Luisa Castro
La fortaleza. Poesía reunida (1984-2005)
Visor, Madrid, 2019
410 páginas. 18.00 €
POR JUAN MARQUÉS

 

En el otoño de 2018, trece años después de la aparición de su arriesgadísimo Amor mi señor, Luisa Castro volvió a publicar un libro de poemas. Se titulo Actores vestidos de calle y fue y sigue siendo un libro estupendo, muy consciente de sí mismo y muy meditado, algo que no sólo se intuía por la llamativa demora de su escritura, sino que se comprobaba al recorrerlo. No era unitario, pero era coherente: daba bruscos golpes de volante al tono y a los temas, pero al final dejaba una sensación nítidamente homogénea, no de «proyecto» poético, que siempre tienen algo artificial o forzado, sino de testimonio veraz y genuino, el resultado de la mirada y la conciencia de la autora durante un periodo de tiempo largo, y en el que se agazapaban y trenzaban dos tipos distintos de intimidad: la de la observadora y la de la confidente. Había en esas páginas, en efecto, cosas que llegaban del exterior para primero herir y después inspirar a la poeta (como la masacre de la escuela de Beslán, en septiembre de 2004, que daba pie al primer poema), pero, como les ocurre a tantos otros escritores, era en la propia privacidad donde Castro encontraba su mayor verdad, su principal impulso para escribir: «Desde hace tiempo / sabes de qué cosas debes prescindir, / no lo haces sin lágrimas, / te desprendes de parte de un tesoro, / el que te hunde».

En algún momento anhelaba Luisa Castro «una libertad / que nunca tendrá la ligereza de lo salvaje», y en verdad ha habido en toda su poesía, desde siempre, algo leve y algo animal, algo hospitalario y algo silvestre, dureza y a la vez ternura, algo familiar y hogareño disimulando una asfixiante violencia íntima. En ese libro la poeta gallega volvía a sus temas para afrontarlos con una madurez definitiva, y para así elevarlos: «Para llegar a ser un ángel / me han hecho falta / cuarenta y nueve años». La experiencia se aliaba con el talento, y la indagación en sí misma pasaba también por la memoria: «¿Habría en tu equipaje sitio para los recuerdos / con una vida sin tacha?».

Y aquel libro, tan personal pero a la vez accesible, tan sabio y tan sugestivo, escrito con tanta alma, despertaba el deseo de regresar a toda la poesía anterior de Castro, algo que ha sido posible muy pocos meses después, cuando la misma editorial, Visor, ofrece una nueva edición de la poesía reunida de la poeta (agotada ya la edición de 2004 de Señales con una sola bandera, en Hiperión, donde ya se pudo leer toda la obra en verso escrita hasta entonces).

Aunque esta nueva edición hubiera necesitado una última corrección (abundan las erratas, y algunas son graves), La fortaleza (formidable título para una recopilación poética) nos brinda una magnífica oportunidad para satisfacer esa necesidad que abrieron los ya aludidos Actores vestidos de calle. Y lo que encontramos es lo que recordábamos: una poesía indagadora pero no inaccesible, introvertida pero en absoluto ególatra o narcisista, muy «gallega» pero en un sentido distinto al que se suele aplicar cómodamente, sin demasiada reflexión, a la literatura de aquel lugar. Lo peor de los tópicos es que a menudo son exactos, y es verdad que es muy difícil que en la literatura gallega esté ausente la naturaleza, el mar, la tierra, la lluvia, los animales, los alimentos elementales… En esa literatura el paisaje no es un decorado, sino un personaje que siempre tiene cosas principales que decir, y a quien se escucha con mucha más devoción que en otras latitudes: el famoso «panteísmo» que atraviesa aquella tierra y aquel idioma desde os libros de Rosalía de Castro hasta los relatos de Álvaro Cunqueiro, desde el inolvidable El bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez hasta las novelas más deliberadamente galleguistas de Camilo José Cela. Pero en los versos de Castro suele haber también mucha meditación familiar, y en todos los casos se tiene muy en cuenta a la madre colectiva, no se puede reflexionar sobre la propia sangre o la propia identidad sin mirar el horizonte, el cielo, los pájaros…, que son, literalmente y más que nunca, un lugar común. Así sucede, por poner ejemplos muy recientes de poesía en gallego traducida recientemente al castellano, en Camuflaje de Lupe Gómez (en Papeles Mínimos), en la antología De vuelos y de aves de Xavier Seoane (en Pre-Textos), en Fuegos de Ismael Ramos (en La Bella Varsovia) o en el segundo volumen de la poesía completa de Chus Pato (en Ultramarinos).

Luisa Castro es menos paisajista, y se fija más en las gentes, en sus trabajos, en sus frustraciones, en sus silencios. Y se proyecta en ello, del mismo modo que medita sobre su familia para entenderse a sí misma. Hay poemas de balance, como el maravilloso «Recuento», en el que a los veinticinco años se despide de la juventud, o el muy próximo «Inocencia», con el que casi forma un díptico, y en el que hay versos de una enorme inspiración: «Ahora ya lo sabes, / la inocencia es esa gente / que se quedó tu chaqueta».

Con imágenes crueles, con tendencia a una sordidez que sin embargo no asusta, en la poesía de Castro encontramos algo inquietantemente reconfortante, entre lo maternal y lo que parece amenazarnos. Tanto en la introspección, bastante angustiosa y muy poco autocomplaciente, como en la observación de los otros o del medio, las conclusiones son en general desasosegantes, pero aun así conservan un indescifrable punto de amabilidad. La elección de sustantivos, por ejemplo, tiende a despertar incomodidad: hay mucho fango, un mundo en obras, cuchillos, cadáveres, calaveras, vagabundos, rameras, «niños sin bautizar», «perros sueltos», locos y lobos, «sastres empalados», vecinos que lloran, venenos, espinas…, pero su yuxtaposición, su entrelazamiento o, en fin, el mundo que entre todos conforman consiguen que el conjunto adquiera algo de hogar, de nido, de madriguera. El dolor que impulsa a la escritura es real, vívido, literariamente auténtico, pero también es impreciso, borroso, y tal vez se indaga para identificarlo.

Más que épica de uno mismo, y dando por supuesto que la imaginación o aun la ficción tienen mucho que decir también en esta poesía, lo que encontramos aquí es claudicación psicológica, expresada a veces con exagerada o incluso excesiva claridad: «Yo sólo deseo / que pase el tiempo y por fin llegue la muerte. […] Sólo deseo eso. / Que pase el tiempo deprisa, / que llegue la vejez / y ya nada me importe, / sólo lo que a solas en mi corazón sobreviva, / sólo lo que me acompañe hasta allí / y también allí / todo eso me abandone» (de «Buenas noches», en De mí haré una estatua ecuestre, que ya no era un libro juvenil). Luisa Castro no pertenece a ninguna dinastía reconocible de la literatura española, siempre ha ido por libre, poco atenta a corrientes, muy dueña de su propio discurso. Combina la confidencialidad con lo hermético, ciertas referencias de la cultura popular con la jerga de los marineros, los guiños a la poesía provenzal con imágenes de estirpe surrealista («Mi oreja izquierda sabe a pez espada»)…, y el resultado siempre es poderoso, expresivo, sugerente.

Por otra parte, decíamos arriba que Amor mi señor fue un experimento casi temerario, porque en él, aparte de establecerse un explícito pero curioso diálogo con la tradición (y en concreto, claro, con la lírica galaico-portuguesa, tanto en la forma como sobre todo en los tópicos), el amor se observa por una parte como salvador, pero por otra como enemigo al que combatir con todas las armas posibles. Esa ambigüedad es clásica, pues en buena parte de la poesía cancioneril y medieval el amor es deseable pero a la vez temible, un milagro y una enfermedad, algo que se anhela desesperadamente y de lo que se huye con pavor. Luisa Castro juega con todo ello, disolviendo en palabras que parecen remotas su propia perspectiva, sus propias conclusiones al respecto, que de nuevo no son especialmente halagüeñas o positivas («Reconozco que existe el amor, / sin embargo / alguien debería preparar a los enamorados / para combatirlo / desde el primer día»), aunque en otros textos el amor sí sale más o menos triunfante, provisionalmente redentor, contrapunto para una obra poética que por lo general da por supuesta ya no la soledad, sino el aislamiento.

En poesía, por lo general, quienes tienen más cosas que decir, y cosas además más verdaderas, suelen escribir y publicar poco. Con siete libros (repasemos: Odisea definitiva, de 1984; Los versos del eunuco, de 1986; Ballenas, de 1988; Los hábitos del artillero, de 1990; De mí haré una estatua ecuestre, de 1997; Amor mi señor, de 2005; y los arriba comentados Actores vestidos de calle, de 2018), Luisa Castro va construyendo una casa singularísima, muy personal, una obra intensa, genuina y en general amarga, pero no infeliz: la propia atención obsesiva por los detalles suele neutralizar el desconsuelo, la propia poesía sirve de salvación, al conjurar pero a la vez resolver aquello que dolió. En cuanto a la calidad de las piezas editoriales reunidas, la progresión es muy perceptible: siempre fueron buenos libros, poesía notable, pero han ido creciendo y haciéndose sobresalientes, más maduros, menos abstractos, sin permitirse pérdidas de tensión, centrándose en lo esencial tanto en lo que se dice como en la forma que adquiere todo eso que ha de ser comunicado.

La fortaleza, en fin, es el retrato de una intimidad sensible y cruda, delicada pero seria. Y si el título es tan bueno es porque delata hasta qué punto esa privacidad que se expone y se comparte es, en el fondo, inexpugnable, impenetrable, inaccesible. Podemos contemplarla, pero no invadirla. Y quien intente llegar demasiado adentro puede salir herido.