imaginación, aprendizaje, comprensión y teorización, de manera que la comprensión lograda -coherente e íntegramente desplegada- de la actividad inteligente e imaginativa o de nuestros idiomas intelectuales no puede remitir externamente a procesos productivos o rendimientos funcionales de mecanismos o sistemas cognitivos sin incurrir en ignoratio elenchi.

No es de extrañar que nuestro autor apueste precisamente por una auto comprensión de las modalidades de la experiencia y las plataformas de la comprensión humana en términos de lenguaje, como si se tratase de voces expresivas y tradiciones idiomáticas que articulan un mundo significativo, no en virtud de la aplicación mecánica de reglas constructivas, sino mediante el uso creativo, virtuoso y estilizado de ciertas maneras compartidas de hablar. En ese sentido, frente al ideal de explicitud plena que ha caracterizado a cierta tradición epistemológica, Oakeshott ha insistido en el carácter implícito de gran parte de nuestra experiencia, aprendizaje y comprensión. Asimismo, ha destacado cierta opacidad constitutiva de la experiencia y la teorización al señalar que cada avance en la comprensión indica algo incomprendido, como si existiese un vínculo entre la aclaración develadora y el ocultamiento de lo inarticulado.

El pensador británico también ha objetado, a través de toda su obra, el espejismo epistemológico de una mente auto contenida, pura y privadamente accesible, separada de su propia actividad constitutiva, de sus elaboraciones imaginativas, de su compromiso e implicación en la comprensión condicional, de las tradiciones significativas en que participamos, o bien de los idiomas de indagación específicos que ordenan nuestra teorización. En ese sentido, nuestro autor elude cualquier metafísica del sujeto que posicione a la subjetividad como polo decisivo de una concepción representacional del conocimiento; y es que, por más que en la experiencia estén implicadas las percepciones e imágenes de los sujetos, “[l]a ‘subjetividad’ no es una categoría ontológica” (Oakeshott, 2013, p. 26).

Finalmente, el pensador británico se desmarca de cualquier tentación epistemológica fundacional al enfatizar la pluralidad de modos de experiencia, formas de imaginación, plataformas de comprensión e idiomas de indagación de nuestra actividad intelectual, de manera que ninguna perspectiva podría arrogarse un papel prominente o basal para la construcción del conocimiento humano y el aseguramiento de una auto certeza última. Y es que, frente al programa epistemológico fundacional, Oakeshott ha destacado la contingencia y normatividad inherente a las prácticas humanas y a nuestras modalidades de comprensión condicional; asimismo, ha remarcado el componente imaginativo y poético tanto de nuestros idiomas morales compartidos como de la autoexploración y auto escenificación morales individuales, al ser la voz de la poesía eminentemente conversable, autoconsumatoria y no instrumental (Worthington, 2002). Aparentemente, nuestro epígono del idealismo británico se encuentra a la altura de Heidegger o Wittgenstein cuando se trata de impugnar la concepción representacional de la teoría del conocimiento y la perspectiva epistemológica fundacional.

Referencias

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1Artículo vinculado al proyecto Fondecyt Regular nº 1190030, investigación financiada por CONICYT.

Recibido: 26 de Julio de 2019; Aprobado: 16 de Octubre de 2019; Publicado: 10 de Diciembre de 2021

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