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Resumen de Democracia y ambiente “las nuevas territorialidades”

Susana Castrogiovanni

  • No todos los territorios se viven y cimientan de igual forma. Donde existe una historia y una memoria común, la permeabilidad y la transparencia entre lo privado y lo público se impone. En poblaciones con una identidad territorial fortalecida las diferencias no asustan; ellas incluyen, incitan a hacerse parte del espacio, se lo recorre, se lo transita, pero también se lo construye y se lo habita.

    Cuando se halla memoria de una historia común, el espacio es favorecido para atestiguar el poder de la comunidad. Podemos decir entonces que las ciudades donde existe la pobreza son lugares de ir y venir, pero también de encuentros y de convergencia ciudadana. En los espacios con memoria, existe siempre un gesto de ciudadanía recurrente entre los pobladores que celebran, que reclaman al Estado o que ejercen su derecho a voz. Las ciudades de la pobreza, más que las plazas o las sedes edificadas por las políticas sociales, son el ágora donde se enuncia y expone la opinión pública de los pobladores.Pero los barrios también pueden ser tomados para amedrentar, para confrontar y para violentar, como a menudo sucede con las periferias, con los bordes. En nuestras ciudades marginadas, las poblaciones, en especial aquellas que denominamos villas, tienen dificultades para establecerse, conservar y enorgullecerse de una memoria e historia común.

    Erradicados de lugares distintos y arrojados a los extramuros de la ciudad (como los ghettos) sus habitantes no logran reconocerse en una identidad común que los empodere sobre el propio territorio. Por el contrario, el temor y el estigma a menudo se instalan entre ellos, transformando las periféricas en un lugar de disputa y medición de fuerzas. Las villas convertidas en “no – lugares” (Augé, 1996). Los barrios de la nueva pobreza, pueden tornarse en tierra de nadie. Y cuando ello ocurre, el poder y el control cultural sobre el territorio se debilitan. El poder se vuelve entonces la fuerza o la violencia y el miedo que estos barrios marginados generan. Es el caso de las villas con historias trizadas, fragmentadas, en su aislamiento y discriminación. Barrios violentos en su disputa por un espacio en la ciudad. Encerrados en la trama frágil de la villa, sin interlocutores salvo ellos mismos, la exasperación de sentirse abandonados por el propio Estado, no tarda en hacerse parte de todos y de todas, jóvenes, hombres, mujeres y niños.

    En las poblaciones con historia y un pasado común, en cambio, la ciudad, el barrio, poseen siempre una normativa tácita, las convenciones de lo que se debe y no se debe hacer. Acuerdos del con-vivir, del buen camino, de las buenas relaciones. Sin embargo, cuando esos acuerdos son aún frágiles, como ocurre en las villas sin una historia y una identidad intensa, la ciudad se levanta como un territorio abierto, donde las divergencias y la disputa por los términos de esas alianzas se ponen en juego. Es allí, donde la violencia y el desencuentro surgen interrumpiendo el ritmo de la rutina. Es sabido que la creación de una villa constituye momentos de crisis e incertidumbres. Es este momento donde se revela con fuerza la tensión entre la aspiración a una mejor calidad de vida y las dificultades que el contexto de pobreza les ofrece. Junto a la obtención de una vivienda, las certezas, los saberes, las viejas creencias y principios entran en una fase de inseguridad. La tensión y contradicciones entre vecinos que apenas se conocen se comienzan a sentir y radicar en el propio territorio.

    La villa, conjunto de casas precarias, estrechas, construidas en los bordes de la ciudad y determinadas sin participación alguna, no siempre se ajusta a las expectativas que los pobladores traían.Es entonces cuando manifestar y explicitar los propios proyectos y aspiraciones se vuelve una necesidad para cada una de las familias.

    Marcar territorio, levantar fronteras, afirmar la propia identidad pasan a constituir una práctica desesperada de cada uno para distinguirse de aquello de lo que se desea escapar: la pobreza y la exclusión. Fronteras identitarias y territoriales que debilitan finalmente la posibilidad del encuentro y de una comunidad arraigada. La esperanza de migrar de estas villas está directamente asociada a la desconfianza y al temor de sus pobladores que quedan atrapados en la pobreza de siempre. Olvidados en los márgenes de la ciudad, la desesperanza de sus habitantes termina por transformarlos en territorio de nadie; en un espacio descolgado de toda realidad social. Establecerse ante otros, con otros distintos, otros no-pobres, es una experiencia que estos pobladores, segregados en los bordes de la ciudad, a menudo desconocen.

    La villa y la ciudad se transforman así en un espacio de disputa interceptado. Las nuevas villas y comunidades nos advierten que en una ciudad segregada la convivencia en la diferencia es siempre ambivalente y riesgosa. La identidad con el territorio deberá organizarse con y a pesar de la contradicción que instala la distancia social de la alteridad. Si el sentido de la trama urbana es cerrar y delimitar el acceso a la imprevisibilidad; en las villas se aseveran los límites de su encierro. Trama urbana de la pobreza, sin secreto, ni amparo, sin plazas ni veredas amplias que invitan al estar y pertenecer.

    En las villas el entramado de sus calles pareciera haber sido concebido para el control de todos sobre todos, para el ir y no para el estar. A pesar de la pobreza, como en ningún otro lugar de nuestras ciudades, el poder de resiliencia se convoca, se celebra, se discute pero también se desvanece.


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