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DE LA HISTORIA

Historia es la explicación de un hecho, que trae su origen de la voz griega sorein, que suena ver, como si el que narra hubiera visto y sido testigo ocular de lo que narra. Es como la pintura, la imagen o el espejo de las cosas pasadas. Así como se cuentan las cosas pretéritas, también las venideras. Contamos las cosas privadas de un solo hombre, como Sócrates; la gestión pública de un hombre solo, como Pompeyo; las cosas privadas de varios, como de Sócrates y Platón; la gestión pública de otros tantos, como César y Pompeyo; las cosas privadas y la vida pública de uno o de muchos, como lo hizo Plutarco; las cosas de un solo pueblo, como Tito Livio; las cosas de muchos pueblos, como Trogo Pompeyo y Herodoto, en un lugar o en muchos. Narramos algo único, como la filosofía de Sócrates, las guerras de César en sendas monografías; o muchas cosas, y estas insignes o pequeñas y anecdóticas, como en las misceláneas y las biografías de Suetonio.

Pero, admitida la conveniencia de que todos los escritos tengan alguna utilidad, no sea que se experimente una sensible perdida de tiempo, que es una riqueza de precio muy subido, y cuanto más la historia, la cual puede acarrear tan gran provecho, experiencia, prudencia, formación de costumbres, de ajenos ejemplos, a fin de que, como dice Tito Livio, sigamos lo que es mejor hacer y evitemos lo torcido, el historiador debe narrar aquellos sucesos que ayuden a ordenar la vida y puedan mejorar a los lectores, evitando que la narración se disipe y se consuma en vanidades y en bagatelas.

Teniendo esto presente, hase de escribir mucho y frecuentemente de los filósofos gentiles y de nuestros santos, pues pueden reportar mucho fruto al linaje humano, así los ejemplos de las virtudes que aquellos alcanzaron y practicaron sin más luz y guía que la Naturaleza o de la heroica probidad que los nuestros obtuvieron de la gracia de Dios.

Lo primero que se ofrece a nuestra admiración es que, constando nosotros de cuerpo y alma y en el alma las pasiones y la mente, se haya escrito tanto y tan varia y tan copiosamente del cuerpo y de las pasiones perturbadas y exacerbadas, y, en cambio, de los efectos moderados y de la mente, se haya escrito tan poco, por no decir que nada. Indudablemente parece que el género humano ha degenerado a la condición de brutos. ¿Cuál es nuestra porción mejor, aquella por la cual somos tenidos por hombres, sino la mente? No hay parte que más cuenta nos tenga cultivar: somos buenos, si ella es buena; somos malos, si ella es mala. Por mucho cuidado que de ella se tenga; por mucho que se la forme con preceptos y con ejemplos, nunca el desvelo que en ello se ponga será excesivo.

La gloria militar instigó a muchos a la matanza de pueblos y de gentes y a crímenes monstruosos. No de otra manera debieran narrarse las guerras que se narran, los latrocinios brevemente, en cruda desnudez, sin aditamento alguno de alabanza, sino, más bien, de detestación, de forma que una guerra larga no debiera referirse como recomendación del vencedor sino como ejemplo y escarmiento, encareciendo las calamidades que es capaz de producir una pasión torcida de ambición, de ira, de antojo, y para que se vea en cuán incierto y liviano azar se apoyan las cosas y las fortunas de los hombres, en las que tenemos tanta confianza.

La primera ley de la historia es que sea verdadera, tanto como pueda conseguirlo el historiador. Como es preciso que sea espejo de los tiempos, si refiere falsedades, el espejo será falso y devolverá una imagen que no habrá recibido. Tampoco será verídica la imagen si fuere mayor o menor que la realidad; quiero decir, si el historiador, adrede, deprime el suceso o lo encarece.

Por lo demás, los géneros de narraciones son varios. Narraciones hay en que cada una de las palabras es objeto de particular examen, como en los pactos, alianzas, edictos, decretos del poder público; en los libros de nuestra religión, en cuyas tildes se esconden misterios soberanos. En éstos hase de observar con suma exactitud la verdad íntegra y simple. Otras narraciones no son más que la relación de un suceso particular, para pasatiempo y solaz del espíritu o para inculcar la prudencia o formar la moral. En estas narraciones, basta con que se observe la verdad sustancial.

Añádense las palabras, las sentencias, los discursos que tienen un fin didáctico y comunican un interés casi dramático a la narración, cosa que hacen los grandes historiadores Tucídides, Jenofonte, Tito Livio, Cornelio Tácito, Quinto Curcio, Herodiano, y, a pesar de ello, mientras el fondo lo consienta, no pierden el nombre de narración verídica. Su cuerpo mismo es menester consagrarlo a la verdad; ninguna necesidad de color ni de afeite, y no sin razón Luciano quiere que el historiador no sea nada áulico, que sea como anónimo, que sea apolítico, por tener más amplia libertad de narrar. Según el sentir de Tucídides, el historiador debe preocuparse más de dar forma a una obra inmortal que de merecer un favor efímero y una breve popularidad, y esto tanto se refiere al estilo como a la materia.

Por lo que toca a la verdad de la Historia, dice Luciano que no puede ella tolerar ningún adarme de falsedad, del mismo modo que el aparato respiratorio no sufre ningún cuerpo extraño que no sea puro aire. Pero supuesto que la Historia tomó, como dijimos, su nombre del verbo griego ver, no hay que buscarla en aquel que, después de muchos siglos que ocurrió el suceso, se sale con alguna novedad, no oída por los siglos anteriores o que pretende interponer su juicio entre las opiniones de los antiguos, si ya no fuere por razón de su mucha verosimilitud.

Por esto es que carecen de toda autoridad las llamadas Heroicas, de Filostrato, que quiso sentenciar definitivamente de cosas tan vetustas, como si alguien, a horas de ahora, quisiera añadir al Evangelio y a los Hechos de los Apóstoles algo nuevo. Si se hace relación de un suceso único, no se le pierda de vista jamás; si la relación es de muchos, fijémonos en los más destacados; y no se han de explicar todos, sino los principales. Así, por ejemplo, en la relación de batallas, no se han de puntualizar todos los nombres, que es recurso de poetas, sino de los más descollados personajes que en ella intervienen, como son los caudillos y adalides. Hágase con todo una excepción en favor de aquellos cuya cobardía o heroísmo o consejo fueron excepcionales. Llamo principales a los hechos que demuestran más prudencia o mayor moralidad. Pues ¿a qué la descripción minuciosa y puntual de ejércitos y de combates que mejor fuera que ignorásemos? Para que la prudencia salga con mayor relieve, explíquense las causas y los consejos y los resultados, y si en el negocio hubiere algo oculto o arcano, revélese pues ello realza más la prudencia que los sucesos de todos conocidos.

Por lo demás, así como dijimos que para la descripción lo preferible era poner toda la cosa debajo de los ojos, así también en la Historia el ideal es que el historiador proponga el desarrollo histórico, como si se lo contemplare desde una atalaya. Varios son los géneros de historia por lo que toca a su cuerpo, pues la historia viene a ser una especie de pintura. De la pintura, la una es a manera de un monograma, una simple línea, como aquella desnuda descripción de los tiempos, que es la Crónica de Eusebio; la otra es más expresiva, como la de Suetonio: Vida de los Doce Césares, y más aun que ésta, los Comentarios de Cayo César otra tercera tiene color como la Conjuración de Catilina o la Guerra de Yugurta, de Salustio; las Historias romanas, de Tito Livio, o las Guerras, de Tucídides. Hablemos de esta última, pues, por lo que toca a las primeras, con lo dicho ya basta.

Las partes de que consta son: el proemio, que tiene cierta libertad, pero que no debe tener tanta independencia y estar tan alejado del asunto, como los que pone Salustio. El proemio excitará el interés de quien leyere, y con el interés, su atención por el gran provecho que cuenta sacar y por el placer que la materia le ocasiona; le hará dócil y sabrá de qué hombre o de qué pueblo ha de esperar los hechos de que va a enterarse. Síguese la narración, que es propiamente el cuerpo de la Historia, en la cual de algún hecho ha de tomarse el exordio y sentar firmemente la cronología, por una referencia, verbigracia: a la fundación de Roma, al Nacimiento de Cristo, de tal o cual Olimpíada Gran vicio fuera de la Historia, que la que debe ser luz de los tiempos, embarulle y confunda los tiempos. Así que el autor debe distinguirlos con cuidado sumo.

Importa muchísimo que lo que tuvo anterioridad y fue causa se le ponga con posterioridad y se le haga efecto. Esta confusión enlobreguecería la verdad histórica y malograría buena parte del fruto a que ella se destinó.

El orden es doble: el de la Naturaleza y el del arte. El orden natural consiste en que lo primero que tuvo realización en el lugar o en el tiempo se refiera en primer término. En este punto, o seguimos los sucesos paso a paso, como acontecieron, o introducimos a una tercera persona que los cuenta, como Virgilio introduce a Eneas y Homero a Ulises. En ello no hicieron más que observar el orden de la Naturaleza, porque primero es que Eneas arribe a Cartago, que no que cuente a Dido su arribo. Lo que no se observó fue el orden de los hechos como acaecieron pues antes fueron las guerras troyanas que la llegada de Eneas a Cartago. Este es el orden que diríamos artístico, a saber: la interferencia de una prioridad inexistente, verbigracia: César, temeroso de la acusación pues había perjudicado a Bíbulo en el consulado y a Catón y a Domicio recurrió a las armas. Otro ejemplo: Pablo era recibido con poco entusiasmo por las iglesias, porque sabían que había algún tiempo acosado a los cristianos con una fiera persecución, y recelaban un ardid de quien había sido tan hostil al nombre cristiano.La primera narración es del historiador, y es directa. Cuando se narran hechos de muchos pueblos o de uno solo en varios pasajes, de un suceso se ha de pasar a otro, atendiendo más a la sucesión cronológica que a la situación geográfica. Tampoco trastornaremos el resultado de los hechos, pues por el aliciente de conocer el resultado, el interés del lector se mantiene hasta el fin. De ahí aquella perseverante afición a las lecturas históricas, aun comprometiendo la salud y con descuido del cuidado del cuerpo. Limítese a narrar el historiador y no se lance y despilfarre en alabanzas de los suyos o en vituperios de los enemigos, pues no es encomiasta o panegirista, sino historiador, y la Historia no sufre, como advierte Luciano, aquellas lisonjas y poéticas hipérboles, cuales fueron las que fabricó Homero para Agamenón a saber: que por su cabeza era semejante a Júpiter, y por su pecho, a Neptuno, y por su zona o cinturón, a Marte, como si sólo un dios no bastara a la semejanza de un rey. Si ello se hiciere sistemáticamente, ¿qué otra cosa sería la Historia sino un poema en prosa?

Estará permitida al historiador alguna digresión de tarde en tarde, para proporcionar a los lectores algunas amenas diversiones, como lo hace Salustio, narrando el origen de la ciudad y la corrupción de costumbres del pueblo romano y el comienzo de las revueltas civiles. Tito Livio hace lo mismo con el paso de Alejandro a Italia, aun cuando esto es más propiamente digresión que la de Salustio, que con mayor verdad podría llamarse regreso al punto de partida. Está permitida en aquella su más frecuente inserción, que no la de la segunda, que es aneja y como prendida con alfileres, que nada tiene que ver con el restante cuerpo. Por lo que toca a los parlamentos o discursos, son de dos clases: los directos por primera persona, como lo son casi todos en Tito Livio, y los indirectos por tercera persona, como casi todos los que en César se leen. Estos parlamentos no deben ser de cualesquiera cosas baladíes sino de las de mayor importancia y más dignas de ser conocidas y donde el escritor pensare haber asido ocasión y argumento de provecho y deleite. Tópase también con frecuentes descripciones de ciudades, comarcas, montes, ríos, que contribuyen mucho a la mejor inteligencia de los hechos. Interpondrá el historiador, cuando bien le pareciere, su criterio personal por recomendar a los lectores las obras ejemplares y, en cambio, condene y execre las fechorías implacablemente. Acostumbraron hacerlo muchos, pero de manera principal Polibio, Plutarco, Valerio, si es que a ese le quieres admitir entre los historiadores. Este es el parecer de Cicerón en el libro segundo del Orador: La construcción y estructuración de la Historia se cifran en la materia y en la forma.

La lógica de los hechos reclama el orden de los tiempos, la descripción de regiones y quiere, además, puesto que en las cosas grandes y dignas de recordación, lo primero a que se tiende es a los planes y luego a los hechos y, por fin, los resultados, y por lo que se refiere a los planes, cuáles merecen la aprobación del escritor, y por lo que hace a los hechos, no solamente debe declarar lo que se hizo o se dijo, sino también cómo y cuando se trata del resultado, hanse de explicar todas sus causas, de casualidad, de sabiduría, de temeridad, y de los hombres que son sus actores no solamente las obras, sino también quien descolló por su fama o por su nombre y explicar la naturaleza y vida de cada uno. Esto es lo que dice Marco Tulio. Quien tiene que interponer su crítica, conviénele poseer juicio cabal, mas no influido ni corrompido por torcidas opiniones, y que no admire las riquezas, o el poder, o el talento militar, ni aun la victoria conseguida con torrentes de sangre, ni la alabe como hazaña gloriosa, siendo así que, en parte, las unas de estas cosas son abominables y las otras, en parte, son indiferentes. Ninguna necesidad le obligue a insistir en quién perpetró ni que sea un adarme de mal, sino en quién hizo alguna migaja de bien; de éste, si así le pareciere, revelará su patria, sus padres, toda su genealogía. Conviene que esa interferencia de su juicio personal sea breve, ingeniosa y aguda, porque penetre y quede hincada en los espíritus. Así son las de Valerio Máximo, no como las de Plutarco de Queronea, que son largas y perezosas, pues de la Historia pasa a las escuelas de filosofía. En la emisión de tu juicio debes poner tal templanza que si repruebas o recomiendas algún hecho, no parezca que escribiste al dictado de la pasión, sino de la razón; esto es: no de la malevolencia o favor de la persona, sino del criterio íntegro y bienintencionado del hecho mismo. Por encima de todo hay que abstenerse de la maledicencia, no sea que la libertad que te tomares degenere en enojo sistemático. Es cosa grave y comprometida hablar contra aquellos o que viven aún o cuyo recuerdo se mantiene fresco en el espíritu de sus contemporáneos o en su propia prole. Está todavía en todo su hervor la pasión, que no permite al juicio su función equilibrada. Si en algunas circunstancias no fuere plausible decir la verdad escueta, recúrrase al lenguaje figurado o introdúzcase una tercera persona, bien de un amigo insatisfecho o de un enemigo quejoso, recurso familiar a Tito Livio. Por todo esto, piensa Marco Tulio ser obra de gran empeño escribir Historia, Es raro que la Historia eche de menos el epílogo, sino que de trecho en trecho, brevemente, se recapitule lo que se hizo y lo que queda por hacer. La elocución será proporcionada al tema de que se trata; espléndida y sonorosa si se trata de cosas grandes, modesta si de cosas pequeñas se trata, filosófica si se trata de filosofía, y aun tratando de cosas sórdidas, la elocución no debe ser desemejante. No hay cosa que más convenga a la Historia que la propiedad del lenguaje. No nos meteremos en tecnicismos filosóficos sino cuando escribamos de filosofía, y no nos apearemos hasta descender a la jerga tabernaria o soldadesca, si ya no es que nos proponemos reproducir alguna escena muy al vivo.

También la claridad es necesaria y tal, que todos la entiendan y los doctos la celebren. Usan algunas veces los historiadores de palabras ligeramente licenciosas, como enseña Marco Fabio, y de figuras buscadas de muy lejos para aliviar la pesadumbre de la narración. No hay que abusar de las traslaciones y del lenguaje figurado. En ello pecó, a mi entender, Amiano Marcelino. No hay en la Historia -dice Cicerón- cosa más sabrosa que una pura y clara brevedad. Tienen los historiadores determinados vocablos de su privativa pertenencia, como, por ejemplo, cuando escriben mortales, en vez de hombres. Eso también lo dicen los oradores, pero no se les concede con tanta frecuencia y facilidad como a los historiadores, que usan de figuras poéticas y variedad infinita de modismos. De una sola cabeza derivan muchos miembros, y con harta frecuencia omiten el verbo. La oración y el sentido de la oración rezumarán civismo y responsabilidad política, como acostumbran hacerlo los discursos de las personas de años y de seso en las reuniones parlamentarias. Yo, para mi gusto, querría que tuviesen algún resabio de solera más que no que fuesen completamente nuevas, y, por decirlo así, moceriles, pues son más agradables con aquella sabrosa ranciedad y se acomodan más al clima retrospectivo. Y puesto que el historiador escribe de cosas que pasan como pasan en flujo perpetuo las aguas de un río, la oración no sea periódica, ni retorcida, ni violenta, ni pugnaz, sino tendida y fluyente y espaciosa, que parezca que corre parejas con los mismos sucesos. Así más fácilmente se apoderará de la simpatía del lector y lo llevará hasta el fin, consigo, blandamente. No sin razón dice Quintiliano que la Historia no anda muy lejos de los poetas, y viene a ser como un poema suelto.

Pero el ritmo sea fácil y coherente, para que el cuerpo de la oración sea igual y discurra con tal dulzura que cualquier otro elemento se le mezcle, aun de otro género: parlamentos, diálogos, digresiones, conserven la misma andadura y lleven el mismo compás. Si por causa del argumento se aparta algún tanto el historiador de aquella marcha, aparezca, con todo, que forma parte del cuerpo de la Historia, hasta tal punto retiene su carácter en la dicción. Mando y ordeno que la oración sea tendida, pero no difusa de palabras ni redundante de sentidos. Con toda razón, Quinto Servilio Noviano fue reprendido por Marco Tulio, porque era menos ceñido de lo que pedía la gravedad de la Historia. A pesar de esto, habrá que hacer algún alto alguna vez, como cuando se llegó a un lugar donde queremos que descanse un poco el ánimo del lector, como al termino de una batalla, al sucumbir un personaje importante, al trocarse el régimen político de un Estado. También cuando tocare temas elevados, verbigracia: ante alguna señalada victoria moral sobre la fortuna y los azares y vaivenes humanos, podrá abrir del todo las velas y hendir de viento pindárico en sus senos. ¿Qué más? Asimismo, en temas uniformes, la variedad aliviará el tedio de la lectura, pues no tienen un mismo tono inmutable cada uno de los géneros sino que gozan de cierta holgura y puede mudarse de color en una misma pieza. Las cosas que refiere el historiador ni se han de aumentar ni se han de amenguar con palabras, sino que se han de dejar a su propio volumen específico. Esto es lo que Salustio, con gráfica justeza, llamó igualar las palabras a los hechos, mientras no escalen la altura del coturno las truculencias y los temas sin pretensión degeneren en sordideces, pues en aquella su sede o, por decirlo así, en aquel su reino, hallará el historiador soberanías, argumentos y materia humilde en que emplearse, sin perjuicio de su dignidad.

Las repeticiones en la Historia resultan molestas, como las que tanto abundan en el poema de Homero, que pienso yo fue más bien costumbre de su tiempo que querencia de su autor, como se puede colegir también de los libros sagrados, donde asimismo son muy frecuentes. Las omitió en absoluto Virgilio, por otra parte, tan devoto imitador de Homero. No obstante, las repeticiones, por gradación o escalonadas, constituyen un adorno, verbigracia: Comenzó por olvidar la fortuna; olvidada, la despreció; despreciada, combatió con ella y la venció; vencida, la arrolló y la pisoteó, y arrollada y pisoteada, triunfó sobre ella. Si eso se hace cada dos por tres, pierde donaire, como todas las otras figuras. Hay un determinado género de narración, breve y ceñida de palabras, pero en hechos compendioso y rebosante, como: Víneme al puerto, había una nave, embarcámonos, levamos fierro, abrimos velas, nos hicimos a la mar. Este último inciso hubiera bastado, si ya no es que se añade algo que cambia la calidad de la cosa, como: Víneme al puerto o, mejor, a un fondeadero mal seguro; había allí una nave vieja y cascada; nos metimos en ella con dificultad y peligro, con toda cuanta fuerza pudimos levamos fierro, abrimos un velamen agujereado y navegamos no hacia donde nos habíamos propuesto ir, sino a donde nos empujó la veleidad de las ondas y los vientos. Esto es mucho más que decir simplemente nos embarcamos. Pienso que rendiré un servicio a los estudiosos tan grato como útil si no tomo pesadumbre en copiar la crítica de Juan, obispo aleriense, sobre Tito Livio, que pondrá de manifiesto las cualidades que en la Historia perseguimos y los vicios que queremos evitar, en vistas a la composición de la Historia o al cotejo de vicios y virtudes. Dice: A Tito Livio la variedad de la Historia no le vuelve confuso ni la sencillez le torna fastidioso. En materia tenue, que ocurre muchas veces, no está seco ni carece de sangre ni de jugo. Y en materia rica y grande no se vuelve abotagado ni gordo; lleno, sin llegar al tumor; igual y blando sin molicie, ni espilfarrado por lujo, ni flaco de esterilidad demasiada.

En situaciones ásperas no es barrancoso ni cansado, ni en las muelles se yergue con oración violenta, y no es tan copioso que degenere en nimio, ni tan suave que sea blandengue, ni tan manso que sea flojo, ni tan triste que se muestre desabrido, ni tan simple que se presente desnudo, ni tan peinado que se ponga tufos y copetes; igual por las palabras a la materia; igual a la materia por las sentencias; grave y magnífico en reseñar un hecho histórico y, con todo, propio y ceñido; natural y comedido siempre en la narración, no confundiendo el orden en ningún punto ni anticipándose a los sucesos, ni lisonjero para el favor; ni parco en la reprensión para la indulgencia, ni amargo para el daño. Por ningún concepto perdonaría al mismo Senado, venerable moderador del orbe, ni al pueblo romano, señor del universo, si por temeridad fueren precipitados, o por yerro caídos, o por cualquier otro motivo hubieren pasado mas allá de la medida justa; juez tan equilibrado de las cosas del enemigo, que, según lo mereciere, es simple narrador o censor sereno y tan riguroso e incorruptible, que ni aun a los censores más graves, cuya inviolabilidad fue tan cara al pueblo romano más que ninguna otra prerrogativa jamás les perdonara desmán que hubieren cometido. En los parlamentos es parco de palabras, rico de sentencias, más conciso de dicción que de sentido; en este punto, no solamente sobrepuja a los restantes escritores, sino que aun a sí mismo se aventaja. Esto es lo que dice Juan, obispo aleriense, de Livio, amén de que es el mejor de los historiadores. Cúmpleme añadir que así como los elementos que se mezclan con la Historia deben conservar la fisonomía de la Historia, así también la Historia, cuando pasa a ser carta o plática familiar, pierde mucho de su empaque y atavío, y, por ende, será más tenue su tejido y su color más apagado y sus frases menos rodadas y periódicas.