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Intersticios sociales

versión On-line ISSN 2007-4964

Intersticios sociales  no.2 Zapopan sep. 2011

 

Reseñas

Una amistad sin sombras

Rafael Estrada Michel1 

1 Universidad Iberoamericana.

Gómez Morin, Manuel; González Luna, Efraín. Una amistad sin sombras. González Luna, Ana María; Gómez Morin, Alejandra. México: FCE, 2010. 5 tomos,


Sergio Lujambio, de memoria entrañable, le regaló a un grupo de amigos, panistas de viejo cuño -no expanistas, porque no es seguro que materialmente lo fueran- un busto de don Efraín González Luna. Yo, que era muy joven, no asistí. Pero como mis dos padres fueron, uno de esos bustos fue a dar a mi recámara de estudiante y, después, a mi oficina de pasante de abogado. Desde ahí ha mirado, inquisitivo y exigente, toda mi trayectoria profesional. Y lo que escribo que, ¡ay!, no puede siquiera compararse con este par de plumas maravillosas que reseño.

Desde sus dos casas, en las calles del Bosque y del Árbol, en Guadalajara y en México, estos corresponsales no dejaron de ver el bosque por hacerse cargo del árbol, ni viceversa. El género epistolar aparece en este corpus como algo apasionante y redivivo, hoy, merced al Facebook y al Twitter, que sin embargo no dejan huella impresa. Acercarse a los archivos, por la contra, permite no repetir ad nauseam las interpretaciones canónicas: leer a los historiables, no sólo a los historiadores.

Esta historia epistolar, como la de Acción Nacional, es parte, tal cual dice Javier Garciadiego, de la historia de la revolución. De la “otra” historia de la revolución. En el año del centenario, las cartas de Gómez Morin y González Luna se leen perfectamente tras La sucesión presidencial, La tormenta y Entre las patas de los caballos.

De alguna manera, la cuenta que se da de Una amistad sin sombras (el título es espléndido, como que procede de don Manuel Gómez Morin, y, como dice el presidente Calderón en su presentación, “esta luminosa amistad se puso sin hesitaciones al servicio de la patria”) destierra a su vez muchas sombras que son hijas del lugar común. No se encuentra en este diálogo de treinta años sombra alguna de esa bifurcación tajante, tantas veces repetida, entre los “católicos” de González Luna y los “liberales” de Gómez Morin en la fundación y cimentación de Acción Nacional. Hay, sí, como en todo lo humano, matices y acentos en la pluma de uno y otro. Pero la impresión que queda al final del apasionante viaje que comienza con la inquietud de formar una editorial es que se debe a ambos corresponsales, en dosis semejantes, algo que no se ha sabido aquilatar lo suficiente, porque no se ve lo suficiente a la antigua España, a los años previos a 1939 y al sur de nuestra América: la construcción de una derecha (acéptese el término a beneficio de inventario) civilizada y civilizatoria, democrática y democratizadora. Aquí están las “viejas voces reencendidas” de las que habló don Efraín González Luna y que rescató años después Raúl González Schmal.

Por la fecha de nacimiento de ambos prohombres, esta es la generación del 98, la inmediata posterior a la del Ateneo, que a diferencia de la española se sabe capaz, aún, de detener la tragedia nacional. En estas épocas en que los intelectuales tienen que dictar una y otra vez la misma conferencia, ciclando y reciclando su mismo repertorio, o escriben mil veces el mismo artículo para que se publique en muchas revistas “arbitradas”, es grato ver que hubo quien escribió con tanta fruición para ser leído por el amigo al que se admiraba y quería, y no simplemente para acumular puntos en el SNI. Una amistad así hace pensar en los amigos epistolares que no se tienen por culpa de la posmodernidad (no cuentan, desde luego, los contactos de Twitter).

Algunas originalidades que se hallan en los tomos: no sólo la reivindicación de la democracia (la efectiva, la del sufragio) cuando nadie o casi nadie quería creer en ella, sino la acuñación temprana (1950) del término “virreyes” para referirse a los gobernadores de los Estados. Un término que cada vez se usa más entre los opinólogos actuales. O el de la “pareja presidencial” para hablar de los Perón. Ahí está en las cartas.

Las “primeras luces” para el Una amistad sin sombras se hallan en 1934. Todo comienza con la idea de fundar una sociedad editorial y libresca, justo cuando el maestro Gómez Morin está participando en la fundación del Fondo de Cultura Económica, a invitación de don Daniel Cosío Villegas.

Pero no fue sino hasta 1939, el año de la fundación de Acción Nacional, cuando este par de amigos ya entrañables se conocieron (es decir, se vieron). Y no sólo eso: a don Manuel le bastó la convivencia de unos cuantos días para proponer a don Efraín como candidato a la presidencia de la república, en aquel “arrebato” ya célebre de la asamblea constitutiva, que terminó por apoyar “condicionadamente” a Almazán.

Las cartas permiten acercarse, también, a la difícil relación con la Unión Nacional Sinarquista, que González Luna veía, lejos de estructurante de la nación, como una organización divisionista. Y también al Gómez Morin campeón de la autonomía universitaria, que apareció como promotor de instituciones libres como la Escuela Bancaria y Comercial, el Tecnológico de Monterrey y la Escuela Libre de Ciencias Políticas y Sociales, concebida sobre el modelo de la parisina Universidad Popular, o de la Institución Libre de Enseñanza de Giner de los Ríos, a la que sin duda conoció por lo menos en nombre a través de su padrino peninsular, don Benito Martínez.

Pocos años después, el gran tema es la sustitución en la dirigencia de Acción Nacional. Gómez Morin no se ve como indispensable, y es ya muy crítico con sus partidarios y con él mismo. In nuce estamos ante el Gómez Morin que, en sus años finales se carteó con un dejo de desesperanza con Luis H. Álvarez, pero apenas era 1944.

Se pueden contemplar también los dos fuegos a los que se halla el novel partido, por lo menos en la prensa: las versiones angloamericanas en torno de una supuesta -y absurda- vinculación con los nazis, y lo que muchos años después Salazar Maillén llamó “la conspiración de silencio” en los medios nacionales. A Gómez Morin parece afectarle mucho, González Luna, más místico, advierte el largo trecho que resta para la victoria en el terreno de las ideas.

Y si se está ante la historia de la revolución, también se está ante cartas importantes para comprender a las derechas latinoamericanas en el contexto de la segunda guerra mundial. Los corresponsales son contrarios a la participación de México en el conflicto, a la reanudación de las relaciones con la Unión Soviética y al combate a las dictaduras argentina y española. Rafael Caldera, por entonces, y muy influido por ambos, fundó el Partido de Acción Nacional venezolana, de efímera existencia, y deja sentadas las bases para la creación del Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI). El latinoamericanismo comienza a imponerse, con muchas reminiscencias al Ariel de Rodó, y como una forma de oposición al izquierdismo de Roosevelt. Nunca me ha gustado esta fase del panismo, tan poco permeable al liberalismo, tan incapaz de recibirlo (La región más transparente les parece a los fundadores un libro “sucio”, “mórbido”, “desorientado”), pero indudablemente hay que tratar de comprenderla y colocarla en el complicadísimo contexto internacional en que surgió.

Con todo y su incomprensión hacia la república española, tan fecunda en su transterraje mexicano, algo muy bueno se obtuvo del hispanoamericanismo de ambos personajes: la editorial Jus rescata textos valiosísimos de la cultura occidental del primer novecientos, y publica en español a Maritain, Chesterton, Péguy y Claudel, en la sublime traducción de don Efraín. En el ámbito literario destaca también el interés por Ábside, la revista del padre Méndez Plancarte. Pocos epistolarios revelan tan bien como este la recepción, así fuera mínima, de la cultura católica anglosajona, francesa e italiana en el medio intelectual mexicano.

Pero el catolicismo de las cartas no sólo es literario. Hay un punto mayor en ellas, que es de corte social. Quienes las escriben son hijos de Rerum Novarum. La salvación no vendrá en exclusiva a través de las letras, ni podemos resignarnos a ser esas “orugas doctas” -la expresión es de González Luna- que miran con desprecio desde la altura de la hoja a los gusanos que se arrastran por el suelo. La regeneración ha de ser comunitaria o no ha de ser. Y sin embargo de preocupaciones sociales, queda el hermoso intercambio de 1944 sobre la poesía a un tiempo provinciana y universal del jerezano Ramón, como lo llamaba don Manuel, el inmenso López Velarde. Un intercambio que previamente había sido rescatado por el Centro Manuel Gómez Morin en un boletín de memorable belleza.

Aunque es imposible referirse a todos los temas tratados en las cartas, parece importante destacar los intercambios de los últimos cuarenta, en que la posición de los demócratas de inspiración católica aparece atacada por dos flancos: el de los fundamentalismos de derecha, que desde la Autónoma de Guadalajara o la Unión Nacional Sinarquista se ensañan en contra de don Efraín, y el de los jacobinismos que ven en la regulación de la materia religiosa inserta en la Constitución de 1917 un cuerpo normativo de imprescindible aplicación, lo que genera la dolorosa expulsión de don Aquiles Elorduy, el viejo maderista, quien sale de Acción Nacional en un hecho que más de uno ha interpretado como el rompimiento con la tradición liberal, la del primer Vasconcelos.

Los primeros años de la correspondencia dan cuenta, también, de cómo los dos fundadores se echaron a los hombros la labor de consolidar Acción Nacional, frecuentemente solos desde sus trincheras en el Consejo Nacional y en el Comité Regional de Jalisco, en las que -buenas intenciones aparte- poca era la colaboración que hallaban.

Son épocas que ya no consigue siquiera imaginar. El régimen coloca incluso a amigos y hermanos en posiciones clave para contradecir y minar la obra de Gómez Morin y González Luna. En El Grullo, el hermano de don Rafael Preciado Hernández, Porfirio, consiguió -según las cartas- que el destacado “iusfilósofo” se abstenga de competir contra el PRI en el distrito jalisciense vecino de Autlán.

Hacia 1949 el desaliento estaba más que justificado. Estos hombres, hombres de la gran guerra, critican a los “colaboracionistas” con el régimen, se lamentan de la cobarde actitud generalizada entre los mexicanos de tiempos de Alemán, contemplan un paisaje desolado. Tienen problemas -que aún existían en mi infancia- incluso para conseguir candidatos a puestos de elección popular.

Y vino luego la campaña de 1952. Pocos procesos han visto enfrentados a candidatos de tanta importancia: Henríquez Guzmán, Ruiz Cortines, Lombardo Toledano. Por el pan don Efraín, que rejuveneció, se personalizaba en el sentido de Mounier, al contacto con la gente. ¡Qué descripciones, qué tersura la de sus cartas al amigo desde la trinchera!

Es, ante todo, y más allá de los éxitos electorales de su partido, la “degradación política” lo que les preocupa. Una degradación que se encarna en la prensa, mercante y autocensora, en el sindicalismo charro de trabajadores y empresarios, en el fraude electoral pero, sobre todo, en la falta de ciudadanía, en la sujeción vasállica de los habitantes de la república, que es en realidad una Res privata.

Destaca el intercambio que, en 1950, se refiere a la invitación que recibe el maestro Gómez Morin para regresar a sus cursos de Derecho Público en la UNAM, cuyos apuntes han sido rescatados por Alejandra Gómez Morin y Angélica Oliver recientemente, para ser publicados por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Don Efraín le aconsejó que aceptara la invitación, que volviera a sus lares, que el contacto con la juventud le haría bien a él y a Acción Nacional. Don Manuel vaciló y terminó por rechazar la invitación.

En general, la correspondencia manifiesta la gran tensión de los primeros años del partido que fundaron: participación en procesos electorales que se saben viciados de origen, o radicalización del movimiento y acceso a cierto tipo de clandestinidad. Vacilaciones aparte, la respuesta de los señores se dio por el lado de la institucionalidad. Y aunque fueron víctimas del fraude, recibieron con esperanza los frutos de la “serie de verdaderos milagros de la perseverancia” -la frase es de don Efraín- en casos como el de Durango, el de Michoacán y, sobre todo, el de Chihuahua en 1956.

El regustillo que queda al sumergirse en la ingente correspondencia podía sospecharse por quienes han tenido algún acercamiento con la historia de los primeros años del PAN. Da la impresión de que los corresponsales tienen claro que en política la victoria individual se halla vedada para quien entiende que moralmente no cabe más que beneficiar a la polis. Están muy lejos del “empirismo audaz y necio” -de nuevo González Luna- y de la sagacidad a la realpolitik que hace “triunfar” a los egoístas de siempre. Incluso cuando don Efraín enfrentó el penoso asunto de las calumnias de Sainz, en el que el aparato judicial fue utilizado con vergonzosas finalidades políticas, esta especie de resignación se encuentra presente. Se deriva, qué duda cabe, del sentido trascendente que le imprimen a sus vidas, y en concreto a sus vidas políticas.

Los tomos contienen un epistolario entre dos soledades, como las de Góngora o las de Machado. Poco a poco se fueron dando cuenta los dos fundadores de que estaban solos. Sus amigos los traicionaron, los grandes y rebeldes pensadores de los años previos se adhirieron al PRI y dejaron, con ello, de ser jóvenes, la calumnia llegó por todos lados, la prensa no quiso ser libre ni independiente. El vasconcelista López Mateos era candidato presidencial del partido oficial…

Solos, o casi solos. Tanto la editorial como el partido se iban fortaleciendo, silenciosamente, como crecen las ceibas y los abetos.

Resulta peculiar apreciar cómo los ataques contra los dos pensantes fundadores de Acción Nacional provenían más de la derecha que de la izquierda. Al alborear los años sesenta se presentaba la grave cuestión de la incardinación del pan a la Internacional Demócrata Cristiana, a la que don Efraín opuso argumentos. Y argumentos constitucionales, nada más. La visita de Rafael Caldera y los movimientos que causó se hallan admirablemente descritos por la pluma de González Luna, la otra gran pluma de Autlán, que no desmerece junto a la de don Antonio Alatorre.

Luego, los ataques implacables de tecos, sinarcas y fundamentalistas, que no le perdonan a Gómez Morin el ser demócrata, el querer parecerse a Madero. La publicación furtiva y alevosa de textos antisemitas, ilegibles, en la editorial que había fundado el maestro. Las cartas del postrer Vasconcelos en que los epítetos hacia su discípulo Gómez Morin son dignos de una Kristalnacht. Todo conspira, desde el integrismo fascista, en contra de este par de católicos que se atrevieron a ser demócratas.

Y como, por la muerte de don Efraín, la correspondencia terminó naturalmente en 1964, es posible apreciar la llegada de los nuevos tiempos. El punto final a los tomos se llama Adolfo Christlieb Ibarrola, otro detestado por los integristas. Los fundadores lo miran esperanzados. Un nuevo, difícil, espléndido tiempo se abre para México: el tiempo del cambio democrático de las estructuras.

Es el gran mensaje de este libro magnífico. La “brega de eternidades” queda con él epistolarmente sistematizada. Y queda así merced a una amistad verdadera, erudita y profunda que, como hubieran querido Aristóteles y Cicerón, contribuyó al desvelamiento de la verdad. Al o’gormaniano destierro de sombras.

Un último apunte: las notas al calce son magníficas, lo mismo que los apéndices en que se explican las biografías de los personajes referidos en las cartas. Lo debemos todo al intrépido par de nietas que hicieron ver la luz a tomos indispensables para la valoración del novecientos mexicano.

Referencia bibliográfica

Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna. Una amistad sin sombras. Recopilación, notas y estudio preliminar de Ana María González Luna y Alejandra Gómez Morin. México: FCE, 2010, 5 tomos. [ Links ]

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